Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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¡TODO a PODER A HITLER! Hace exactamente treinta y seis años -el 30 de enero de 1933-, Adolfo Hitler llegaba al poder al ser ungido Canciller del Reich por el octogenario jefe de Estado, Mariscal de Campo Paul von Hindenburg. Fue una ceremonia entre bambalinas, sin esas oleadas de multitudes que tanto alimentaron la ambición del Führer nazi. Esta es la primera entrega de una serie de tres notas Ocurrió hace exactamente treinta y seis años, el 30 de enero de 1933, y no se pareció a la gigantesca oleada de multitudes en delirio con que Adolfo Hitler soñaba para su ascenso al poder. Era una mañana invernal, desagradable y triste. El Führer nazi aún no calzaba las altas botas y el impresionante uniforme que lució mientras fue dueño de Alemania: llevaba un desgarbado traje de civil debajo de su eterno sobretodo de gabardina, ceñido con un cinturón; su mano izquierda estrujaba un aburrido chambergo color gris. Entró casi subrepticiamente a casa de Franz von Papen, donde éste lo aguardaba con otros miembros de la vieja pandilla que Hitler tanto despreciaba, los ultraconservadores tradicionales. Hubo un último y áspero regateo que coronaba una serie de entrevistas secretas y de maniobras entre bambalinas. Finalmente, el Führer aceptó convertirse en Canciller (equivalente a primer ministro) con von Papen como vicecanciller y un gabinete en el que la derecha clásica se había reservado la parte del león, entregando sólo tres cargos ministeriales a los nazis, pese a que constituían el partido mayoritario. Así terminaba la tormenta de rumores que había agitado el fin de semana: se anunciaba un golpe de estado militar que instaurara la dictadura del ejército; se pronosticaba un inminente putsch nazi; se temía una huelga general que paralizara Berlín. Pero nada de lo previsto ocurrió: legalmente y sin alharacas Hitler llegaba al poder. Los que estaban en casa de von Papen atravesaron el jardín que comunicaba con la Cancillería; ahí aguardaba el jefe del Estado, el octogenario mariscal de campo Paul von Hindenburg. El senil presidente, quien cuatro días antes había dicho con arrogancia: “No quiero saber nada con Hitler; ese cabo austríaco sólo serviría como Ministro de Correos”, ahora estaba dispuesto a tomarle juramento como Canciller del Reich. La ceremonia fue parca. A mediodía, las escuadras nazis que se aglomeraban frente a la Cancillería vieron salir por la puerta delantera al Führer, radiante. Por la tarde, un colosal desfile con antorchas puso el broche de grandiosidad que había faltado en toda la jornada. Esa noche, uno de los incondicionales de Hitler, Paul Joseph Goebbels, más tarde Ministro de la Propaganda, escribía en su diario que el nombramiento del Führer era como “un cuento de hadas” después de catorce años de lucha por llegar al poder. Pero, la historia de Hitler no comenzaba con sus primeros pasos en la política. Su personalidad se había forjado mucho antes; tal vez sea necesario remontarse a su infancia. Las fotos que muestran a un bebé carirredondo y con rizos negros, si se las mira con detenimiento, asombran por la extraña fijeza de los ojos muy abiertos, esos ojos que treinta y cinco años más tarde hipnotizarían a Goebbels —como a tantos otros— y lo sumirían en un estado de entrega casi femenina. Hitler nació el 20 de abril de 1889, en la ciudad austríaca de Braunau, sobre el río Inn, y nació con suerte. No por la predestinación que implicaba haber nacido en la frontera de Austria con Alemania, “con el designio de poder reunir a los germanos en una sola gran patria”, como el Führer diría mucho más tarde. Su suerte fue menos mítica y más prosaica. Su padre Alois, hasta los treinta y nueve años, llevó el nombre materno, Schicklgruber; a esa edad adulta, fue reconocido por su presunto progenitor, Johann Georg Hiedler. Alois adoptó entonces una de las variantes de su apellido, que oscilaba entre Hiedler, Huetler, Huettler y Hitler; eligió la última, más rotunda y sonora, para bien de su vástago Adolfo. Con sutileza, el historiador William L. Shirer hace notar qué poco convincente y wagneriano habría resultado oír gritar a las multitudes: “¡Heil Schicklgruber!” EL PEQUEÑO DICTADOR De su infancia hay que destacar un rasgo caracterológico que se agudizó más tarde con el ejercicio del poder: su ávida voluntad de imponerse como jefe de los otros niños del colegio y doblegarlos a su capricho, así como sus terribles crisis de furor cuando alguno de sus compañeros se atrevía a desafiarlo. En calidad de estudiante sólo cosechó fracasos: frente a la enseñanza de entonces, memorista, rutinaria y autoritaria, respondió con permanente indisciplina, arrogancia y malhumorada indolencia. Uno solo de sus profesores le mereció admiración: el doctor Leopold Pötsch, fanático pangermanista que dictaba historia. Su único amigo de infancia y adolescencia, August Kubizek, recordó siempre los delirantes discursos del joven Hitler, quien confusamente había descubierto en el pangermanismo una de las claves de su futura política. Hitler se limitaba a reflejar —con particularísima intensidad— un sentido común a todos los súbditos de estirpe alemana del Imperio que regía la dinastía Habsburgo. Durante siglos habían sido ellos los que dictaron la ley y retuvieron el mando en el vasto y abigarrado imperio, verdadero mosaico de etnias y lenguas distintas. En la segunda mitad del siglo XIX, la preeminencia alemana decayó bruscamente: los magyares lograron un status de igualdad, y el Imperio Habsburgo se tuvo que denominar Austro - Húngaro. Poco después, comenzó a despertar el sentir nacional en los pueblos eslavos, especialmente en los Checos; sus exigencias de equiparación en cuanto a oportunidades de estudio y de trabajo indignaron y asustaron a los alemanes aferrados a sus pequeños privilegios. El pangermanismo, el nacionalismo y el odio a los eslavos (considerados “pueblos inferiores”), puntos fundamentales en el credo político y vital de Adolfo Hitler, se nutrieron con los turbios resentimientos de los alemanes austríacos. En tal sentido sí fue “providencial” que el futuro Führer naciera en el caldo de cultivo de tantos prejuicios y enconos. No se puede dejar de advertir la influencia familiar en la psicología del joven Adolfo. El padre, mucho mayor que la débil y resignada madre, era un oscuro funcionario de las aduanas imperiales que, detrás de su fachada de respetabilidad, escondía una vida privada tormentosa y un carácter arbitrario y prepotente. Todos los hermanos de Adolfo murieron poco después de nacer o en la infancia, a excepción de Paula, menor que él. Así, en cierto modo, padre e hijo quedaron solos el uno frente al otro, como antagonistas. Alois Hitler no perdonaba el mal rendimiento escolar de Adolfo, y menos aún el desprecio que manifestaba por las tareas burocráticas como las de su progenitor. Este desprecio, extendido hacia cualquier tipo de trabajo regular y sistemático, perdurará en toda la vida del futuro Führer. Es muy posible que el joven haya decidido convertirse en artista pintor sólo como reacción contra la figura paterna, así como no fumaba, ni bebía, ni se permitía aventuras galantes con mujeres fáciles, para afirmar su radical diferencia con el sensual Alois Hitler. En sus vagabundeos por la ciudad de Linz, cercana al lugar donde habitaba su familia, divagaba acerca de los embellecimientos urbanos que realizaría: entonces jugaba con la idea de ser arquitecto. Lo cierto es que los cuadros y esquicios de Adolfo Hitler son inertes, fríos, a menudo torpes y defectuosos, y revelan su mediocridad para la plástica. Más tarde, desde el poder, perseguirá todas las formas modernas del arte, con saña similar a la de José Stalin, y apadrinará a los artistas más burdamente académicos. En 1903 murió Alois Hitler. Adolfo abandonó la escuela secundaria y durante dos años se dedicó a soñar grandezas y a discursear torrencialmente ante su amigo Kubizek. Descubrió las óperas de Wagner, que le conquistaron para siempre, sobre todo por su culto desenfrenado y pagano del héroe. De familia católica, cumplió con el ritual de la comunión y la confirmación a pedido de su madre. Pero ya entonces despreciaba la ética cristiana de fraternidad y compasión hacia el débil. Entre sus desordenadas y abundantes lecturas, sobresalía Nietzsche con su exaltación del superhombre y del poder sin límites de la voluntad. Es que se sentía llamado a ser uno de esos superhombres. Por fin se decidió a ir a Viena para ingresar en la Academia de Bellas Artes, pero fracasó en el examen. Entretanto ya había llegado 1907: su madre, enferma de cáncer, falleció sin volver a verlo. Adolfo asistió al funeral y retornó a Viena para intentar otra vez el ingreso a Bellas Artes. Volvió a ser reprobado. Las palabras de los examinadores que de buena fe lo orientaban hacia el estudio de la Arquitectura le sonaron a burla cruel, pues carecía del ciclo completo de estudios secundarios que requería el ingreso. Se llenó de perdurable y corrosivo encono contra los “doctores”. Ya en la cúspide del poder, seguía burlándose venenosamente de los señorones con título. ¡LOS JUDIOS, LOS JUDIOS!... De 1908 a 1912, Hitler pasó en la cosmopolita, brillante y lujuriosa Viena los peores años de su vida. Ni sus parientes ni su amigo Kubizek tuvieron noticias de lo que le ocurría: se había hundido en el submundo de la miseria. Pasó noches a la intemperie, durmió en apestosos asilos entre desocupados, borrachos y vagabundos, comió en las ollas populares. Se lo vio asquerosamente sucio, plagado de piojos, tiritando por falta de ropa de abrigo, hasta el punto de que un ropavejero, un judío húngaro llamado Neumann, se apiadó de él y le regaló un gastado sobretodo. A fines de 1909 conoció a un semi-mendigo, Reinhold Hanish, con quien se asoció: Hitler pintaba tarjetas postales con los monumentos más famosos de Viena, y Hanish se encargaba de venderlas. La Asociación duró un año, hasta que Hitler se creyó estafado por Hanish en la venta de una tarjeta postal y lo denunció a la policía. Luego siguió con el magro negocio por su propia cuenta. Pero trabajaba irregularmente: en cuanto reunía .un poco de dinero, se pasaba los días en los cafés comiendo masas y leyendo vorazmente los diarios. Aunque todavía guardaba intacta una fe ciega en que la fama y los honores le llegarían indefectiblemente en el campo del arte, se apasionaba cada día más por la política. A su repertorio de temas, que explayaba en explosiones oratorias durante las cuales chillaba, desorbitaba los ojos y golpeaba la mesa, se agregaron otros dos, fundamentales: el antimarxismo y el antisemitismo. En esos oscuros años pasados en Viena, Hitler plasmó toda su ideología. “En lo sucesivo —escribió en Mein Kampf (Mi Lucha), en 1924— agregué poco y no cambié nada”. El marxismo (que por su igualitarismo proletario negaba la fe de Hitler en la aristocracia natural y en el derecho del más fuerte, y que por su proyección internacional contradecía la ferocidad nacionalista del joven) se explicaba por ser obra de judíos. El capitalismo financiero y agiotista, según Hitler culpable de la abyecta pobreza de tantos trabajadores “auténticamente alemanes”, también había sido descubierto por los judíos. Se ha querido atribuir el virulento antisemitismo de Hitler a traumas familiares. Algunos afirman que Alois Schicklgruber, padre de Adolfo, fue hijo de un judío y no de Johann Georg Hiedler, quien lo legitimó tardíamente; otros sostienen que Klara Pöelzl, la madre del futuro Führer, fue doméstica de una familia judía que la humilló gravemente; por fin, hay versiones de que Hitler habría contraído una sífilis contagiada por una judía. No hay ninguna prueba de tales conjeturas; además, son innecesarias. El muchacho tan hambriento como arrogante, comido de piojos y de colosales ambiciones, encontraba en el odio mortal contra los judíos la compensación mágica de sus desdichas. Imitaba a muchísimos otros que también descargaban sus frustraciones en el antisemitismo. Había en ese entonces una abundantísima literatura panfletaria contra el semitismo, que alimentaba con prolijas argumentaciones y relatos el resentimiento general. En síntesis, el antisemitismo del joven Adolfo reflejaba el pánico de las clases medias y de los burgueses frente al ascenso de la minoría judía. El acelerado proceso de industrialización iba destruyendo los últimos restos del antiguo orden en el que cada uno tenía su puesto bien marcado y fijo en la jerarquía social; ya ni siquiera la diferencia de religión servía como barrera infranqueable contra los advenedizos. Para poner definitivamente “a cada uno en su sitio”, sólo quedaba un recurso: dividir a los hombres en razas superiores e inferiores. Con el sello innato de la raza, se simplificaba al máximo el problema de marginar una competencia peligrosa en los negocios, las profesiones y los puestos públicos, desde cartero a ministro. Esta motivación básica se enmascaró con una frondosa mitología seudo-científica. LA GUERRA Y LA PAZ En mayo de 1913 Hitler cruzó la frontera y se instaló en Munich, con la alegría de hallarse por fin en una ciudad auténticamente alemana. Poco después recibiría otra inmensa alegría que lo hizo llorar de dicha y de gratitud: la declaración de guerra de 1914. Se presentó como voluntario para luchar en el ejército del rey de Baviera (en ese entonces, Baviera formaba parte del imperio Alemán encabezado por el Kaiser Guillermo II). Hitler no quiso pelear en un batallón austríaco para no tener como compañeros a magyares, eslavos o judíos. Aunque se desempeñó siempre como estafeta, cargo poco brillante pero riesgoso, mostró coraje y disciplina. Fue herido en una pierna, y en cuanto se restableció volvió al frente de batalla con el grado de cabo. Recibió la Cruz de Hierro de Segunda Clase y luego la Cruz de Hierro de Primera Clase: se supone que la conquistó por haber capturado doce (o quince) soldados enemigos, no se sabe si ingleses o franceses. Poco antes del término de la contienda, durante un ataque aliado con gases, quedó temporariamente ciego. Se hallaba internado en el hospital de Pasewalk, en Pomerania, cuando le llegó la noticia de la capitulación de Alemania y Austria. Cayó sobre su lecho como fulminado, gritando: “¡Traición!”. Infinidad de alemanes quedaron tan convencidos como Hitler de que la capitulación era sinónimo de traición. Una intensa propaganda los había persuadido de que la victoria no sólo era segura sino inminente. Rusia, después de la revolución bolchevique había reconocido el triunfo germano con el tratado de Brest-Litovsk. Los aliados del frente oeste peleaban en territorio francés, y ni un solo soldado enemigo había hollado suelo alemán. Pero en agosto y septiembre de 1918 hubo un súbito vuelco: el alto comando germano se persuadió de que, con la llegada masiva y siempre creciente de tropas estadounidenses, el traslado de la lucha a territorio alemán y el posterior aniquilamiento de la orgullosa Reichswehr (las fuerzas armadas imperiales) eran sólo cuestión de tiempo. Claro que nunca se dijo una palabra de todo esto al crédulo y enfervorizado pueblo alemán. Es entonces lógico entender que muchísimos gritaran. “¡Traición!” al recibir de golpe la noticia de la abdicación de Guillermo II y su reemplazo por un régimen republicano encabezado por los social-demócratas. Nadie supo qué había sido del mariscal de campo Erich Ludendorff (segundo del mariscal de campo von Hindenburg, pero auténtico amo no sólo de la guerra sino de los asuntos interiores del Imperio) quien había solicitado a Berlín que se tramitase la capitulación. Nadie se enteró de que el Kaiser se decidió a abdicar sólo después que las Fuerzas Armadas le retiraran explícitamente la confianza. Nadie fue notificado tampoco de que el primer Presidente de la República, el socialdemócrata Friedrich Ebert, era partidario de una monarquía constitucional como la de Gran Bretaña; aceptó a regañadientes la salida republicana sólo cuando el general Wilhelm Groener, de buena fe, le aseguró que contaba con el apoyo de la Reichswehr. Mientras la mal nacida y mal querida República daba sus primeros pasos vacilantes, las Fuerzas Armadas salían indemnes de la catástrofe, con fama de ser “víctimas de una puñalada por la espalda” asestada por los políticos, y dispuestas a convertirse en un Estado dentro del Estado, conservando todos sus privilegios. Ei gobierno socialdemócrata era demasiado débil e irresoluto para impedirlo; tampoco se atrevió a renovar a fondo el sistema judicial que permaneció tal como era bajo el Imperio, y que no perdió ocasión de demostrar su hostilidad hacia los republicanos. El paraíso de la ultraderecha después de la guerra era Baviera, con su capital Munich, adonde se reintegró Hitler. No tuvo que engrosar la desesperada y turbulenta multitud de los ex combatientes desocupados. En el Ejército no sólo encontró apoyo, sino el primer envión en su carrera política: fue nombrado oficial instructor para la propaganda, con la misión de “inmunizar a los soldados contra el contagio de las ideas socialistas, pacifistas y democráticas”. Un día recibió el encargo de investigar, siempre por cuenta del Ejército, las actividades de un pequeño Partido de los Trabajadores Alemanes fundado por un cerrajero, Anton Drexler, populista y con dejos de socialismo, pero a la vez militarista y nacionalista ferviente. El 12 de septiembre de 1919, Hitler asistió por primera vez a una reunión de ese partido. Encontró a un ralo grupo de asistentes que bebían con ruido de sus jarros de piedra en una vulgar cervecería, mientras el comité directivo rendía cuentas y algunos pelafustanes hacían uso de la palabra. Hitler peroró frente a la pobre audiencia, y provocó entusiasmo: los seis miembros de la dirección lo invitaron a ingresar al partido. Hitler lo pensó bien y aceptó convertirse en el número 7 del comité directivo: intuía que le hacía falta un partido oscuro, magro y endeble para irlo modelando a voluntad desde el comienzo. EL ARTISTA DE LA PROPAGANDA El 24 de febrero de 1920, inspirándose en el nombre de una agrupación austríaca ultraderechista, trasformó el partido en Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes . También de los austríacos extremistas copió el saludo: “¡heil!” con el brazo en alto, que pretendía resucitar una antigua costumbre germana. En cuanto a la cruz gamada, milenaria, descubierta en China entre los mogoles, en la India y en Grecia, fue usada por el ejército alemán que luchó contra los bolcheviques en Finlandia y había sido adoptada ya por diversos grupos ultraderechistas. Hitler no descubrió nada, ni en ideas ni en simbología: su extraordinaria creatividad se demostró en la manera original e impactante con que supo usar esos símbolos y llevar esas ideas a la práctica. Los políticos responsables que condescendían en lanzar una mirada desdeñosa a Hitler lo llamaban “el agitador de las cervecerías”, porque era allí donde lanzaba sus diatribas contra el gobierno republicano de los “derrotistas”, que habían impedido la victoria del glorioso ejército alemán. Quienes se reían de Hitler, no advertían que en los mítines de cervecería iba puliendo sus recursos oratorios el más grande e inventivo de los demagogos de la historia, el primer propagandista de la era de las masas. Aunque aún le faltaban cuatro años para empezar a escribir Mein Kampf (la futura Biblia nazi, que estaría en todos los hogares alemanes y sería regalado como preciosísimo obsequio a los nazis en el día de sus bodas), ya en el vulgar ambiente de las reuniones de cervecería A. H. tenía conciencia de adonde quería llegar: al poder a través de las masas. "¡Hay que ir a las masas!", repetía a sus acólitos. Y definía el arte de captar a la multitud: “Su facultad de asimilación es muy restringida, su entendimiento, pequeño; en cambio, su falta de memoria es muy grande. La masa sólo abrirá su memoria después de repetirle mil veces las nociones más simples. La fuerza que pone en movimiento las revoluciones no reside en una idea científica sino en un fanatismo animador y en una verdadera histeria que arrastra locamente a la multitud. Pero sólo puede provocar semejante pasión quien la lleva dentro de sí”. Hitler era un maestro en el arte de entrar en trance de furor y de histeria; chillaba, aullaba roncamente, galvanizaba a las masas con la repetición hipnotizante de slogans y con la reiteración de palabras-martillazos, como violencia, fuerza, odio, brutal, aplastar. Años más tarde, cuando su partido tendría envergadura nacional, sería el primero en utilizar el avión para giras proselitistas; el primero en editar discos con sus peroratas más inflamadas que podían distribuirse por correo. No tardó en darse cuenta de que, si bien la palabra hablada era el resorte clave para movilizar a las masas, los colores tenían gran importancia: ideó una bandera rojo sangre (quitándole la exclusividad del rojo a los odiados comunistas) con un círculo blanco en el centro que encerraba a la cruz gamada, símbolo de la victoria de la raza aria. Ya en el poder, durante los mítines gigantes, tenía al alcance de la mano un pupitre con botones que manejaba a gusto para cambiar el color y la intensidad de las luces, dando así distinto énfasis a cada pasaje de sus discursos. Otorgaba enorme importancia a los gestos y los ensayaba cuidadosamente ante el espejo. PERSUASION POR EL TERROR Hitler, notable psicólogo, sabía que el individuo siente un pánico casi físico frente a la multitud y termina por ser dominado; el futuro Führer creía en la eficacia proselitista del terror, y habría de emplearlo abundantemente para lograr sus fines. Se daba cuenta de que ya había llegado el momento de salir de las cervecerías y ganar la calle con mítines gigantescos, marchas imponentes, marciales procesiones nocturnas con antorchas: ese despliegue de fuerza masiva atemorizaba a los opositores y convencía a los vacilantes. Hero no tenía aún medios para conquistar la calle y quitársela a los socialdemócratas y a los comunistas. Convertido en amo absoluto del partido, había incrementado muchísimo el número de miembros y de simpatizantes pero no le bastaba. Necesitaba una fuerte organización que no sólo protegiese los futuros mítines multitudinarios de los nazis, sino que disolviese o impidiese las manifestaciones callejeras de los partidos enemigos. Encontró la respuesta en el capitán Ernst Röhm, individuo brutal y homosexual notorio, pero excelente organizador y muy escuchado en el Ejército, por lo menos en Baviera. Al fin de la guerra habían surgido en toda Alemania los Freikorpfs, cuerpos paramilitares, y las Ligas de Defensa que nucleaban a los extremistas nacionalistas fusionados luego a los ex combatientes sin trabajo, que le habían tomado gusto a la violencia. El Ejército alemán favorecía secretamente a estas organizaciones paramilitares. Como el Pacto de Versalles lo obligaba a tener sólo cien mil hombres en armas, esperaba el momento oportuno para incorporar a las filas regulares a los Freikorpfs y a las Ligas, que entretanto se iban adiestrando subrepticiamente. De 1919 a 1924, menudearon las batallas callejeras que dejaron un reguero de muertos y heridos; así floreció el terrorismo. Los ultraderechistas cometieron numerosos crímenes políticos que la justicia se encargó de castigar blandamente, o llegó a dejar impunes. Röhm envió a Hitler algunas decenas de estos elementos de choque; muy pronto se contaron por centenas y formaron el núcleo de las brutales S. A., o “camisas pardas’’. Cuando Hitler estaba a punto de llegar al poder, las S. A. sumaban ya cuatrocientos mil hombres embriagados de violencia y dispuestos a todo. Con estos elementos, el partido nazi cobró consistencia en Baviera y su presencia se hizo sentir cada día más en las calles. No tenían nada que temer de una justicia complaciente y de un ejército favorable. También comenzaron a unirse a Hitler los que luego se convertirían en los jerarcas del nazismo: el insípido y sometido Rudolf Hess; el as de la aviación de guerra Hermann Goering, galante, cortesano, de hinchada vanidad y de inescrupulosidad fría y cruel; el médico y furioso antisemita pornográfico Julius Streicher, quien nunca aparecía en público sin su látigo de piel de rinoceronte; el grosero ex sargento Max Amman, compañero de guerra de Hitler. La caja secreta del ejército y donativos de ricos comerciantes ultraderechistas se combinaron para que el futuro Führer comprara en 1920 un periódico, el Volkischer Beobakter (El observador de la raza). Se suelen esgrimir diversas conjeturas sobre la vida amorosa de Hitler en este período inicia! de su carrera política. Se sabe que su timidez, su rudeza y sus explosiones temperamentales atraían y repelían a la vez a las mujeres. El futuro Führer demostraría más tarde un gusto extremo por los desnudos rollizos pintados con escrupulosidad muy naturalista; nunca ocultó su apreciación por el sexo femenino. Pero en esa primera época aún no había conocido a su sobrina, Geli Raubal, una bella rubia de formas opulentas, tal vez el único amor auténtico de su vida. Parece casi seguro que entonces mantenía una total castidad y que su sola obsesión era la política, la lucha por el poder. Revista Siete Días Ilustrados 27.01.1969 |
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