Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

duke ellington
La visita de un gran Duque
Duke Ellington, una de las figuras más importantes del jazz, se presenta por primera vez ante el público argentino para demostrar que su talento no ha declinado luego de 40 años de actuación. SIETE DIAS se adelantó a su llegada, reporteándolo en San Pablo, una escala artística que sirvió para comprobar que a los 69 años es el gran ídolo de siempre

—¿Por qué me quieren ver muerto? Siempre que decido visitar un país por primera vez, alguien me pregunta si esas presentaciones serán las últimas de mi carrera. ¡Están locos! Yo no me retiraré jamás. . . Soy eterno.
Edward Kennedy Ellington festejó con estridente carcajada sus propias aspiraciones a la inmortalidad. Era la medianoche del martes 3, y en un rincón brumoso de la boite del Claridge Hotel, de San Pablo, el compositor-director-ejecutante más aclamado de la historia del jazz prefería hacer bromas antes que someterse a un reportaje. Sin embargo, un redactor de SIETE DIAS, a su lado, obligó al perdurable Duke a afrontar una de las tareas que más detesta: hablar de sí mismo; resumir sus experiencias luego de 69 años de residencia en la Tierra.
—es muy trabajoso hacerlo —se quejó Ellington, mientras encendía uno de los contados cigarrillos que fuma diariamente— Soy un hombre de muy mala memoria. Los muchachos pueden hablar por mí mejor que yo mismo. . .
Ellington llama muchachos a los veteranos y entrañables ejecutantes que componen su orquesta, cuya edad promedio supera los 50 años. El saxo barítono Harry Carney, ¡por ejemplo, acaba de festejar el 58º aniversario de su nacimiento y, desde hace 42 años no se separa de Duke. Se conocieron cuando este último tenía 19 y machacaba el teclado de su piano ‘‘para extraerle un poco más de esa sangre impalpable que es el jazz”.
Al rescatar ese recuerdo, Ellington firmó su capitulación; aceptó ingresar en su pasado, mientras la atmósfera de la boite brasileña se sacudía al son de un afiebrado samba.
—Yo no me inicié en la música como otros hermanos de color — aclaró, frunciendo el ya rugoso ceño—; no busqué un instrumento para sacudir la imagen de una infancia desgraciada, aturdida por la segregación. Tuve más suerte: mi padre era un próspero comerciante que brindó a su familia una existencia sin angustias. Es más, como todo buen burgués, consideraba al jazz una perdición, un callejón sin salida. Pretendía que yo siguiese sus pasos.
Sin quererlo, mamá Ellington fue la principal responsable de que el pequeño Edward frustrara los anhelos da su esposo:
—Ella tocaba el piano —Duke sonríe—, y su música era tan deliciosa que me hacía llorar irremediablemente. ¡Pobre mamá!, firmó involuntariamente mi pasaporte hacia el jazz. . .
A comienzos de la década del 20, cuando Ellington era uno más entre millares de pianistas que aspiraban a una existencia menos anónima, ya sus íntimos lo llamaban Duke.
—Es un apodo que procede de mi infancia. Un compañero de escuela, al que confesé mi envidia por las ropas que vestía, por su elegancia, decidió gratificarme con un título nobiliario. Desde hoy te llamaré Duke Edward Kennedy Ellington, me confió un día. Desde entonces, la sangre azul corre por mis venas.
Alterando la tradición sellada por músicos como Count Bassie y King Olliver, quienes lograron ese bautismo aristocrático como consecuencia de su fama, Duke Ellington fue noble cuando nadie lo conocía. En 1921 trató de promocionar la pequeña banda que había formado tiempo atrás, publicando un insólito aviso en la guía telefónica de Washington, su ciudad natal. La repercusión esperada se produjo cinco años más tarde y no fue consecuencia del audaz anuncio. La promovió el trompetista Bubber Miley, quien al incorporarse al conjunto (Los Washingtonians) en 1926, le suministró el espaldarazo consagratorio.
—Bubber era el hombre que necesitábamos para dar el gran salto —puntualizó Duke, mientras apuraba su tercera copa de pomelo exprimido, una bebida que le ha hecho olvidar el whisky desde hace unos cuantos años—. Su trompeta gruñía como ninguna: le permitía entonar los trágicos sonidos de las ciudades fantasmales, los aullidos nocturnos de los lentos trenes de carga o el simple llanto de una mujer abandonada . . .
La trompeta asordinada de Miley contribuyó a consagrar las primeras composiciones de Ellington: El caminante, Llamada de amor criolla y la resonante Fantasía en negro y canela. Desde 1927 hasta 1933 Los Washingtonians de Duke conquistaron fama internacional actuando en el Cotton Club, un exclusivo night club de Harlem. Durante esa época violenta, de gangsters e intocables, Ellington popularizó temas como Pirámide, Caravana, Dama sofisticada, cuyas cadencias africanas sirvieron para bautizar un estilo: el jungle. Esta modalidad mantuvo su vigencia hasta fines de la Segunda Guerra Mundial. El armisticio obligó a revisar los tradicionales valores del jazz y amenazó seriamente a todos los conjuntos.
—Cualquiera podía pensar que los músicos éramos los culpables de la masacre internacional que acababa de concluir. No había trabajo para nadie; aún hoy me parece un milagro que nuestra orquesta haya logrado sobrevivir.
No sólo sobrevivió sino que, pocos años después, ocuparía un lugar inamovible entre los conjuntos de jazz más conocidos y admirados del mundo (notoriedad que alcanza a Buenos Aires, cultora del jazz por obra de innumerables agrupaciones hoy ahogadas económicamente y acosadas por la tentación de comercializarse, según se documenta a partir de la página 36). En 1951, Ellington estrenó en el Metropolitan Opera House, de Nueva York, una obra mayor: Harlem Suite, culminación de los intentos orquestales del compositor. En 1956 y 1958, la apoteosis seno sus presentaciones en el festival de Jazz de Newport, en EE.UU. A fines de 1958, los músicos de Ellington actuaron en Inglaterra, frente a la reina Isabel, quien luego de escucharlos sostuvo una prolongada conversación con Duke.
—Charlamos en americano — evoca Ellington con una sonrisa—, pero no recuerdo sobre cuáles temas. Fue un diálogo informal del que sólo pude retener una pregunta que me formuló la reina. ¿Cuándo estuvo por primera vez en Inglaterra? Calculé rápidamente y le repuse: En 1933, antes de que usted naciera...

MORIR CON LAS BOTAS PUESTAS
En la boite del Claridge Hotel, el trío carioca Be-Bop comenzó a improvisar sobre el tema Garota de Ipanema. Duke seguía el compás golpeteando una cucharita sobre el cristal de su copa. Asomando por los pliegues de su camisa azul, una cruz de oro se balanceaba suavemente al ritmo de su cuerpo. ‘‘Duke es muy religioso, pero detesta hablar de su fe o especular con ella”, confió en un susurro el trombonista Lawrence Brown, sentado frente a su director. Duke interrumpió la infidencia para señalar:
—Esos tres músicos están haciendo bossa nova; y el ritmo es contagioso, se mete dentro de uno, obliga a moverse con él. Los que hacemos jazz sabemos muy bien que estas influencias revitalizan, aportan nuevos elementos. Por eso vengo sosteniendo que los defensores del jazz puro son unos bobos: no aceptar las influencias de la época es un crimen. El tango, el bolero, la bossa nova ingresan de alguna manera en mi música. Hay algunos desubicados que me acusan de especulador: dicen que he sucumbido en las garras del rock and roll, de la música comercial. Toco lo que me gusta, el resto es humo. . .
—¿Qué es lo que más interesa a un compositor?
—En primer término la creación de flores musicales, sean orquídeas o margaritas. Pero no siempre salen como él pretende. A veces, se esfuerza y produce un repollo. Muy bien, no hay que quejarse; lo importante es la producción, el trabajo constante. Un acto de creación conduce a otro y, todos ellos, a esa suprema esfera que se llama inspiración.
—¿Cómo ha evolucionado el jazz en los últimos años?
—De igual manera que la época en que vivimos. Estamos atravesando una etapa de promoción industrial de la música; ésta constituye un bien de consumo, pero no por ello es mejor ni peor que la de épocas pasadas. Hay que criticar cierto tipo de producto que se ha popularizado últimamente y que no tiene nada que ver con la música. Su efecto entre el público tiene idénticos resultados que los lavados de cerebro. Actualmente, los jóvenes no dictan el tono musical; se les impone lo que deben escuchar desde muchas direcciones.
—¿Cómo explica la supervivencia de una orquesta tan numerosa y veterana como la suya?
—El conjunto se mantiene porque pago bien a mis músicos. Les doy dinero para que toquen lo que quiero y nada más que lo que quiero. Afortunadamente, lo que me gusta agrada también al público. En cuanto a la edad de mis ejecutantes, no creo que nadie pueda afirmar, sin caer en el ridículo, que son peores que otros colegas más jóvenes.
Cuando debe explicar su propia supervivencia musical, Duke apela a la ironía: ‘‘Me conservo como una lechuga porque he desechado el alcohol y me remito a una dieta rigurosa; jugo de pomelo, bifes, ensaladas, zanahoria cruda y, de cuando en cuando, una papa asada. Parte de su dieta parece ser el vestuario que emplea cada vez que concurre a la sala de grabaciones: camisa de hilo azul y pantalones oscuros, una combinación invariable.
—Cuando era pequeño, mi madre me vestía con un solo color, el azul. El único lazo que me trasporta a mi infancia es ese color, con él revivo muchas cosas que traduzco en melodías. Para tener mayores posibilidades creativas, utilizo prendas con todas las tonalidades azules que haya en plaza.
—¿Cuántas horas trabaja por día? —No sé, exactamente. Realizo cuatro presentaciones musicales por noche, durante media hora, en el local que me contrata. Luego viene lo terrible: llego a casa pero no puedo acostarme: tengo que tocar algo en el maldito piano, es como un vicio. Una vez que me siento frente a él, y a fuerza de improvisar, se hacen las seis o siete de la mañana. Me voy a dormir a la hora en que todo el mundo se levanta,
Duke suele recaudar, por año, alrededor de cien mil dólares, unos 35 millones de pesos. Pero el dinero, y la fama no han sido sus únicas recompensas: el Milton College, de Wisconsin, lo nombró Doctor en Humanidades; la Wilberforce University, de Ohio, lo honró con el título de Doctor en Música; la Yale University lo condecoró como Doctor Honoris Causa; en 1966 recibió el Premio Pulitzer. La lista prosigue; sin embargo, ninguno de sus amigos empleó jamás alguno de esos títulos para definir a Duke. Lawrence Brown, por ejemplo, prefiere catalogarlo como ‘‘el único hombre cuya piel es más negra que la madera de su piano y sus dientes más blancos que las teclas”. Kenneth Tynan, el afamado crítico norteamericano de jazz, va más lejos: ‘‘Duke está situado en el mismo nivel que Charles Chaplin, Pablo Picasso, Ernest Hemingway y Orson Welles”. Para Johny Hodhes, el saxofonista del conjunto, Ellington es ‘‘la imagen rediviva de Dorian Gray: envejece por la noche, adquiere su aspecto solitario y abatido, se dilatan las bolsas que tiene bajo los ojos. . . Pero esperen que vuelva al piano, que oprima las teclas y entonces lo verán nacer nuevamente”.
En un rincón de la boite del Hotel Claridge, de San Pablo, Edward Kennedy Ellington se mantuvo en silencio, con la cabeza baja y cinco dedos tamborileando sobre la mesa. El trío Be-Bop había acaparado su atención. Luego de contemplar a su viejo director, Lawrence Brown codeó al redactor de SIETE DIAS y le confesó al oído: ‘‘Mírelo, cuando no mueve el cuerpo, mueve las manos, los pies. . . Hasta es capaz de hacer bailotear su cabello si no tiene con qué seguir el ritmo de algo que le agrada. Duke sólo se detendrá para morir. . .
Revista Siete Días Ilustrados
09.09.1968
 

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