Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

hippies

UN FENOMENO SOCIAL
EL MUNDO LOCO DE LOS HIPPIES
300.000 jóvenes en Estados Unidos inician una revolución frenética que se mueve entre la alucinación y el humor; salen de la clase media, rompen todos los esquemas y están contagiando a otras partes del mundo

Después de pasearse descalzos frente a la Casa Blanca, optaron por retirarse, no sin antes prometer que allí estarían nuevamente el 4 de julio para el smoke-in en demanda de la legalización de la marihuana. El grupo de Nueva York reunía, entre tanto, doce mil dólares para pagar las fianzas de los camaradas en desgracia, en Dallas convergieron sobre el Stone Place Mall en señal de protesta por la disposición que prohíbe las reuniones en ese sitio. Pero los 300.000 “hippies”, envueltos en sarapes mexicanos, cargados con sus panderetas, sus guitarras, sus agujas hipodérmias, y diseminados a lo largo del territorio de los Estados Unidos, han dejado de ser “Una advertencia grave para el american way of life” —según teorizó Arnold Toynbee — y persiguiendo “la senda del haschich” han rebasado las fronteras para exhibir sus palideces y bonhomías en Londres, Nueva Delhi, París o Katmandú.
Sin embargo, es todavía Haight-Ashbury (juego de palabras formado con la primera sílaba de haschich y el sufijo sajón “bury”, ciudad), un barrio de San Francisco que abarca no más de diez manzanas, el cuartel general del inquietante mundo “hippie”. Allí, enroscados en los umbrales, deleitándose con cigarrillos de marihuana, acompañando la música del infaltable tocadiscos a moneda con el tañido de latas de cerveza, anunciando su paso con cascabeles indios de cobre, hablando infatigablemente, con cualquiera, esperan su turno para el ansiado “encuentro existencial”. Desde el drugstore, donde pueden comer un hamburguer o un minestrón por 75c de dólar, los turistas vigilan la llegada de los recién iniciados, de los “refugiados” del mundo circundante, fácilmente identificares por sus valijas, sus bolsas de dormir, su ropa “mod” y sus anchos sombreros “australianos” de ala blanda. Son los principales consumidores de los afiches psicodélicos o
pornográficos. También son identificares los fumaderos , de marihuana del “Ashbury”, con persianas imitando el arco iris y los frentes de colores estridentes. Los veinticinco agentes de policía secreta que circulan por el barrio i perseveran en la búsqueda de las fuentes de droga, tan graciosamente escamoteadas, que todavía no han podido dar con ninguna. Lo más alarmante, para algunos observadores, es la forma en que este fenómeno ha invadido la zona “normal” de la sociedad. El dialecto “hippie” ha penetrado ya el uso común y el humor de los norteamericanos. Las tiendas y los negocios han florecido con colores y decoraciones absoluta mente “hippie” y los diseños psicodélicos (palabra lanzada a la fama también por los “hippies”) se mezclan plácidamente con el art-nouveau, según el gusto más ortodoxa mente “hippie”. Los negocios de collares y adornos “hippies” venden el noventa por ciento de sus productos a turistas. Las discotheques más famosas pasan música “hippie” infatigablemente.

Los nuevos ángeles
Cualquiera sea su significado y sean las que sean las metas propuestas, los “hippies” han emergido en el escenario norteamericano hace menos de dos años, constituyendo una nueva subcultura, una mutación exuberante de la mentalidad de clase media de donde surgieron. Con lo riesgoso y casi descabellado que es establecer “normalidades” acerca de los “hippies”, se puede arriesgar que por lo general son blancos, de clase media, jóvenes y su edad oscila entre los 15 y los 25 aunque de vez en cuando aparece un “elefante blanco” de 50 años. Predican el altruismo, el misticismo, la honestidad, el placer y la no-violencia, exhiben fascinaciones casi infantiles por los collares de cuentas, las flores y los cascabeles, los slogans eróticos, las vestimentas estrafalarias, la música ensordecedora. Su confesado objetivo es transformar la sociedad occidental “a fuerza de flores” y con la autoridad del ejemplo. Si existiera algo así como un código “hippie”, estos serían los tres pilares de su sabiduría:

Que cada cual haga lo que le parece, cada vez que le parezca y donde le parezca;
Que cada cual se desembarace de la sociedad abandonándola totalmente;
Sacúdale la cabeza a todos los normales que tenga cerca. Trate de comunicarlos si no con las drogas, al menos con la belleza, el amor, la honestidad.

“Lo más común es sentir una repulsión física contra esa moral totalmente equivocada”, gorjeó un “hippie” de San Francisco y sus rebeliones señalan para el doctor Martin E. Marty, profesor de teología de la Universidad de Chicago, no la existencia de una nueva camada de “creadores inadaptados” sino la de una especie de horda de cruzados que atacan los valores de una sociedad convencional allí donde son más débiles. En cierto sentido el mundo de los “hippies” es un mundo de hadas, un Shangri-la á go go que combina la resignación asiática con el optimismo norteamericano en un mundo donde nadie envejecerá jamás. Para el “hippie” el ego de la clase media es la funda que encierra a la gente normal impidiéndole ser feliz; debe ser arrasado antes que la felicidad misma sea intentada. Poco tiempo atrás un “hippie” de la costa este organizó el funeral de su propio ego, después de lo cual sentenció lánguidamente: “Es necesario seguir el curso de la corriente que mana dentro de cada uno hasta su fuente y después descender plácidamente por ella”.

Camino a la liberación
La añoranza de la vida arcádica que alienta a los fieles del culto “hippie”, esas fugas de la realidad en las que los sentidos se distorsionan, las percepciones se exacerban y la imaginación se sume en la contemplación de irrealidades variadamente teleológicas alcanzadas por la vía de los psicodélicos (drogas que producen sensaciones placenteras, tranquilidad mental, percepciones placenteras) presagian el inminente entronamiento, en el mundo occidental, de una nueva filosofía: la de los alucinógenos. Hace apenas unos años psicólogos y sociólogos descartaban a los “hippies” de sus catálogos de plagas, el uso de drogas que alteran las funciones mentales era para Stanley Yolles, director del Instituto Nacional para la Salud Mental, una moda tan inocente “como tragar pescados de colores”, pero la tranquilidad del doctor Yolles tal vez se haya alterado con el paso de los meses por la proliferación de los miles de “viajeros” que agravan los problemas de alojamiento e higiene en más de un área urbana y las furibundas declaraciones del director de Salud Pública de San Francisco. El doctor Ellis D. (L. S. D) Sox afirmó que un grupo de 10.000 “hippies” irredentos de San Francisco le están costando al municipio 35.000 dólares mensuales en curas de desintoxicación y advirtió que la migración estival arrastra con ella una epidemia de hepatitis por virus provocada por el uso colectivo de agujas hipo-dérmicas para inyectar anfetaminas (aminas despertadoras o psicotónicas, que tienen acción estimulante que afectan la corteza cerebral y productoras de euforia, locuacidad y aumento de la actividad motora), aumento de las enfermedades venéreas — seis veces más que el índice de 1964— y otras enfermedades que van del tifus a la subalimentación. Por su lado, tres estudiantes de la Universidad de California del Sur entrevistaron a dieciocho usuarios de ácido lisérgico (alucinógeno que produce alteraciones semejantes a las de la psicosis) por un período de cuatro meses y descubrieron que la principal cualidad común a todos ellos es la de una infancia poco feliz.
La mayoría de los “ácidos” eran jóvenes solitarios, perdedores natos. Los “ácidos” “hippies”, introspectivo místicos y austeros usan la droga como una forma de eucaristía y buscan a Dios en sus alucinaciones.
En California los “hijos de las flores” han descubierto le forma de evadirse de las “complicaciones motivacionales”, de las modernas técnicas de venta y consumo, para dedicarse a vivir de lo elemental. No pudiendo alcanzar la conciliación con los valores establecidos y las contradicciones implícitas de la sociedad occidental se convierten en emigrados interiores que buscan la liberación individual a través de medios tan diversos como el uso de drogas la exclusión total de la vida económica y la búsqueda de la identidad individual. “Quieren ser reconocidos como individuos, aunque los individuos juegan un papel menor en nuestra sociedad, lo que es una empresa formidable y prohibitiva”, confesó el senador Robert Kennedy, “el mejor de los peores” para los “hippies”. Constituyen la secuela, explica Martin Marty, del agotamiento de una sociedad exitista, productivista, facilista y compulsiva en su modo de pensar.
Por contraste con los rebeldes de otras épocas, desde los Wobblies de la Primera Guerra Mundial, a la Nueva Izquierda de comienzos de esta década y sin olvidar a la publicitada Beat Generation, los “hippies” no parecen demasiado interesados por ahora en tomar el control de la maquinaria social y dirigirla hacia nuevos objetivos. “Que cada cual haga lo suyo”, dicen y jamás se preocupan por lo que puedan pensar o hacer los demás. Este aspecto de la filosofía “hippie” muestra cómo, en el fondo, se trata de una resurrección de la misma ética protestante que se proponen destruir. Claro que siempre es cosquilleante la pregunta: ¿cómo será una sociedad que se rija por esa ética pero se libere de la estructura compulsiva y autoritaria que la sociedad industrializada del siglo pasado creó? Un prófugo del mundo “hippie” comentó con melancolía: “Puede ser que a pesar de sus propios slogans, los ‘hippies’ no hayan desertado en absoluto de la sociedad norteamericana sino mas bien contribuido a hacerla pensar.

Panorama
09/1967
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