Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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Cuando Coco Chanel decidió reabrir su casa de modas en 1954, que clausurara en 1939, la crítica vaticinó su fracaso. Pero a pesar de esos quince años de silencio y olvido, el mundo femenino la reverenció como algo sagrado. Marcel Haedrich, que la conoció a los 75 años, publicó “Coco Chanel íntima", una biografía editada por Schapire poco después de la muerte de Coco. Este es —como se leerá— uno de los fragmentos más deliciosos y significativos de dicho libro.
EL REGRESO DE COCO CHANEL
¿QUE le quedaba por vencer a Coco Chanel sino la vida misma, invirtiendo el curso de un río, obligando a la moda a volver a las fuentes Chanel? No hay nada más difícil, y eso es válido para todos los campos, que volver a empezar una carrera y triunfar en lo que, refiriéndose a los campeones, suele llamarse un “come-back”, un regreso. Coco Chanel logró esa victoria sobre el tiempo al abrir de nuevo su Casa de Costura en 1954. Ya tenía 71 años. Nadie la dirigió. No hizo regalos a nadie. Fue una batalla que duró varios años.
¿Fue Marie-Heléne de Rothschild, baronesa Guy, quien provocó el regreso de Coco Chanel en 1954? Ella así lo cree.
El año anterior, Coco había pasado algunas semanas en Nueva York, en casa de la madre de Marie-Heléne, Maggie von Zuylen, una de sus mejores amigas. Precisamente dio la casualidad de que
Marie-Heléne llevaba su vestido de debutante para su primer baile. Ella lo encontraba muy bonito. Coco, sin embargo, opinó que era horroroso, e improvisó en algunas horas un vestido deslumbrante, cortado en el tafetán rojo de una cortina.
Marie-Heléne de Rothschild cuenta que todo el mundo le había preguntado quién había hecho aquel vestido, y que este hecho empujó a Coco Chanel a volver a su negocio.
De hecho, Coco ya soñaba desde hacía tiempo en reconquistar el reino que había abandonado en 1939. El éxito de sus perfumes desarrollaba aún más su apetito de revancha. No había cesado de pensar en esa revancha desde su primer viaje a los Estados Unidos en 1974, después de la Liberación. Ya le hemos oído contar cómo había obtenido el visado para salir: “Señor cónsul, usted me conoce mejor de lo que me conozco yo misma, así que dése prisa en
despachar todas esas formalidades que no son para las gentes de mi clase”. ¿Había permitido el cónsul que le hablaran así? En cambio no dio el visado a la doncella de Coco, de la que, según afirmaba ella, no podía prescindir ni un solo día de su vida. Fue su sobrina Tiny quien la acompañó y, durante ese viaje, tuvo ocasión de apreciar las grandes cualidades que la adornaban.
Cuando llegaron a Nueva York, mientras ella misma estaba cerrando sus maletas, se armó un gran tumulto en el puente. Se encontraba a bordo el célebre boxeador Al Brown.
Coco recordaba:
—Este no había podido viajar en primera clase. A partir de entonces las cosas ya fueron cambiando.
Coco creía que era a él a quien esperaban. Veía un enorme enjambre de periodistas que se daban de empujones para subir a bordo Estaban allí por ella.
“Un chiquillo vino a pedirme que fuera al salón. Yo no podía perder el tiempo. Además, no estaba citada con nadie. El capitán terminó por venir a buscarme personalmente. Había encerrado a los periodistas en el salón verde. Me dijo: "Ya no puedo contenerlos, son unos salvajes, van a romperlo todo si no la llevo a usted allá en seguida".
¿Cuántas veces, durante la travesía, la había invitado a su mesa el capitán? No me atreví a preguntárselo. Poco tiempo después de la Liberación, se propalaban todavía demasiados rumores sobre Coco, falsos, absurdos, ya que la acusaban de haber vivido con un alemán de la Gestapo. Hay que dar cuenta también del clima que reinaba a su alrededor.
Tanto a su salida de París, como a su salida de Cherburgo, no había ni un solo periodista para entrevistar a Coco. Y en Nueva York: una invasión. Estaba empezando a darse cuenta otra vez de su importancia planetaria. Para ella, aquel fue un momento extraordinario: en su país era sospechosa, y en cambio en Norteamérica recibía una acogida triunfal.
El capitán la tiraba del brazo:
—¡Venga, venga!
—Pero capitán, si ya hemos llegado, tengo que terminar de hacer mi equipaje.
—Ya le enviaré a alguien para que se lo termine, mademoiselle...
Había recuperado de nuevo todos sus poderes. Un cónsul la había privado de su doncella, y mira por donde ponían a su disposición las de la compañía naviera. Volvía a ser Coco Chanel, la grande mademoiselle. ¡Qué revancha! Veinte años después todavía refunfuñaba:
“Esa doncella olvidó la mitad de mis cosas. Perdí un cepillo de dientes, un cepillo de uñas y una pastilla de jabón”.
Arriba, en el salón verde, los “salvajes” comenzaron preguntándole qué pensaba del new look. Ella me dijo:
“Sólo me había llevado dos trajes de mi última colección de preguerra. Llevaba uno de ellos puesto".
—¿Me han mirado bien? —les pregunté.
Y se rieron. ¡Lo habían comprendido! Si querían saber lo que pienso del new look, sólo tenían que mirarme. Preguntaron si ya no confeccionaría nunca más vestidos.
—No lo sé —contesté—. Cerré la Casa Chanel debido a la guerra. Ahora vengo a Estados Unidos por un asunto relacionado con mis perfumes, por nada más.
Una joven preguntó:
—¿Dónde hay que ponerse el perfume?
—Donde quiera usted que la besen —respondí.
Esos periodistas norteamericanos son unos niños; esa respuesta la vi por todas partes, llegó hasta a molestarme, pero creo que me valió la amistad de los periodistas norteamericanos; les había dicho algo que movía a risa a todo el mundo”.
Pero comenzaba a inquietarse; se preguntaba:
—¿Acaso se habrán vuelto malvados todos los periodistas?
Hay que reconocer que cuando regresó a su ocupación en 1934, la prensa, en general, la esperaba. La verdad es que ella no había hecho nada por regresar sin llamar la atención. Se comportaba a la manera de un antiguo campeón de boxeo de todas las categorías que, al cabo de mucho tiempo de estar retirado, se pusiera de nuevo los guantes y multiplicara las declaraciones fanfarronas:
—Si todavía existieran verdaderos boxeadores, no me atrevería a salir de mi retiro, pero, desgraciadamente, el noble arte del boxeo ha sido deshonrado por cantidad de farsantes a quienes me veo obligado a corregir como se merecen.
En conjunto, era eso lo que mademoiselle Chanel repetía cuando le hacían preguntas sobre sus proyectos. Y, claro está, sus palabras no aquietaban los rumores suscitados por su regreso. Inquietaba. Irritaba. ¿Qué es lo que quiere ahora? La creían ya fuera del circuito, desacreditada por la edad y también (aunque no se atrevían ya a decirlo con demasiada seguridad) por los rumores propagados sobre ella durante la ocupación.
Unos sostenían que estaba preparándose para lanzar una “confección atómica”, y no estaba muy mal visto. Otros anunciaban que partiría de “lo nunca visto". Y corría, amenazador, el siguiente rumor: ninguna modelo acaba de gustarle.
Tenemos que recordar una vez más su edad: setenta años. “Construir a sus años, pase, pero plantar...”. ¿Qué podía plantar a los setenta años? El mito Chanel, ni más ni menos. Supongamos que no hubiera llevado a cabo la reapertura de la calle Cambon, que no hubiera vuelto a su puesto, a la cumbre de la alta costura, que le hubieran impedido que llegara hasta él... Que los otros hubieran conseguido cerrarle el camino.
¿Quién se acordaría de ella? Como a tantos otros modistas, como a Poiret por ejemplo, sólo la conocerían los especialistas. Hubiera dejado simplemente unas cuantas siluetas en catálogos. Pero no el Chanel, que, a la vez que un traje, es un estilo cuyas circunstancias quizás harán de él una moral.
¿Sabía ella lo que se jugaba con ése regreso? Puede que al principio sólo siguiera ese impulso para distraerse. Cuando el reposo le cansa á uno a la edad de setenta años, ¿qué le queda si no el trabajo?: ¿El amor? ¿Los placeres? ¿El placer? Todavía me parece estar oyéndola, cuando se quejaba dé unas habladurías que corrían sobre ella, y que ponían en entredicho sus sentimientos hacia una de sus modelos:
—¡Pues si que...! ¿Yo? ¿Ahora? ¿Una vieja lesbiana? ¡Es extraordinario! ¿De dónde se saca la gente eso?
Era atroz, y yo no puedo sino recoger su lamentación, tal y como fue formulada, en toda su desnudez. Es algo tan serio, tan profundo, que no se puede jugar con las palabras. También decía:
—¿El amor? ¿Por quién? ¿Por un hombre viejo? ¡Qué horror! ¿Por un joven? ¡Qué vergüenza! Si yo tuviera esa desgracia, huiría,
me escondería.
De hecho, ¿por qué habría camuflado su pasado, si, abandonándose a la molicie de su retiro de anciana, hubiese renunciado a su porvenir? Su regreso coronaba toda la serie de sacrificios consentidos, todas las renuncias de Coco en favor de Chanel.
En 1954, cuando mademoiselle Chanel abrió de nuevo su casa, algo maravilloso tocaba a su fin: la liberación, un período probablemente único en la vida de un país rico y capitalista. Durante más de diez años el dinero iba a perder su importancia. Manchado por la ocupación, se escondía, como un oso herido que permanece oculto en el fondo de su caverna para lamerse las heridas producidas por los perros de los que acaba de escapar. Después de la liberación de París, los periódicos y las casas de costura surgían como setas, por cuatro chavos de nada. Montaban obras sin comanditarios, sin productores. Con sus notas de gastos, un periodista podía creerse Rothschild. Epoca milagrosa; el existencialismo nacía en la bodega del Tabou, los letristas se subían a los pedestales de las estatuas para bramar oratorios desprovistos de todo sentido, delante de mirones pasmados; y los agentes de policía intentaban comprender algo. Todo el mundo tenía una cita en Saint-Germain des-Prés. Entre el Flore, el Montana, el Bar Vert y el Tabou, los reporteros del Life, acodados en los mismos bares, todos reunidos, encontraban todo cuanto de curioso y de interesante emergía de la noche de la ocupación. Allí fue donde yo tuve por primera vez contacto con la alta costura, al hacer amistad con Pierre Balmain, que se disfrazaba de cow-boy para bailar los ritmos de Boris Vian, y con Jacques Fath, que mostraba París a jóvenes norteamericanos. Los salones dormitaban entre vapores de naftalina. Cuando los Fath me llevaban a cenar a su castillo de Corbeville, su chófer vietnamita tenía que llevar los cubiertos y los platos. En el castillo no había absolutamente nada en los cajones, ni la más mínima botella en la bodega. Las gallinas de la granja modelo no ponían huevos más que después de las formidables cóleras de Genevieve Fath.
REDACCION
julio 1975
 

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