Mágicas Ruinas
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Las húmedas cuevas de Alí Babá


Jack I. CousteauLos amigos lo llaman Pacha, medio mundo lo conoce como realizador de films documentales, pero es más que eso: a juzgar por lo que la Francia científica piensa de él, debe de ser uno de los más grandes oceanógrafos del mundo. Su última actividad pública fue inaugurar el Primer Congreso Internacional de Oceanografía, hace dos semanas, en Mónaco. Se llama, en realidad, Jacques-Yves Cousteau, y se ha pasado buena parte de sus 57 años a ras o debajo del agua. Nadie puede negar que lo que pasa en los mares, mientras el hombre escarba el espacio, lo tiene bastante preocupado: ahora, consiguió contagiar sus desvelos a los representantes de quince países, reunidos para tomar coraje antes de lanzarse al agua.
La elección de Mónaco como sede de la conferencia no fue casual: durante treinta años —de 1885 a 1915—, el príncipe Alberto I fue el único oceanógrafo científico, se lanzó por los mares en treinta campañas de investigación, reconoció palmo a palmo el Mediterráneo y el Atlántico. Se lo solía ver a bordo de una chalupa, arponeando una ballena con el único fin de extraer de sus entrañas la más completa muestra de fauna y flora submarinas. Cousteau
presentó ahora a sus colegas un film armado con los precarios documentales que rodara el príncipe sabio; pero todo optimismo tiene su reverso: las instalaciones del barco monegasco, el Princesse Alice I, sus técnicas de investigación y sus interpretaciones de los datos, no se diferenciaban en nada de las actuales. Ello no sólo quiere decir que Alberto I era un hombre adelantado a su época: también significa que la oceanografía se ha estancado, que no avanzó al ritmo de otras disciplinas científicas. Según estimó el conclave de oceanógrafos, ya es hora de terminar con ese atraso; al parecer, no faltan motivos prácticos y económicos, además de los estrictamente teóricos, para impulsar los proyectos allí esbozados.
Por lo pronto, tres días antes de la apertura del congreso, la Asamblea General de la Naciones Unidas aprobaba un proyecto de resolución en el que se disponía el levantamiento de un inventario completo de los recursos naturales del mar, tanto como de los medios necesarios para llevar a cabo una buena explotación de los mismos. En cuanto a los norteamericanos, atentos a toda investigación científica capaz de transformarse en fuente de ingresos, ya decidieron un plan quinquenal de exploración de los océanos: hasta 1972, gastarán el equivalente de 600 mil millones de pesos en las flamantes Ciencias del Mar.
No exageran: el océano cubre el 70 por ciento de la superficie del globo, pese a lo cual provee apenas el 3 por ciento de los alimentos consumidos, y una fracción insignificante de los minerales necesarios para la industria. La pesca, en particular, es todavía un negocio irrisorio, donde el hombre sigue aplicando métodos no muy distantes de los que usaba su antepasado de la Prehistoria. En el congreso, algunos científicos propusieron recuperar el tiempo perdido dando no uno, sino dos pasos en dirección al mejor aprovechamiento industrial del mar: un primer adelanto sería la creación de gigantescas granjas submarinas, donde los peces fueran alimentados en praderas de algas enriquecidas con abono, y preservados de fuerzas hostiles.
Pero cabe imaginar una segunda etapa, cuya fundamentación la dio el profesor Karl Banse, de USA: “En el mar, cien kilos de plankton (vegetación flotante, casi microscópica, de la que se alimentan los peces chicos) permiten vivir a un kilo de arenques, que a su vez se transforman en diez gramos de atún. Dicho de otra manera, el aprovechamiento de plankton por los peces grandes es del uno en diez mil”. Un desperdicio, realmente, porque esa Babel submarina, que boya por los mares en cantidades sorprendentes, contiene un 40 por ciento de proteínas, y sería mucho más económico encontrar formas de explotación alimentaria más directas que las dispuestas por la Naturaleza; lo que hay que hacer, ahora, es averiguar cómo.

Más barato bajo el agua
Lo que hace soñar a los gobiernos, sin embargo, es la riqueza mineral de los mares y de los terrenos submarinos. La plataforma continental, porción del fondo que se extiende desde las costas hasta una profundidad de 200 metros, representa un territorio más grande que toda Asia, y encierra los mismos yacimientos que las tierras costeras vecinas. Por ahora, la caza del petróleo submarino ya ha comenzado en todo el mundo, y se estima que hacia 1992, el fondo de los mares aportará una cuarta parte del producido total de petróleo en el mundo.
Otros minerales esperan, allá abajo, que alguien vaya a recogerlos: los japoneses han aceptado la invitación, y se sumergieron bajo las aguas de la Bahía de Tokio. La recompensa ya comenzó a llegar; 2 millones de toneladas anuales de mineral de hierro, más la quinta parte de su producción total de carbón. Más espectacular fue el negocio del norteamericano Sam Collins, que hace cuatro años se transformó en multimillonario al vender a la compañía De Beers las acciones de su empresita de dragado, que rascaba desde hacía un tiempo las costas del África del Sur. Sencillamente, había encontrado diamantes: desde entonces, unos 300 mil kilates salen del mar cada año. Eso no es nada, si se lo compara con los tesoros que duermen aún, en esta versión moderna de la cueva de Alí Babá: se sabe que hay estaño en la plataforma que bordea Thailandia, Malasia e Indonesia; azufre en el Golfo de México; fosfatos en la costa de la India. El fondo del Atlántico y el Pacífico están tapizados de curiosas piedras redondas (nódulos) que encierran un 30 por ciento de su peso en manganeso, uno de los metales más raros, caros y aprovechables.
Una de las conclusiones fundamentales del congreso deja en claro un requisito previo a toda incursión industrial en el mundo del mar: si la Humanidad no quiere arruinarse en esta caza del tesoro, es indispensable que se tire al agua, porque desde la superficie resulta demasiado caro explotar al océano. Aun las plataformas de perforación, como las instaladas en el Mar del Norte, están destinadas a desaparecer: cuestan de dos a seis veces más dinero que una base de perforación en tierra firme. En cambio, las. ciudades petroleras submarinas parecen destinadas a congregar, dentro de algunas décadas, a la mayor parte de las fuentes de extracción. En esas ciudades, o campamentos, situados a doscientos metros bajo la superficie, los obreros del mar vivirán y trabajarán con toda comodidad: ese porvenir subacuático ya se está preparando, merced a experiencias como las Sealab II y Precontinent III. Pero ahora Cousteau anunció una nueva etapa: “En 1968 —explicó—, los norteamericanos harán un experimento a 130 metros de profundidad. Ese mismo año, nosotros [los franceses] nos instalaremos a 300 metros. La siguiente etapa es llegar a los 500 metros, y espero que no demandará más de siete años para quedar concluida”.

La carrera hacia abajo
Los trajes de hombre-rana son muy elegantes, pero para llegar al fondo del asunto, hace falta algo más: por eso el comandante Cousteau se entretiene ahora diseñando para la compañía Westinghouse nuevos platillos nadadores, los Deepstars, capaces de zambullirse hasta unos 4.000 metros. Lo cierto es que tanto el primer batiscafo como el primer plato sumergible fueron franceses, pero ahora los industriales norteamericanos han invertido sumas conmovedoras, en la realización de toda clase de maquinarias, derivadas de los prototipos franceses, capaces de explorar todas las profundidades según sus cálculos, hacia 1970 editarán con un mercado consumidor de aparatos y vehículos para acuanautas, del orden de un billón y medio de pesos.
En la carrera del espacio submarino, Francia había tomado la delantera desde 1954. cuando el entonces director del CNRS (Consejo Nacional de Investigación Científica), Gastón Dupouy, decidió financiar con largueza la explotación científica del famoso batiscafo del profesor Piccard, al mismo tiempo que las campañas de alta mar a bordo del Calypso, el buque oceanográfico de Cousteau, a bordo del cual filmó El mundo del silencio y Mundo sin sol. Fue entonces cuando el gran público advirtió la importancia de las investigaciones submarinas, descubrió la asombrosa riqueza de la vida en las profundidades.
En 1959, la creación del COMEXO (Comité de Explotación Oceánica) acelera el proceso y lanza las bases de una política de ciencias del mar; el IV Plan le destina 48 millones de francos, que sirven para dotar a Francia de equipos modernos: un nuevo batiscafo, el Archiméde, capaz de descender, como lo hizo en 1962, hasta 9.600 metros de profundidad; una boya-laboratorio y los platillos sumergibles de Cousteau; dos navíos clásicos, dispuestos para la exploración submarina, el Coridis y el Pelagia; y, sobre todo, el Jean Charcot, botado en 1966, el único barco verdaderamente oceanográfico, de alta mar, que haya tenido Francia.
Pero ahora las cosas no son como eran entonces, cuando Piccard era visto más como un excéntrico que como un verdadero científico; “La era de los oceanógrafos sin barco parece terminada. ¿Tendremos que ver surgir una era de barcos sin oceanógrafos?”, se preguntó en el congreso el profesor Peres, director del Laboratorio de Eudonnes, en Marsella. La preocupación del científico tiene su razón de ser: Francia está sufriendo una grave escasez de investigadores y se ha quedado rezagada en cuanto a información oceanográfica. Sucede que los más jóvenes no se sienten atraídos por un oficio que no garantiza ninguna situación estable. El caos se adueñó, también, de las instituciones y de los presupuestos, diseminados en un centenar de laboratorios y una cincuentena de naves, que dependen de ocho ministerios distintos.
El orgullo francés no podía tolerar ese estado de cosas: el 30 de noviembre de 1966, la Asamblea Nacional aprobó el proyecto de Ley que crea el CNEXO (Centro Nacional de Explotación de los Océanos), un nuevo organismo capaz de concentrar tareas, bien alimentado con el equivalente de 750 millones de pesos de dote inicial, más 450 millones por año. El objetivo primordial, según los legisladores: “Tomar toda clase de medidas para impulsar a la industria a desarrollar las técnicas de explotación de los océanos”. Quizás el comandante Cousteau ya no tenga necesidad de acudir a la industria norteamericana para desarrollar sus inventos: excluida de la conquista del espacio, Francia puede, actualmente, retener su decanato en las profundidades líquidas.
Copyright L'Express, 1967.
17 de enero de 1967 -Nº 212

_recuadro en la crónica_
Los 40 bramadores
GranelliPuede ser que, constreñida por sus magros presupuestos, la Argentina deba esperar, todavía, algunos años más antes de incorporarse plenamente a la carrera por la conquista de las profundidades: de todos modos, no es una espera pasiva. Más bien parece una tensión que en cualquier momento puede resolverse en una nueva sorpresa, como la que alertó a los científicos de todo el mundo, reunidos con motivo del Año Geofísico Internacional, en 1960, al advertir el cúmulo de información que la Marina argentina había reunido. “Se sorprendieron al ver que conocíamos muy bien la plataforma continental, a pesar de las dificultades que presenta el Atlántico Sur, una región conocida internacionalmente como la zona de los 40 bramadores, apodo que alude a la intensidad de los vientos y a las dificultades de navegación”, explicó a Primera Plana, la semana pasada, el Capitán de Corbeta Néstor Granelli, del departamento de Oceanografía del Servicio de Hidrografía Naval de la Armada.
Granelli mismo —aunque él no lo dice— acredita con su presencia el alto nivel científico de esas investigaciones: recibido en la Universidad de Columbia con los más altos grados académicos, es uno de los 50 oceanógrafos geofísicos del orbe. También es un apasionado de los problemas de su especialidad: “Felizmente, el mar no tiene fronteras, y la cooperación entre científicos ha superado todos los escollos, desde que la Segunda Guerra abrió camino a muchas inquietudes. Pero fue el Año Geofísico el que planteó nuevos interrogantes: tratando de reunir información, para cumplir con nuestros compromisos frente a los colegas visitantes, nos dimos cuenta de que sabíamos mucho más de lo que imaginábamos; se trataba, simplemente, de elaborar los datos dispersos, para lucir un bagaje de información más que importante”.
Parte de esos datos aluden a cuestiones de interés científico puro, teórico o militar; otros, en cambio, tocan más concretamente a aspectos potencialmente económicos: se sabe que en la extensa plataforma submarina argentina existen, o pueden existir, depósitos de petróleo, de azufre, yacimientos de nódulos de manganeso de entre 25 a 35 por ciento de riqueza metálica, nódulos de fosforita (36 por ciento), diversos minerales agrupados o disueltos, con un contenido aprovechable en bromo, níquel, cobalto, magnesio, potasio y sulfato de bario. También pueden ser explotadas las reservas de arena y canto rodado, los minerales de hierro, como los que yacen bajo la Bahía de San Blas y las costas de Claromecó, y sedimentos de carbonates de los que se puede extraer cal comercial.
Otras investigaciones económicas miran melancólicamente el potencial pesquero desperdiciado: la producción actual roza apenas las 200 mil toneladas por año, cuando una intensificación de la actividad marítima podría elevarla hasta los 6 millones de toneladas. Pero si algo conmueve a los oceanógrafos es la existencia de condiciones especialmente propicias —las cuencas sedimentarias submarinas— para la existencia de petróleo y gas bajo las aguas: “El 10 por ciento de todas las reservas de petróleo del mundo están bajo el mar, a juzgar por las investigaciones que ya se han hecho. No es una cifra sin importancia: equivale a cinco veces la producción del Estado de Texas. Además, perforar a 200 metros ya no es. tan caro, desde que los hallazgos en la costa del Borneo Británico obligaron a desarrollar las técnicas de perforación submarina”, se entusiasma el capitán Granelli.
En la Argentina, tan importante como la explotación de otros minerales puede ser la obtención barata de agua dulce para regadío, que se amortice con la obtención de subproductos, como el bromo, yodo, boro y magnesio. El bromo, en particular, es mirado con codicia: se utiliza en los mejoradores químicos de las naftas especiales, y proviene, en casi un 80 por ciento, del mar. Ahora, las investigaciones argentinas se canalizarán a través del flamante Instituto Nacional de Oceanografía, que debe reunir los esfuerzos de la Armada con las investigaciones de las universidades. Contará con el concurso del primer barco específicamente oceanográfico, el queche Austral —hasta ahora se llamaba Atlantis, y pertenecía a la flota norteamericana—, que debe arribar a fines de mes a Buenos Aires. Esas tareas, las mediciones de rutina, y las investigaciones específicas, también están a cargo de naves de guerra, especial
mente los buques Capitán Cánepa, Comandante Zapiola, Comodoro Lasserre, Ushuaia, el rompehielos General San Martín, y el transporte Bahía Aguirre.
A bordo de esas naves, los científicos recogen datos mediante métodos acústicos, magnéticos y gravimétricos, toman muestras del fondo, dibujan y reconocen el relieve del suelo submarino. También intentan, cada tanto, sumergirse: en el destacamento Melchior, en 1965, un grupo de hombres ranas, mientras trataban de mantenerse lejos de las oreas, peligrosos cetáceos de esa zona, ampliaron la investigación a la fauna y flora de las profundidades; otro tanto hizo, desde la base de Decepción, un grupo de buzos tácticos. Ahora, no sólo se sabe bastante acerca del relieve, población y geología del fondo marino; también se sospecha del mismísimo río de la Plata, acusado de ser proclive a esconder petróleo bajo el fondo; se sabe que hacia el año 8000, antes de Cristo, Mar del Plata quedaba bastante lejos del mar, a casi 150 kilómetros tierra adentro.
Desde 1954, el capitán Granelli participó de 9 campañas antárticas; experiencia suficiente para creer que “así como los hombres miraron en alguna ocasión a la Luna, como objetivo de su lógico afán de expansión, ya es hora de mirar hacia el fondo del mar”.
PRIMERA PLANA
Nº 212 - 17 de enero de 1967

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