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POLEMICA SOBRE LA VIDA EXTRATERRESTRE
El conocimiento del más allá ha ejercido desde siempre un poderoso atractivo para los seres humanos. Una problemática que se centra fundamentalmente en la posible existencia de alguna forma de vida en los vastos espacios interestelares

"En la escala de lo cósmico, sólo lo fantástico tiene posibilidades de ser verdadero." Una lúcida observación de Teilhard de Chardin que, de algún modo, traduce las alucinantes expectativas que alientan los terráqueos en torno al vasto y misterioso universo exterior. Expectativas que, aunque no son patrimonio exclusivo de los tiempos modernos, han alcanzado un inusitado vigor a lo largo de las dos últimas décadas. Es que el acelerado avance de la tecnología y el consecuente crecimiento de las exploraciones espaciales han obrado como un poderoso estímulo para la ávida imaginación humana. En efecto, los primeros escarceos del hombre en el cosmos inauguraron un campo de investigaciones sencillamente apasionante: un terreno en el que a menudo se entrecruzan los estudios de los técnicos y las fantasías alimentadas por los autores de ciencia-ficción.
Sucede que los interrogantes surgidos desde entonces no encuentran respuestas adecuadas dentro de las presuntas dimensiones de lo real y alientan las más extrañas y audaces conjeturas. Muchas son todavía las cuestiones que resta dilucidar, pero hay una que preocupa especialmente a científicos y legos: la posible existencia de seres vivientes más allá de la corteza terrestre. A través de éste informe, SIETE DIAS se propone reseñar el estado actual de las investigaciones en tal sentido y evalúar las contradictorias hipótesis que avalan tanto la existencia como la inexistencia de vida extraterrena.

LAS SEÑALES DE LOS HOMBRECITOS VERDES
Uno de los argumentos básicos esgrimidos por quienes sustentan la tesis “vidista” —es decir, por quienes creen firmemente en la existencia de vida en el cosmos— lo constituye la recepción de mensajes, presuntamente inteligentes, provenientes de diferentes lugares del Universo. Se trata de señales rítmicas de radio, originadas en remotos planetas de igualmente remotas estrellas, que semejan las pulsaciones de alguna entidad viviente: un fenómeno cuya detección es fruto del perfeccionamiento de la radiotelescopio y que en la actualidad se ha trasformado en un hecho corriente. Los astrónomos del observatorio de Cambridge —los primeros que grabaron las inquietantes señales— parecieron algo turbados por el extraño descubrimiento y optaron por salir del paso apelando al tradicional sentido del humor británico: designaron las señales con la sigla LGM —Little Green Men (hombrecitos verdes)—, una terminología utilizada en Inglaterra para aludir a los imaginarios habitantes de Marte.
Sin embargo, en 1967, todas las fantasías urdidas en torno al misterioso suceso debieron resignar posiciones ante la explicación científica del hecho: las señales de radiación energética detectadas provenían de fenómenos puramente naturales; focos todavía no identificados, ubicados en el espacio interestelar, que emiten pulsaciones con una intermitencia que oscila entre un cuarto de segundo y dos segundos. Ya se han descubierto más de 30 de estos focos, a los que se ha bautizado con el nombre genérico de pulsares. Un elemento decisivo para aquellos que postulan la existencia de vida extraterrestre: sostienen que esta clase de señales repetidas regularmente son las que deberían alertar a los humanos acerca de la posibilidad de que no estén solos en el Universo. Es que, según entienden los “vidistas", el ritmo entrecortado de las señales implicaría necesariamente la manifestación de un código. En tal caso, sólo sería cuestión de descifrarlo adecuadamente.
Claro que tal hipótesis, más que una verdad científica parece una expresión de deseos y resulta un fácil blanco para las críticas de los detractores. Un ejemplo práctico basta para demostrar lo endeble de semejante conjetura. Si se suministra a una computadora la grabación de los balbuceos de un bebé y se le asegura que existe un código oculto, la máquina efectuará alguna traducción. Cualquiera sea esa traducción, será necesariamente falsa ya que también es falsa la hipótesis del código oculto. Por su parte, la física ofrece otras explicaciones mejores para las misteriosas señales rítmicas. En el Universo, por ejemplo, hay gran cantidad de estrellas gemelas que giran en torno a un centro de gravedad común: cuando una de ellas eclipsa a la otra, la señal recibida en la Tierra se debilita; cuando ambas están "visibles" para las antenas de radio, la señal es más fuerte. De ahí la intermitencia de los pulsos que podría hacer pensar en la existencia de un código.

LA OPTICA TERRICOLA
Si bien es cierto que resulta difícil probar fehacientemente la internacionalidad de las señales recibidas, tampoco existen evidencias contundentes que demuestren lo contrario. Fue precisamente la dilucidación de tales cuestiones lo que movió a los más importantes científicos del mundo a reunirse en la
primera Conferencia sobre Comunicaciones con Inteligencias Extraterrestres (CETI), realizada en septiembre del año pasado en la Armenia soviética. Convocado por el Observatorio Astrofísico de Byurakan, el encuentro núcleo en torno a la misma mesa a los más destacados radiastrónomos, físicos y biólogos del planeta. Una idea de la importancia del evento la ofrece la presencia del premio Nobel Francis Crick, el biólogo que reveló la forma y estructura del DNA (ácido desoxirribonucleico), la sustancia esencial de la vida.
Pese al secreto que rodeó las deliberaciones, el resumen de las conclusiones del histórico encuentro fue proporcionado por el director del observatorio, Víctor Ambartsumyan: “Girando en torno a los miles de millones de estrellas de nuestra galaxia —expresó el científico ruso— realmente debe haber muchos planetas, incluyendo algunos con condiciones favorables para el desarrollo de la vida y, en algunos casos, con civilizaciones avanzadas”. En este caso, el aval para las tesis "vidistas" estaría dado por la estadística. Partiendo de la base de que hay una probabilidad de vida medible en cualquier planeta, no hay más que calcular cuántos planetas existen en el Universo para saber cuántos tienen vida. Si se determina, por ejemplo, que la probabilidad de vida es de 1 en 20 millones, se puede inferir que de cada 20 millones de planetas uno tiene vida. Siguiendo el mismo razonamiento, se puede concluir en que, si existen 20 mil millones (se trata de una cifra tomada al azar) de planetas en el Universo, debe haber mil con seres vivientes.
La falla de esta teoría está dada por las dificultades que entraña calcular esa probabilidad de vida. Una cosa es determinar que para que haya vida hace falta oxígeno y otra muy diferente inferir que un planeta con oxígeno probablemente albergue vida. El error, bastante difundido, proviene de la imposibilidad de despojarse de una óptica estrictamente terrestre que condiciona todas las apreciaciones del mundo exterior. Es que resulta verdaderamente difícil a la mente humana imaginar —por ejemplo— la posibilidad de vida sin oxígeno. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, si bien este elemento resulta indispensable en la actual etapa de la vida terrestre, pudo no haber sido así en los primeros tiempos del planeta o en otras galaxias. Inclusive en la Tierra existen las llamadas bacterias anaerobias que pueden vivir sin oxígeno. Pero el punto más débil de la hipótesis estadística lo constituye el excesivo entusiasmo que lleva a pensar que puede haber vida aquí y ahora, en Marte o Venus, por ejemplo. Estadísticamente, sería menos aventurado suponer que la vida existió o habrá de existir en algún momento de la historia del Universo en quién sabe qué remoto planeta.
La pregunta que surge, entonces, es por dónde comenzar la búsqueda. Aunque, según se calcula, las naves espaciales explorarán, para fines de siglo, hasta los límites del sistema
solar, las posibilidades de encontrar formas de vida desarrolladas a corto plazo se diluyen rápidamente. Porque no hay que olvidar que el Sol es sólo una entre los miles de millones de estrellas que vagan por el cosmos y que, más allá de donde los telescopios pueden penetrar, existen millones de galaxias diferentes: hasta el momento, un obstáculo insalvable para arribar a conclusiones ciertas. Basta pensar, para tener una idea cabal de la dificultad, que la estrella 61 Cygni, una de las más próximas al Sol, se encuentra a 11,1 años-luz de distancia (un año-luz es la distancia que la luz recorre en un año, alrededor de 9.280.000 millones de kilómetros): para explorarla, una nave espacial debería desarrollar una velocidad promedio de 36.000.000 kilómetros por hora para alcanzarla después de 400 años.

LOS MARCIANOS NO EXISTEN
Pese a tan serios obstáculos, un cierto prurito de modestia obliga a los terrícolas a pensar que no son los únicos seres vivientes del Universo. Una idea para nada novedosa que encuentra destacados antecedentes en el pasado. A comienzos de siglo, por ejemplo, el científico norteamericano Percival Lowell supuso que Marte era un planeta agonizante cuyos habitantes, en un intento desesperado por sobrevivir, habían construido numerosos canales para irrigar los desiertos. Las visitas espaciales posteriores demostraron que Marte no era más que una árida extensión de cráteres desprovista de canales o cualquier otra señal de que haya estado habitado alguna vez.
En 1918 el premio Nobel sueco Svante Arrhenius dedujo que Venus se encontraba en un estado más temprano de evolución que la Tierra y podría estar cubierto de vaporosas selvas, con una humedad tres veces mayor a la habitual en la región del Congo. Una audaz hipótesis que las naves espaciales soviéticas se encargaron en los últimos años de refutar: aterrizando con paracaídas a través de una espesa capa de anhídrido carbónico, demostraron que la superficie de Venus era excesivamente caliente como para albergar esperanzas de encontrar alguna forma de vida: entre 450 y 500 grados centígrados, una temperatura superior a la que requiere el plomo para fundirse.
De la misma manera, las exploraciones cósmicas han ido paulatinamente descartando conjeturas igualmente arriesgadas. Pero lo cierto es que no existen todavía pruebas contundentes como para negar o afirmar la posibilidad de vida extraterrestre. Una circunstancia que no obsta para que los humanos se lancen a delirantes fantasías acerca de cómo serán sus presuntos vecinos espaciales.
La tarea no es sencilla: los puntos de contacto entre un terráqueo y un habitante de otro planeta podrían guardar la misma relación que los de un ser humano con un mosquito. Sin embargo, puede suponerse que inteligencias originadas en eras similares pueden haber evolucionado de acuerdo a características comunes: los ojos a la mayor altura posible, miembros que posibiliten fáciles movimientos y manos u otros apéndices, para manipulear objetos. Pero también es cierto que a entornos diferentes corresponderían tipos diferentes que no serían en absoluto réplicas de los humanos. Un terreno más que propicio para la ciencia-ficción: no cuesta mucho imaginar extraños seres con curiosas antenas en la cabeza (si es que las poseen), con ojos adecuados para ver en infrarrojo, temibles monstruos gigantescos o diminutos enanos. Incluso la lógica puede aportar algunos elementos a la discutida cuestión: criaturas desarrolladas en planetas más grandes que la Tierra, sujetos a una mayor fuerza de gravedad, tendrían el esqueleto más robusto y, posiblemente, una mayor superficie de apoyo en el suelo. Aquellos que crecieron en zonas de elevadas presiones atmosféricas tendrían cuerpos más vigorosos y quizás estarían dotados de extravagantes caparazones. Carl Sagan, un prestigioso profesor de Astronomía en la norteamericana Universidad de Cornell, sugirió para planetas como Júpiter hipotéticos hombres-globos flotantes que se alimentarían de la misma forma en que lo hacen las ballenas.
El mismo Sagan aventura en su libro 'Vida inteligente en el Universo' que la cantidad de civilizaciones que aventajan sustancialmente a la humana oscilaría entre 500 mil y un millón. Para estas civilizaciones, los trasplantes de corazón serian un juego de niños, los medios telepáticos de comunicación estarían altamente desarrollados e, inclusive, la tortuosa tarea del aprendizaje habría sido superada mediante la conexión de células cerebrales a bancos de conocimientos especializados.
Pero lo que resulta verdaderamente aterrador es que, aun cuando las presunciones de Sagan se confirmen, la comunicación con tales civilizaciones constituye una utopía inalcanzable: una señal proveniente de una estrella ubicada a 10 mil años luz es detectada en la Tierra 10 mil años después de emitida. Vale decir que, partiendo de la base de que no existe una velocidad superior a la de la luz —un postulado inflexible de la teoría de la relatividad—, si la Tierra enviara una pregunta cualquiera hacia tan remoto planeta, habría que esperar 20 mil años para obtener respuesta. Una circunstancia sencillamente desalentadora que hace dudar acerca de la utilidad de semejante comunicación. Las posibles soluciones pertenecen, en este caso, al campo de la ciencia-ficción: si se produjera una explosión dentro del sistema solar que hiciera imposible la vida en la Tierra, los humanos podrían embarcarse en naves espaciales diseñadas para ser habitadas durante miles de años, hasta encontrar, eventualmente, la hospitalidad de los seres de algún planeta distante.

DE AQUI A LA ETERNIDAD
Pese a todo, los científicos consideran que vale la pena intentarlo: para ello, los soviéticos están construyendo en la región caucásica un radiotelescopio de 600 metros de diámetro que les permitirá mantener "comunicaciones" con estrellas y nebulosas muy lejanas. Por su parte, los norteamericanos están en este momento perfeccionando el radiotelescopio de Arecibo, en Puerto Rico, que les permitirá captar señales de estrellas ubicadas a más de 10 mil años luz.
Pero, sin duda, el intento más singular en el afán de comunicarse con seres extraterrestres lo constituye la misión norteamericana Pioneer 10, la sonda cósmica que fue lanzada al espacio el 3 de marzo pasado. A una velocidad de 33 mil kilómetros horarios, la sonda alcanzará Júpiter el 3 de diciembre del año próximo: pasará a 140 mil kilómetros del lejano planeta y enviará información a la Tierra. Mil setecientos millones de años después alcanzará la estrella Aldebarán y quizás sea encontrada por los habitantes de alguna galaxia desconocida. En tal caso, los que la recojan se verán sorprendidos por la presencia de una extraña plaqueta dorada que contiene un mensaje de buena voluntad ideado por los científicos estadounidenses: en efecto, ubicada en los soportes de las antenas, la plaqueta de 15 por 23 centímetros, construida en aluminio anodizado con oro, ostenta unos confusos jeroglíficos que, según entienden los especialistas, pueden ser fácilmente descifrados por una civilización que haya alcanzado el grado de desarrollo de la terráquea.
A la derecha del dibujo (ver foto), dos figuras humanas pretenden dar una idea, a los posibles descubridores, de la anatomía de los terrícolas. En señal de paz, el hombre tiene su brazo derecho levantado, un símbolo de dudosa interpretación que vale más por la intención que por los efectos. A la derecha de la figura femenina se encuentra el símbolo binario correspondiente al número ocho. La utilización adecuada de este dato permitiría a los seres extraterrestres determinar la altura de la mujer, un hecho que puede ser verificado mediante la comparación con la altura de la nave espacial. En la parte inferior del dibujo está representado el sistema solar, con la indicación precisa del punto de partida de la nave, algo que permitiría a los presuntos científicos extraespaciales determinar con certeza cuándo fue lanzada la sonda. Hacia la zona central se advierte una figura que semeja una estrella en explosión: las líneas especifican pulsares, conocidos por su frecuencia que se expresa también en sistema binario. Una de esas líneas se prolonga más allá de los seres humanos: es la que indica la distancia que media entre el Sol y el centro de la galaxia. En la parte superior, la representación corresponde a un átomo de hidrógeno mientras sufre un cambio de energía, una circunstancia que se pone en evidencia por las diferentes orientaciones de los electrones orbitando en círculos.
En síntesis, un encomiable esfuerzo que, de ser encontrada alguna vez la plaqueta, causará más de un dolor de cabeza a los científicos extraterrestres. Claro que si el mensaje es descifrado, probablemente de aquí a millones de años, los terrícolas reciban como respuesta una plaqueta similar, y, es de esperar, un poco menos abstrusa.
Revista Siete Días Ilustrados
24.04.1972
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