Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

juan 23
JUAN XXIII
CAMINO A LA SANTIDAD
Un tribunal de la Iglesia Católica inició el proceso de canonización de Juan XXIII. Sus miembros no consideran que el Concilio Vaticano II ya había santificado por aclamación al Papa revolucionario
Dentro de pocos días la ciudad polaca de Wroclaw ostentará un singular monumento de granito. Pertenece a Juan XXIII y ha desatado una agria polémica entre el cardenal primado de la nación, Stefan Wyszynski, y los miembros del ala izquierda del catolicismo de ese país, promotores del homenaje. El cardenal prefería que el dinero destinado a construir la estatua se hubiera dedicado a nuevos templos. Las protestas escapan a las razones esgrimidas para alimentar una polémica mayor que gira en torno de la controvertida y revolucionaria misión que cumplió Giuseppe Roncalli, Juan XXIII. Esa misma misión es la que comenzaron a analizar los responsables de su canonización, recientemente reunidos en Venecia.
Para muchos, la posibilidad de que Roncalli sea convertido o no en Santo de la Iglesia Católica es algo desconcertante. Los motivos: su canonización —propuesta por un grupo de obispos italianos y extranjeros durante el Concilio Vaticano II— fue aceptada por el propio Juan XXIII —presidente del Concilio—, quien interpretó que la iniciativa obedecía a “inspiración divina”. El mismo Concilio aprobó por aclamación la canonización de Juan XXIII, sustituyendo por primera vez en la historia de la Iglesia el tradicional proceso de las curias por otro más espontáneo, rápido y universal.
Parece ser que Pablo VI no comparte algunos pensamientos de su antecesor y, fiel a los principios de Pío XII, ha retomado el anterior sistema de canonizaciones. En otras palabras, cuando dentro de un año se anuncie —o no— la santificación de Juan XXIII, sólo se habrá dado carácter jurídico a una consagración que los católicos realizaron cuando Juan XXIII aún estaba vivo.

Las puertas del cielo
¿Cómo se alcanza la santidad en la Iglesia de hoy? La prudencia es una de las virtudes más valoradas por los encargados de otorgar la canonización. Pero el trámite es largo: a los iniciales sondeos informativos sobre la personalidad del candidato siguen interminables indagaciones diocesanas en los lugares donde éste ejerció su ministerio. En el caso de Angelo Giuseppe Roncalli las investigaciones deben realizarse en Venecia, Bérgamo y también en Sofía, Estambul, Atenas y París, las cuatro ciudades donde se desempeñó como delegado y nuncio apostólico.
Las actas de este trámite secreto son trasferidas al tribunal principal de Roma y luego a la Congregación de los Ritos. Esta última abrirá el proceso apostólico, durante el cual se analiza toda la información recogida. Numerosos eclesiásticos y laicos citados por la Congregación deben pronunciarse sobre los siguientes puntos: Vida y obra del siervo de Dios; virtudes heroicas; fama de santidad y milagros. La valoración de estos últimos queda librada a las autoridades del consejo.
La severidad del proceso apostólico es inimaginable; basta recordar que en esta etapa se estancaron las canonizaciones de Pío IX y Pío X.
Existe además una duda que inquieta a muchos fieles: ¿ha realizado milagros Juan XXIII? Ya han llegado a Roma, durante la primera parte del proceso informativo, infinitos testimonios de gracias recibidas de Roncalli: proceden de toda Italia y del exterior. Si estas gracias constituyen verdaderos milagros podrá saberse después que la Congregación de los Ritos las considere. Según la tradición de la Iglesia, dos actos milagrosos bastan para que un siervo de Dios se convierta en beato; cuatro, le permiten alcanzar la santificación.
A pesar de que se aguarda la declaración de la Congregación, un sentimiento universal ha otorgado, a menos de 5 años de su muerte, una condición de santidad a Juan XXIII. Esta actitud se fundamenta en la lucha decidida y activamente religiosa que Roncalli asumió para mejorar la condición y relaciones humanas.
La investigación a la que se aboca este tribunal veneciano es considerada sumamente importante porque abarca un período de 5 años, insertados en los últimos 10 de la vida de Juan XXIII. La apertura del proceso fue solemne, pero no pomposa, tal como lo hubiera preferido Roncalli. Su retrato, situado sobre las cabezas de los jueces, contempló a los 15 obispos católicos, a las autoridades municipales y a la desbordante multitud que se dio cita en la Sala de los Banquetes —hoy llamada Sala del Papa Roncalli— del Palacio Patria real de Venecia.

Venecia, mon amour
Antes de convertirse en Papa, Giuseppe Roncalli vivió convencido de que sus días acabarían en Venecia. También descartaba que el sucesor de Pío XII sería el cardenal Montini —hoy Pablo VI—. Por eso dedicó la plenitud de sus fuerzas y afectos a la legendaria ciudad italiana. La población acostumbraba encontrarlo en todos lados, no sólo en San Marcos, sino en la ribera, en las calles, trepado a las góndolas. Muchas veces Roncalli confesó risueñamente sus deseos “de poseer un barquito como los muchos que cruzaban la ciudad”. Pero aceptó conformarse con los que le prestaban sus amigos o las autoridades municipales.
Cuando le tocaba viajar en las lanchas públicas se convertía en un pasajero más: se ubicaba frente a las restantes personas para iniciar conversaciones y breves debates sobre temas generales.
Fue también en Venecia donde Roncalli concretó una de sus obras maestras de sagacidad, que delataban al futuro estratega de la Iglesia. Hasta 1804, los patriarcas de esa ciudad no oficiaban misa en San Marcos sino en San Pietro di Castello: San Marcos era la capilla privada del duque, quien asistía a los oficios en compañía de su corte. El presbiterio —donde se halla el altar mayor con las cenizas de San Marcos— está separado del resto de la iglesia por una suerte de amplio biombo de origen griego. Está concebido para que la población no contemple íntegramente el desarrollo de la ceremonia litúrgica. Este impedimento, que acentuaba el poder aristocrático del duque veneciano, escandalizó a Roncalli.
A partir de 1807, los once patriarcas que precedieron a Juan reflexionaron muchas veces sobre la necesidad de eliminar ese biombo, pero ninguno osó pasar de las palabras a los hechos. Giuseppe Roncalli se atrevió a hacerlo y movió la piedra del escándalo. En realidad, no quería abolir el biombo sino posibilitar a los fieles la contemplación de la ceremonia. Como las noticias procedentes de Venecia corren como reguero de pólvora, la actitud del futuro Papa fue interpretada como un atentado contra la integridad artística de un monumento. Al grito de ¡Salvemos a Venecia! todo el conservadorismo católico salió a la calle en defensa del odioso biombo.
Giuseppe Roncalli evitó todo acto o reacción de fuerza; por el contrario, inició un diálogo con adeptos y enemigos. Luego, en lugar de precipitar los sucesos, tomó unas breves vacaciones en su cabaña de Sotto ¡l Monte, desde donde escribió a Vittorio Cini —primer procurador de San Marcos— una carta hasta hoy inédita: “Usted conoce mi punto de vista acerca de los minúsculos sucesos de la semana pasada. No he perdido mi calma y estoy cada vez más convencido de que mi deseo corresponde a una verdadera ventaja para los fieles venecianos. A ellos más que a nadie pertenece San Marcos. No entablaré ninguna batalla y me resignaré, como los otros once patriarcas, a lo peor. Sólo me reservaré un derecho al que no puedo renunciar: el de la libertad de mi conciencia y de mi palabra”. Pero la resignación de Roncalli fue relativa; dejó pasar el tiempo hasta hallar una solución. Descubrió que los telones del biombo no estaban empotrados en las columnas, sino apoyados en ellas. Adoptó entonces un mecanismo de martinetes hidráulicos para levantarlos durante las ceremonias de importancia y volverlos a su sitio los días comunes.
Giuseppe Roncalli consumó todos sus actos renovadores “in modis et formis”, como gustaba decir. En todos los casos, la finalidad fue la misma: estructurar una Iglesia para todos en la sustancia y en la forma. El reconocimiento de ese esfuerzo ha determinado que la comunidad católica mundial considere santo a Juan XXIII antes de que la jerarquía eclesiástica pronuncie su sentencia.
Revista Siete Días Ilustrados
11.06.1968

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