Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
Prohibido suicidarse en primavera Que un bonzo oriental de esqueléticos brazos y cabeza rapada se rocíe de nafta y se convierta en llama, cabe en la mente, aunque con dificultad; que lo haga, en la dorada Praga, un estudiante de filosofía, bello como un paje, enamorado de la vida y creyente en el futuro, desborda el entendimiento humano. Es lo que hizo el sábado 18 Jan Palach, nombre que no olvidará su pueblo ni otro alguno, a menos que los aciagos mitos de nuestro tiempo —una democracia que es una burla, una Revolución que espanta— devoren lo poco que resta de devoción: la belleza y el heroísmo. Eran quince muchachos. Llegaron de todo el país. Durante varios días, discutieron en secreto. La patria estaba postrada, la libertad perdida quién sabe por cuánto tiempo. ¿Aún tiene sentido nuestra vida?, se preguntaron; no, no lo tiene. Más vale morir, para que la patria viva y la libertad resurja entonces. Estaban errados. Los pueblos no pueden suicidarse, como sus héroes y sus mártires. Los pueblos que sobreviven son los que se muerden las entrañas y se asocian con el tiempo. Si los quince muchachos no se disuaden, si cumplen su divino y horrible plan, quince millones de enloquecidos checos se convertirán en una humeante pira. Entonces, ¿cuándo resurgirá Checoslovaquia? La nueva Checoslovaquia tiene una misión histórica, ya insoslayable. A primera vista, parece absurda. Y lo era, hasta el año pasado. Este pueblo maravilloso, de eruditos, artesanos y labriegos, se propuso una tarea prometeica: se propuso redimir al socialismo de las taras que contrajo en el transcurso de su desesperada contienda con un sistema mucho más poderoso, puesto que se funda en los impulsos más inconfesables del hombre. ¿Se podía sobrepujar esas taras? La experiencia dice que no, Checoslovaquia proclama su certeza. Pero Jan Palach decidió, con sus amigos, que esa certeza vale más que la experiencia, como toda aventura es preferible a la resignación. Y que lo imposible deja de serlo, cuando el hombre, en la veta más pura de su alma, lo quiere así. Checoslovaquia está sola frente a la potencia que la oprime; el 20 de agosto de 1968 nadie hizo nada por ella; y es justo que así fuera, porque no hay valor más alto que la paz, esto es la vida. Sola, Checoslovaquia no puede sino buscar un acuerdo con la URSS. Pero ese acuerdo no es fatalmente desventajoso, a menos que las divisiones mecanizadas sean inmunes a la fortaleza moral. No lo son: hay “checos” en la URSS. Junto a minorías ahistóricas que se dejan seducir por la sociedad de consumo. son muchos —y no importa si los menos— quienes creen que en 1917, en medio de horrores sin número, se abrió un nuevo cauce a la humanización del hombre. Praga tiene que resistir hasta que desde Moscú respondan. Esta es, sin duda, la política de Gustav Husak, el viejo y empedernido comunista que, torturado en las mazmorras del régimen, procura organizar a la nación para una resistencia de varias décadas. En cambio, el frágil y emotivo Alexandre Dubcek —que hoy está en una clínica, enfermo— es culpable de haber seducido a los jóvenes con una liberación propia de los manuales de historia. Jan Palach, como los otros catorce estudiantes que se habían comprometido a quemarse vivos, son víctimas, ciertamente, de ese engaño demagógico. Pero su desatinado juramento, aunque tal vez empuje a la nación a un sacrificio estéril, aunque momentáneamente sea un eco del fácil liberalismo de Dubcek y complique las angustiosas tareas de Husak, asegura, en el arco del tiempo, que en la victoria de Husak no falte el espíritu de Dubcek. Durante una semana, de sábado a sábado, los checoslovacos desfilaron por el lugar donde el estudiante se inmoló, en la plaza Wenceslas, frente al monumento que conmemora al monje comunista Jan Huss, él también quemado, aunque por mano ajena y en las honduras de la Edad Media. Acudían con los brazos cargados de flores, se descubrían, sollozaban. En un cartel se leía este interrogante: “¿Qué se puede decir de un período en que la luz del futuro es emitida por un cuerpo que arde?” Los que lo vieron, aquella mañana, contaban la escena a sus compatriotas en un lenguaje de romance histórico, de canción de gesta. Jan Palach tenía 21 años y era un alumno brillante. El círculo de suicidas votó, a él le tocó el primer puesto. Los demás lo imitarían, uno cada cinco días, hasta que todo el país —cuya mayoría es indiferente— cobrase conciencia del drama nacional. El día señalado, después de absorber una buena dosis de éter, para dominar el sufrimiento, empuñó un par de banderas y se convirtió en antorcha. Trasladado a una clínica, a 600 metros de distancia, agonizó durante tres días, su cuerpo abrasado en un 85 por ciento. Muchos jóvenes rodearon su lecho. En las primeras horas, dijo: “Era mi deber; otros me seguirán”. A punto de morir, suplicaba: “Mi gesto alcanzó su objetivo. Que nadie vuelva a empezar. Trata de salvarlos —pidió a un amigo—, de convencerlos de que se unan a ustedes”. El sábado, día del funeral, llegaron de todo el país centenares de miles. El Gobierno, cuyo corazón estaba también allí, pero que tiene el deber de evitar un holocausto nacional, temía que la potencia ocupante reaccionase vesánicamente, amedrentada por la cólera popular. La degradada prensa soviética pretendía que Jan Palach y sus camaradas han sido “instigados” por fuerzas antisocialistas (¿Por qué no prueba instigar a los comunistas occidentales, a ver si ellos también se destruyen por el fuego?). Las agencias del “mundo libre”, por su parte, se apropiaron del martirio de Jan Palach, como si la libertad a la que él sacrificó su vida fuera la libertad burguesa. Esta doble traición obtenía imprevistos resultados. Hasta el sábado, once personas, en Europa, treparon del mismo modo a los titulares de la prensa. El único que, efectivamente, consiguió quitarse la vida, fue un húngaro; pero un español y un italiano participaron del mismo fatídico torneo. Los suicidas de uno y otro lado de la supuesta “cortina” (¡pero estos hechos corroboran que ya no hay cortina!) tenían probablemente otras razones —psicopatológicas— para imitar a Jan Palach. Pero no deja de ser curioso que el comunismo, así como abrió hace once años el prometeico camino a las estrellas, haya desatado también, en Occidente, este delirio colectivo, esta locura mortal. Fue otro enfermo mental, seguramente, el ignoto autor de cuatro disparos contra los astronautas soviéticos que —junto a Breznev, con Kossyguin inexplicablemente ausente— el jueves pasado festejaban la hazaña de las Soyuz IV y V. No cabe asombrarse de ese gesto —tal vez inspirado en un justo desdén por la explotación política del heroísmo— si se recuerdan los crímenes de Dallas, Memphis y Los Angeles, productos de un odio igualmente irracional. Nada de esto merece confundirse con el sacrificio del filósofo adolescente que se consumió por amor a su tierra y a todos los hombres. Acto irrepetible, los otros 14 juramentados —cuya identidad se ignora— fueron relevados del compromiso por Jan Palach en sus últimos instantes, durante los cuales el espíritu abarca la vida y la muerte. Él murió para que Checoslovaquia viva; ellos deben vivir para que la nación no se suicide. PRIMERA PLANA Nº 318 - 28 de enero de 1969 |
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