Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Rebeliones Estudiantiles
ESTUDIANTES DEL MUNDO, UNÍOS
Primero fueron los beatniks, luego los hippies; desde 1955 algo extraño sucedía en la sociedad norteamericana. Un grupo de ciudadanos se marginaba de todo sin pedir nada. “No puedo soportar mi propia mente. América, ¿cuándo acabaremos la guerra humana?”, preguntaba Allen Ginsberg, profeta beatnik. Grandes barbas, mugre, promiscuidad, felicidad, drogas: “Todo lo social me es ajeno”, podían decir. El asesinato del primer Kennedy tal vez fuera el revulsivo. A partir de allí y de la creciente intervención norteamericana en Vietnam, amplios sectores de la población estudiantil cobran conciencia política. La cosa culmina en diciembre de 1964, cuando los estudiantes invaden la Universidad de Berkeley, un orgullo de la educación norteamericana, y establecen la “Universidad libre”.

Opulenta, represiva sociedad
Un estudiante de filosofía, Mario Savio, expuso el catecismo del movimiento: “El funcionamiento de la «máquina» se ha hecho tan odioso y repulsivo que ya no cabe colaborar con él, ni siquiera tácitamente. Tenemos que abalanzarnos sobre las ruedas, las palancas, los mecanismos todos y lograr que se detenga. Si queremos ser libres tenemos que impedir que funcione”.
La fractura entre la sociedad y sus hijos predilectos comenzó a crecer. ¿Qué quieren?, preguntaron las autoridades. “Nada” —replicaron los revoltosos—. “O, mejor dicho, todo”. ¿Qué es todo? Que se pare la guerra en Vietnam, que se otorguen los derechos a los negros, que se elimine la policía. La apoteosis de un programa de izquierda.
Pero con métodos novedosos. Antes los estudiantes planteaban primero reivindicaciones inmediatas; a medida que más y más adherentes se sumaban a sus filas, aumentaban sus exigencias. Ahora sólo les interesa lo fundamental: la Universidad (para ellos) no sirve porque es un instrumento de la sociedad opulenta “que nos oprime y nos hace entrar a la fuerza en el engranaje de la producción”.

Europa, la palestra
En las facultades ocupadas de París, los estudiantes neo marxistas acostumbraban provocar a sus viejos profesores y ganarles las polémicas. Entre tanto, los grandes maestros en química y física aceptaban integrar comités igualitarios con sus alumnos para dirigir las investigaciones. La chispa que ardió en Berkeley se había extendido a todos los Estados Unidos para saltar Juego a Europa.
Los alemanes ya habían organizado la “Operación No Parlamentaria”, un organismo coordinador de las organizaciones que rechazan todo el sistema. El primer conflicto serio apareció en la Universidad de Berlín por la prohibición de una conferencia a un periodista amigo de los estudiantes. Esto, según ellos, develó el carácter “clasista y tiránico” de la administración universitaria. Y les permitió ganar la calle.
Rebeliones EstudiantilesEs en la calle donde el nuevo movimiento estudiantil adquiere su máxima fisonomía: acciones de provocación (como tirar flores y crucifijos a la policía): retratos de Mao, Guevara, Ho Chi Min, pendones con las fantasmales banderas negras de los anarquistas, cantos sucios, expresiones “iluminadas” y ausentes. Cualquiera que ve una 'manif', como se dice en la jerga estudiantil de Francia, comprende que esos jóvenes quieren otra cosa, no quieren parecer iguales a los que miran, rompen todo espejo posible. Por eso la provocación, la anarquía. Cuando los partidos comunistas los condenan, ellos sonríen. El Partido es una Organización, un Aparato, algo con reglas fijas; se parece demasiado al Sistema para ser bueno. Los estudiantes dicen: “Abajo el partido, que es burgués. Vivan Guevara y Mao, que sólo creen en la mira de sus fusiles”.
Esta ideología de lo inmediato no alcanza a los líderes que tienen muchas cosas en claro. Cuando Cohn-Bendit entrevista al rector de la Sorbona, en la noche de las barricadas, es lúcido: “Retiren a la policía del barrio y no pasará nada; si se queda, va a correr sangre”, dice el pelirrojo.
En Berlín, los líderes de la rebelión han organizado y promovido las “Comunas”, conjunto de habitaciones donde viven en comunidad “con reglas propias, distintas de las de la sociedad burguesa”. En ese marco se desarrollan “los contracursos”, la “universidad crítica”, los debates interminables copiados de la guardia roja china.
Ese mismo rechazo mueve a Inglaterra, a Holanda, a Bélgica (donde los estudiantes ya llevan derribados dos gobiernos), a los países escandinavos. Es cierto que los jóvenes no saben lo que quieren, pero saben mejor que nadie lo que no quieren y en ese sentido se consideran “la conciencia crítica o lúcida” de la sociedad.

El futuro como antigualla
Según “The Times”, de Londres, la población estudiantil se ha duplicado en el mundo durante los últimos diez años. El crecimiento más espectacular tuvo lugar en los países comunistas, necesitados de más y más técnicos y científicos. Allí también se agitan los estudiantes, aunque sus motivos no son ¡guales a los del mundo occidental.
Los primeros síntomas vinieron de Checoslovaquia, a fines del año pasado. Más de 3.000 estudiantes de la Universidad de Praga se lanzaron a la calle a protestar porque la burocracia socialista
había dejado pasar 40 días sin arreglar la calefacción. Una reivindicación razonable en el duro invierno checo. La policía no lo entendió así y usó generosamente sus palos. Los estudiantes contraatacaron. Pero ahora gritaban a favor del Vietnam, identificando a los vigilantes con “los agresores yanquis”. El escándalo —mayúsculo— desempeñó un papel importante en la caída de Novotny.
En marzo, Tos estudiantes polacos reclamaron a gritos por la prohibición de una obra teatral que contenía sarcasmos contra la Unión Soviética. En la represión intervino no sólo la policía, sino la milicia obrera. Los estudiantes invadieron el Ministerio de Cultura al grito de “Gestapo” y la rebelión se extendió, desde Varsovia, hasta las universidades del interior. El gobierno reaccionó con torpeza: acusó a “agitadores sionistas”.
Después aceptó negociar y liberar a los presos. Pero la obra prohibida no volvió a escena.
En Belgrado, 1.500 estudiantes se quedaron afuera durante un concierto organizado por la Universidad. Pelearon con la policía y —en protesta por la represión— ocuparon la Universidad y las calles céntricas. El mariscal Tito se sobresaltó al ver carteles que amenazaban a “la burguesía roja” y llamaban a los obreros a la lucha en común. Aquí también los estudiantes ganaron la pelea.
Pero es dudoso que triunfen en la guerra. Lo que reclaman los estudiantes socialistas es que se cumplan las grandes frases escritas en los libros sagrados de Marx y Lenin. “¿Dónde está —preguntan— el desarrollo pleno de las capacidades humanas? Es una mentira. La Universidad es una institución atrasada, manejada por una burocracia inepta y orientada por las necesidades políticas del partido gobernante.”
No están en contra de la sociedad en que viven (ésa es su diferencia con los occidentales), pero no toleran más la burocracia partidaria. Quieren libertad de crítica, de palabra y hasta de lectura. El ejemplo de los estudiantes revoltosos de Occidente los convence de que algo se puede ganar si se protesta; al fin y al cabo el régimen socialista siempre ha mimado' a la juventud, aunque sea para controlarla.
Hasta en la URSS se advierten síntomas de agitación. El presidente de las Juventudes Comunistas (Konsommoles) fue destituido por “sectario” y hay una lucha de tendencias por la sucesión. En las universidades, especialmente en las tecnológicas, se discute furiosamente el papel del intelectual en este momento. Nada bueno para la cúpula puede salir de esos debates.
Los estudiantes socialistas, cuyos países han superado el estado de necesidad, se interrogan ahora por otras cuestiones. El mundo del futuro, que les prometía el socialismo, no es más que una antigüedad de fin de siglo, no da cuenta de lo que quieren alcanzar los jóvenes. Por eso quizá sea en los países socialistas de Europa donde los estudiantes jueguen un papel más destacado en el futuro. Están muy cerca del aparato del poder como para no hacerlo. Aunque reiteradamente sean reprimidos.

Inventores de pólvora
Solamente en Latinoamérica existe tradición universitaria de lucha agitativa contra los gobiernos de sus países. Todo comenzó en la argentina ciudad de Córdoba cuando, en 1918, los estudiantes rompieron las estatuas más feas de la ciudad, se unieron a los obreros en huelga y dieron a conocer un manifiesto donde podía leerse: “Volteamos lo anacrónico para poder levantar siquiera el corazón sobre esas ruinas”. Era el comienzo de la “Reforma Universitaria”, que conmovió a América latina, aunque luego se canalizó por sendas de liberalismo muchas veces antipopular.
Pero los problemas son distintos en tierras subdesarrolladas.
“Los estudiantes serán los hombres del mañana, pero nosotros somos los hombres de hoy”, declaró en 1965 el ministro brasileño de Educación. Y así es: la juventud dorada que presionaba por mejorar el sistema de gobierno o por derribar dictadores baratos en la década del 40 hoy se ha escindido. La mayoría cree en los ideales de la sociedad de consumo (la misma que los jóvenes europeos rechazan, desde luego, pueden rechazarla porque ya la tienen). La minoría se ha hecho “revolucionaria, castrista”, quiere tomar el poder y —a diferencia de los estudiantes europeos— tiene planes: las peleas de los estudiantes brasileños contra el gobierno podrán parecer muy espontáneas, pero detrás de cada manifestación hay una organización —política, de izquierda— que agita sus consignas. Muchos líderes estudiantiles latinoamericanos pasan de la universidad a los comandos políticos, cuando no a la guerrilla, como en Venezuela o Guatemala. En lugares donde la educación está más racionalmente organizada —Argentina, Brasil, Uruguay—, muchos egresados valiosos emigran por falta de trabajo. La falta de ideal nacional aglutinante, las barreras a la realización personal, engendran rebeldía o éxodo.

Violencia, diálogo
Sin embargo, no es estrictamente cierto que los estudiantes sean violentos, siempre violentos. Cohn-Bendit encabezó, durante los tumultos de París, una manifestación de 500.000 personas llevando de la mano a su hermanita de 9 años. La sangre corre —por lo general— cuando hay represión.
La violencia policial es ahora técnica, eficaz, aparatosa, cinematográfica. Pero menos cruenta. La represión es “personal” y eso explica los escudos y los bastones usados por ambos bandos; las peleas que duran horas (como en Japón); la tolerancia (en los Estados Unidos) para la invasión por los universitarios de los “campus”.
El subdesarrollo también en esto tiene desventajas: la policía uruguaya trata de contener manifestaciones de estudiantes con perdigonadas de escopeta, lo que ya ha causado víctimas. Imita a los norteamericanos, salvo que éstos —diferencia sustancial, tecnológica— cargan sus armas con perdigones de goma, que paralizan pero no matan.
En cuanto a la “paz mexicana”, precariamente impuesta a cañonazos, tiene matices escalofriantes. Los estudiantes fueron minuciosamente cazados por tiradores provistos de armas largas.
Lo que no se advierte es una perspectiva de diálogo. Los gobiernos que encaran tratativas bajo la presión del temor son desairados o ridiculizados.
Tampoco sirve, en apariencia, hacer una universidad mejor. Las revueltas de Francia surgieron desde los claustros de Nanterre, el modelo tecnócrático más avanzado y dedicado además, casi exclusivamente, a las hijos de la alta burguesía parisiense. La ansiedad que mueve a los jóvenes no se origina en la falta de aulas o laboratorios, sino en que el proyecto de vida que les ofrece su sociedad les parece horrible o mentiroso. La mayoría de los ideales de Occidente se ha derrumbado en una comunidad competitiva y cruel, que llega a desembocar en las selvas de Vietnam; los países comunistas tampoco seducen como "modelo” a sus propios jóvenes, como pueden atestiguarlo los estudiantes de Praga. Los únicos jóvenes que parecen respetar a sus líderes son los de Israel, Egipto, Cuba o China. Esos países tienen —justos o no— proyectos muy claros y polarizadores como naciones. Israel quiere salvar su condición de país, los chinos insisten en edificar un socialismo completamente nuevo. El que se queda al margen es un exiliado, incapaz de arrastrar multitudes.
Las protestas estudiantiles seguirán. Y forman parte del mundo del momento.
Existe una “clase estudiantil”, como opina Marcuse, y es una clase privilegiada, terriblemente inteligente y audaz. El que no trabaja puede dedicar su tiempo a derrumbar los fundamentos de una sociedad que lo obligará a trabajar en condiciones, a su juicio, “idiotas y repugnantes’’. Esto hacen hoy todos los alumnos, todos los jóvenes rebeldes. Las concesiones pedagógicas y las maniobras políticas no dan resultado; los estudiantes no son solamente “chicos que han crecido”, como creen algunos. En varios países —Brasil, México, España—, las aulas son la expresión más temible de la oposición política y no será fácil disuadir a sus jefes.
Si se da legalidad (al menos en Occidente) a los partidos políticos y a los sindicatos, como expresiones disonantes, ¿por qué negarla a los estudiantes? Su presencia reconocida, en el panorama cívico y de las decisiones, traería una ráfaga fresca al clima político y, además, los obligaría a definir sus fines y sus medios de un modo organizado. Ese es el principio para la aceptación de que el sistema es reformable, sin que sea necesario “tirar a la basura hasta el último de sus cimientos”.
revista Panorama
29/10/1968

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