Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

dennis hopper
DENNIS HOPPER, EL TERRIBLE

El director de Busco mi destino revela episodios claves de su tormentoso pasado: los trenes, la sangre India, las drogas como instrumento de búsqueda, la corrupción inevitable.

A mediados de año pasado, los argentinos tuvieron oportunidad de conocer una película que, en razón de las excelentes críticas que la precedieron, consiguió despertar una desusada expectativa: Easy Rider, un título que la traducción vernácula trasformó en el metafísico Busco mi destino. La opera prima de! director norteamericano Dennis Hopper (33) proponía una tercera alternativa para los jóvenes yanquis, indecisos entre los ilusorios atractivos de la sociedad de consumo y la presunta libertad de la vida en las comunidades hippies. Una problemática que no alcanzó en nuestro medio la repercusión esperada y se convirtió en centro de las más controvertidas opiniones. Sin embargo, no obstante el relativo éxito de Busco mi destino, el film sirvió para rescatar del anonimato la singular personalidad de Hopper, su realizador: es que, sistemáticamente marginado de los estudios de Hollywood, el niño terrible debió limitar su impertinencia, durante muchos años, a los sets televisivos y los escenarios de oscuros teatros. Una situación que tocó a su fin el día que conoció a Peter Fonda y juntos emprendieron la realización de Easy Rider. Hace pocos días, D. H. fue reporteado por Alberto Ongaro, redactor del semanario italiano L’Europeo. Un testimonio que SIETE DIAS ofrece con exclusividad.

UNA INFANCIA, UN TREN
Dennis nació en una estancia del Oeste norteamericano, cerca de Dodge City, en Kansas; una tierra que otrora cobijara a pistoleros y bandidos. No se encontraba un alma viviente en cinco kilómetros a la redonda: ningún vecino, ningún chico para jugar. Lo único que animaba aquel paisaje inmóvil era un tren que pasaba cerca de la casa de los Hopper, algo que fue muy importante para el pequeño vástago.
—¿Por qué razón concede tanta importancia a ese tren?
—Yo vivía para sentirlo pasar. Esto sucedía una vez por día, a la noche: desde mi cama escuchaba fascinado el silbato de la máquina que se aproximaba y el estrépito de las ruedas y los vagones. Claro que no tenía una idea demasiado precisa de lo que eran los trenes, hasta que un día comencé a razonar ...
—¿Qué descubrió entonces?
—Si aquel tren pasaba por delante de mi casa, debía venir de algún lugar y dirigirse hacia otro: tenía una meta, un fin, un destino secreto. Entonces me invadió una gran curiosidad y una noche me escapé de casa y esperé al tren muy cerca de las vías. Pasó como una flecha delante de mis ojos, con hombres y mujeres detrás de las ventanillas. Para mí fue una imagen perturbadora, extraordinaria. Un año después descubrí adonde iba el tren.
—¿Cómo ocurrió eso?
—Un día mi abuela me llevó con ella a la ciudad a vender los huevos de la estancia. Cuando salimos del mercado, resolvió invitarme al cine. Era la primera vez en mi vida que iba a ver una película. No sabría decir cuál era y ni siquiera recuerdo cómo se llamaba, pero lo que jamás podré olvidar es que en determinado momento, sobre la pantalla iluminada irrumpió velozmente el tren, mi tren. Comencé a gritar como un loco: “Ya sé dónde va mi tren, ya lo sé”. Había descubierto que el mundo de la pantalla era el mundo real; el otro, aquel en que vivía, no sabía lo que era ni me importaba saberlo.
—¿Cómo influyó el cine en su infancia?
—A partir de ese día, yo quería ir al cine todas las semanas. Cada vez que entraba volvía a sentir la misma explosión de la primera vez y la misma certeza de encontrarme en el único mundo en que yo podía vivir. Una circunstancia que se vio favorecida por el traslado de mi familia a Kansas City: comencé a ir al cine dos y tres veces por día.
—Puede decirse entonces que pasó su niñez en el cine.
—No, hacía algo más: cuando regresaba a casa, me encerraba en mi pieza y comenzaba a imitar a los héroes de los films que había visto. Yo era Tarzán y Juana y, a veces, la mona Chita.
—¿Lo hacia solo o compartía las representaciones con sus amigos?
—Si hubiera tenido amigos quizás lo hubiéramos hecho juntos, pero la vida en el campo me había dejado la costumbre de permanecer en soledad. Pero había otra razón: el mundo de la pantalla me pertenecía de tal manera que no hubiera podido compartirlo con nadie.
—¿Qué actitud adoptaban sus padres ante esta circunstancia?
—La cosa no debió ser fácil para mi madre. Imagine que cada vez que preguntaba “¿Dónde está Dennis?”, la respuesta que obtenía era “Está haciendo de Tarzán” o “Está matando al jerife de Nottingham”. Poco a poco se fue convenciendo de que yo estaba destinado a dedicarme al cine o bien a terminar en un manicomio. Pero lo cierto es que yo no hacía nada por cambiar. Cada vez encontraba mayor placer en sumergirme en ese mundo fascinante que me alimentaba.
—No cabe la menor duda que usted no fue lo que se da en llamar un chico normal, ¿a qué lo atribuye?
—A mí no me interesa reducir todo al habitual discurso sobre la infancia infeliz, los padres que se pelean y descuidan a sus hijos y otras cosas por el estilo. El asunto es mucho más complejo. No es que mis padres no pelearan o que mi infancia no haya sido lo bastante asquerosa. Pero eso no bastaría para explicar por qué mi carácter evolucionó de ese modo. Había una especie de vanguardismo inconsciente en todo lo que hacía. El mismo vanguardismo que empuja a los jóvenes americanos de hoy a hacer la experiencia de las drogas, del LSD, de los hongos alucinógenos.
—¿Vale decir que usted considera auspicioso el consumo de drogas por parte de los jóvenes?
—Yo no hablo de aquellos que ingieren drogas por vicio o desesperación, sino de los que se sirven de ellas como un medio para investigar, para sobrepasar los confines actuales del cerebro y encontrar algún nuevo territorio en la mente. Ellos son los pioneros de la época moderna.
—¿Por qué los norteamericanos viven tan obsesionados por esa idea del pionerismo?
—Sí, es cierto, en eso estamos de acuerdo: esta historia ha sido utilizada demasiado frecuentemente y, por lo general, de muy mala fe. Admito también que se ha convertido en un lugar común, pero no por eso es menos cierta. A! menos en este caso.
—¿Por qué?
—Como al mundo no le queda más nada por explorar es que debemos explorar los espacios internos, la geografía mental. Puesto que el presente no se soporta se va a la búsqueda de un nuevo tiempo. Puesto que no se cree más en lo que la vida ofrece se va a la búsqueda de cualquier otra cosa.
—¿Usted también lo hizo?
—Puede decirse que yo, más o menos, hice lo mismo. Entonces no sabía a ciencia cierta qué significado tenía mi comportamiento pero ahora puedo explicarlo: era el rechazo instintivo, inmediato de la vida tal como había sido preparada; la intuición de que no deben abandonarse demasiado pronto, en nombre de una presunta madurez, las dulzuras de la fantasía, el presentimiento de un lugar y de un modo mejor de vivir. Yo cabalgaba a través de los espacios cinematográficos, así como los pioneros y los indios cabalgaban por la pradera. Corría el riesgo de volverme loco, así como en algún tiempo los pioneros corrían el riesgo de ser matados por los indios y éstos por los pioneros. Algo que, tratándose de mí, no debe ser un hecho casual...
—¿Podría precisar un poco más el significado de esto último?
—Es que yo tengo en las venas sangre india y sangre de pionero. Si además tuviera un poco de sangre negra, podría considerarme un americano completo. Pero me parece que no creo que ninguna abuela o bisabuela mía fue jamás a la cama con un negro. Pero de lo que no hay dudas es de que alguna antepasada mía compartió el lecho con un indio, o tal vez, con más de uno. Hablando de pioneros, yo desciendo de Daniel Boone.
—¿Y cómo se explica ese parentesco?
—Esa antepasada era precisamente una de las hijas de Daniel Boone, uno de los grandes mitos americanos, el pionero que puso por vez primera sus pies en Kentucky. Mi familia desciende de él. Los indios cherokee habían raptado a la hija de Boone, junto con otras dos muchachas y antes de que el viejo pudiese liberarlas, los pieles rojas tuvieron tiempo de divertirse con ellas, de la misma manera que ellas con los indios. Al regresar a su casa, la hija de Daniel Boone se encontraba, como suele decirse, en estado interesante y después de los nueve meses de rigor parió un niño mitad indio y mitad blanco.
—¿De qué manera influyó en usted la sangre india?
—Por lo pronto quiero decir que estoy orgulloso de ella. Tengo la impresión de que me ha empujado hacia un tipo de vida más imaginaria que utilitaria o productiva. Además, actualmente vivo en Taos, entre una tribu de indios.

HOLLYWOOD: LA MUERTE DEL TALENTO
—¿Cómo comenzó a trabajar en cine?
—Yo había llegado a una verdadera obsesión cinematográfica y no me quedaba más que una solución: concretar mis fantasías de algún modo, yendo a Hollywood y enfrentando al cine en persona.
—¿Entonces abandonó a su familia?
—No. Ese proyecto fue indirectamente favorecido por mi padre. Por entonces fue trasladado, como director, a la oficina de Correos de San Diego. Esto no era Hollywood, pero estaba más cerca de lo que jamás estuvo Kansas City.
—¿Comenzó allí su carrera?
—Sí, en San Diego me inscribí en una escuela teatral. Al poco tiempo me dirigí a La Jolla, una ciudad vecina, y comencé a trabajar cuidando el guardarropa de una compañía teatral liderada por Gregory Peck y Dorothy McGuire.
—¿Cómo llegó a Hollywood?
—Dorothy McGuire me dio una carta para Ruth Burch. Su misión era la de escoger y repartir los papeles de las películas que un estudio producía.
—¿Cuáles fueron sus primeros trabajos allí?
—Me hicieron trabajar en algunos films destinados a la televisión: tonterías como Cabalgata de América o aquella maldita serie de ambiente hospitalario llamada Los Médicos.
—¿Qué pasó entonces con sus ilusorios sueños infantiles?
—Me di cuenta que lo que en verdad me fascinaba no era el sueño en sí, no era la fábula: era el aspecto técnico, el medio por el cual se podían contar relatos tan completos que se volvían más reales que la realidad. Había algo de diabólico y divino en el cine tal como yo lo veía. En cambio en Hollywood no estaban ni Dios ni el Diablo, sino solamente un puñado de imbéciles corrompidos y ávidos de dinero.
—¿Tampoco aquí encontró amigos?
—Sólo tuve un amigo en Hollywood, James Dean. Con él trabajé
en dos películas: Juventud quemada y Gigante. Fue el actor más genial que yo haya visto jamás y su muerte confirmó el destino trastocado de esta ciudad: larga vida a los imbéciles, muerte a los talentos.
—¿Cómo fue que lo echaron de Hollywood?
—Estaba filmando una pequeña escena en un film dirigido por Henry Hathaway, un realizador reconocido como uno de los más duros de Hollywood: dirige a los actores con un pequeño silbato que a la larga resulta torturante, Pues bien, el veía la escena de una forma y yo de otra totalmente distinta. Hubo que filmarla 86 veces y a la siguiente me di por vencido e hice las cosas como el quería. Cuando todo acabó, Hathaway se me acercó y me dijo: “Puedes ir yéndote de aquí; no volverás a trabajar en esta ciudad”.
—¿Qué hizo entonces?
—Me fui a Nueva York y comencé a frecuentar el Actor’s Studio: estudié la maquinaria cinematográfica de modo que nada permaneciese oculto para mí; escribí escenificaciones, pinté, diseñé, hice poesía y escultura.

EASY RIDER: EL RESURGIMIENTO DEL INDIO
—¿Cómo surgió la idea de filmar Easy Rider?
—A través de mi mujer conocí a Peter Fonda. El, no obstante ser hijo del casi mitológico Henry, la pasaba bastante mal porque no estaba de acuerdo con su familia. Empezamos a escribir algunas escenificaciones hasta que de pronto surgió la idea de hacer Easy Rider.
—¿Es cierto todo lo que se cuenta acerca de la filmación...?
—La verdad es que comenzamos a trabajar en medio de un caos formidable, en un clima de ocio y de tensiones entre actores, técnicos y director. En una oportunidad, un cameraman me dejó tendido en el suelo al arrojarme un televisor por la cabeza; yo me levanté y casi lo mato con, un poderoso golpe de karate. Ante eso, 17 miembros de la troupe se hicieron humo y no aparecieron más. Hubo que suspender la filmación. Yo andaba tan mal que también me peleé con mi mujer: se fue con nuestra hija y no la volví a ver.
—Pero, al final, la película se realizó.
—Sí, porque Bert Schneider, el hijo del presidente de Columbia, insistió en que la termináramos. La cosa estaba tan difícil que hasta se dijo que Peter Fonda había contratado un guardaespaldas profesional para que lo protegiese de mí: tenía miedo que yo lo matara.
—¿Qué propone en su último film, The Last Movie?
—He querido relatar cómo el cine puede corromper la inocencia, convulsionar la vida entera de una nación. Lo que no quiere decir que haya perdido la confianza en poder influir sobre la realidad a partir de las imágenes. Basta con saberlas escoger. El tren que hizo irrupción en la pantalla de mi infancia, como verá, sigue ejerciendo sobre mí la misma fascinación.
Revista Siete Días Ilustrados
17/04/1972

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