Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

México y el petróleo
Marzo, 1938: La guerra del petróleo en México

Había sido una tarde calurosa para los mexicanos. El sol acababa de esconderse detrás de las torcidas casonas coloniales del siglo XVI, en la parte más vieja de la ciudad, cuando la voz del presidente Lázaro Cárdenas comenzó a escucharse desde los parlantes instalados alrededor del Palacio Nacional. Era una voz seca, monótona, la que llamó a silencio. Los manifestantes recogieron sus carteles, apagaron sus gritos y Cárdenas habló: "Voy a leerles el texto del decreto que acabo de firmar. Articulo primero: Se declaran expropiados por causa de utilidad pública y a favor de la Nación, las maquinarias, instalaciones, edificios, oleoductos, refinerías, tanques de almacenamiento, vías de comunicación, carros tanques, estaciones de distribución, embarcaciones y todos los demás bienes muebles e inmuebles de todas las compañías petroleras que operan en el país". Luego leyó la lista de compañías y la multitud estalló en una ovación. Era el 18 de marzo de 1938. Al concluir su discurso, Cárdenas se inclinó al oído de su canciller, Eduardo Hay, y le ordenó en voz baja: “Hágame el favor, Eduardo, váyase usted ahora mismo a ver al embajador norteamericano y cuéntele los detalles de este proceso.
Quiero que observe detenidamente sus reacciones. Si le dice que no está de acuerdo, anticípele que no le daremos tiempo a tomar represalias. Escúcheme bien, Eduardo: quiero que le aclare que estoy decidido a convocar al pueblo a incendiar todos los pozos petroleros y a arrojarme al último de ellos envuelto en el pabellón nacional, si es necesario. Que sepa que esto no es un chiste.”
No lo era. El chiste, en cambio, se hizo años después, cuando el gobierno mexicano decidió celebrar los 18 de marzo con una gran fiesta en la que debía invitarse especialmente al embajador norteamericano a escuchar el informe anual del director de Pemex (la empresa estatal del petróleo) y asistir a la evocación histórica de la fecha. El miércoles de la semana pasada, esta ceremonia volvió a cumplirse con la misma solemnidad de siempre.

EL PROCESO. Todo empezó con las huelgas que los obreros de las compañías petroleras hicieron en 1934, apenas asumió Cárdenas, en demanda de mejores salarios. El nuevo presidente optó por la mediación y consiguió rebajar el reclamo y ablandar a las empresas para que accedieran a otorgar una mejora. Pero los movimientos gremiales se renovaron al año siguiente y el gobierno consiguió dictar algunos laudos para atemperar la situación; el problema siguió agravándose hasta 1937, y a pedido de Cárdenas se creó una convención paritaria que se reunió una docena de veces, pero que jamás consiguió poner a ambas partes de acuerdo. En mayo se declaró la huelga general y Cárdenas consiguió a duras penas convencer a los dirigentes obreros para que aceptaran los buenos oficios de una flamante Junta de Conciliación y Arbitraje. La huelga se levantó a los pocos días.
Como las empresas Insistían en su falta de recursos para acceder a los reclamos obreros, la Junta designó a fines de junio una comisión de peritos integrada por Efraín Buenrostro (subsecretario de Hacienda), Mariano Moctezuma (subsecretario de Economía) y Jesús Silva Herzog (consejero del ministro de Hacienda); se la llamó Comisión pericial en el conflicto de orden económico de la industria petrolera. A los 30 días se produjo un informe y un dictamen de cuarenta incisos, en el que se demostraba, por ejemplo, que la nafta era un 17 por ciento más cara en México que en el resto del mundo, que el precio del kerosene era un 341 por ciento más alto que en el mercado internacional y los combustibles se pagaban un 350 por ciento más. En cambio, los costos de las compañías productoras resultaban un 18 por ciento más bajos en México que en Estados Unidos.
Sin embargo, el dictamen no daba toda la razón a los obreros. Estos reclamaban un aumento que, en total, sumaba 90 millones de pesos, y de acuerdo con el informe, las empresas sólo podrían elevar los salarios desembolsando un total de 26 millones. Pero para las compañías ese dictamen era “una monstruosidad". Ellas habían ofrecido pagar, a lo sumo, 14 millones y se negaban a desembolsar "un solo peso más". Estaban dispuestas, eso sí, a destinar un par de millones en "gastos de representación", para asegurarse que el dictamen les fuera favorable. En esté sentido, el testimonio de Silva Herzog (secretario de la comisión) fue muy explícito “Cierta tarde —contó en una conferencia dictada en la Facultad de Ciencias Económicas de Buenos Aires, en 1959— vino el presidente de la delegación patronal a decirme que los empresarios estaban dispuestos a pagar solamente 14 millones de pesos, y me hizo una insinuación desagradable: habló de algunos millones para repartir entre otras personas. Le di una palmada a aquel caballero de apellido Long y le contesté: Mire, señor, dicen que los hombres tienen su precio; pero ustedes, la Royal Dutch Shell y la Standard Oil de New Jersey no me llegan. Soy demasiado caro. Realmente, se trataba de una traición a la patria”.
Herzog había tenido solamente treinta días para realizar su Investigación económica (porque así lo determinaba la Ley del Trabajo) y se vio en la necesidad de montar a toda prisa una oficina técnica con un centenar de personas. "Tuve que dividir en 48 horas las tareas y encargar a los contadores el análisis financiero de las empresas, a los ingenieros el de la producción y a los economistas el de la comercialización. Debimos revisar cuidadosamente cada hoja del informe y en ese mes establecimos un promedio de trabajo de 17 horas diarias. Todos hicieron del asunto una cuestión patriótica. Finalmente, el 3 de agosto presentamos un informe de 2.500 páginas, encuadernado en tres tomos y quisimos vengarnos de los empresarios haciéndoles leer todo en 72 horas, como mandaba la ley, pero no nos dejaron: hubo que darles el tiempo necesario.”
Una vez estudiado por ambas partes, el informe fue aceptado con escasas objeciones por los obreros y rechazado por las compañías, las que iniciaron una gran campaña publicitaria para acusar a los peritos de "haber incurrido en inexactitudes y presentado un trabajo de gabinete, excesivamente técnico". Cárdenas convocó entonces a su despacho a loa representantes de las compañías "para dialogar con los peritos"; esta reunión se efectuó el 12 de septiembre y en ella el que más protestó fue el gerente de la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila. "No es cierto que la nuestra sea una empresa extranjera, como dicen los peritos en ese informe", se indignó. Silva Herzog sacó entonces de su portafolio una revista Inglesa de economía y finanzas y comenzó a traducir párrafos de una memoria de la Royal Dutch Shell, de 1928, dirigida a los accionistas, en la que se felicitaba por "la buena marcha
de nuestros negocios en México, a través de la compañía El Águila”, y se anunciaba la formación de otra empresa similar en Canadá “a la que se van a desviar parte de las utilidades de la compañía mexicana, para evitar los altos impuestos". Herzog hizo notar también que en los diez años trascurridos desde esa memoria, la Shell había canalizado todas las ganancias de esa empresa que se decía mexicana hacia otro país, y dio algunos ejemplos. "El Águila de México —dijo— vende a El Águila de Canadá a 1,96 dólar cada una barril de gasolina, mientras que otras compañías, como La Huasteca, que es norteamericana, los vende a 3,18 dólares. De esa forma, jamás van a tener plata para pagarle a los obreros mexicanos, porque se llevan la ganancia a otro país."

LA SENTENCIA. Finalmente, el 18 de diciembre la Junta de Conciliación dictó su sentencia y condenó a las compañías a aumentar los salarlos por un total de 26 millones de pesos. Los condenados apelaron ante la Corte Suprema de Justicia, no porque confiaran en una revisión del fallo sino para ganar tiempo en la única alternativa que les quedaba: ensayar la negociación diplomática. Para eso habían amenazado ya a Francisco Castillo Nájera, el embajador mexicano en Washington, advirtiéndole “lo peligroso de una medida de fuerza contra los Intereses norteamericanos". Castillo Nájera trató entonces de disuadir a Cárdenas de “esa locura”, pero éste le envió a Washington a Silva Herzog para que lo serenara. La entrevista ocurrió en los últimos días de febrero de 1938, a escasas horas del pronunciamiento definitivo de la Corte, y en ella se habló de la posibilidad de Intervenir las compañías, en caso de que resistieran el fallo, o de expropiarlas lisa y llanamente. Castillo Nájera, exasperado, consideró inoportunas esas variantes. "Habrá cañonazos —dijo—, usted no conoce bien a los yanquis", y pidió una comunicación de urgencia con el presidente de México. Pero después se desgañitaba en el teléfono tratando de convencer a Cárdenas: “¿Quién te ha metido esto en la cabeza? ¡La historia de
México esté plagada de gloriosas derrotas ¡Ya basta! ¿Quieres agregar una derrota gloriosa más a esa historia llena de sacrificios?". Pero todo fue Inútil. El primero de marzo la Corte confirmó el fallo y las compañías se negaron a aceptarlo. Adujeron "falta de capacidad financiera para absorber los aumentos". Cárdenas, inmutable, volvió a citar a su despacho a los gerentes de las compañías para advertirles "lo peligroso de su negativa”. Pero esa charla, en lugar de resolver la situación, la empeoró del todo. Con cierto aire de suficiencia, uno de los empresarios preguntó: “¿Y quién nos garantiza que solamente habrá que aumentar 26 millones?”. "Yo lo garantizo, el presidente de la república". “¿Usted?", le preguntaron con una sonrisa. Cárdenas arrugó la frente, entrompó su espeso bigote y se alzó fastidiado: “Señores, ¡hemos terminado!". Cinco minutos después estaba redactando, con sus asesores, el decreto de expropiación.
La mejor táctica era provocar otra huelga, con la excusa de que las compañías no aceptaban la sentencia de la Corte, y precipitar de ese modo las medidas de fuerza; la fecha fijada para la huelga fue el 18 de marzo. Ese día, los obreros salieron a la calle con sus cartelones a exigir la expropiación de las empresas petroleras y a las 8 de la noche Cárdenas quebró la expectativa con la lectura del histórico decreto. Después hizo su advertencia al gobierno norteamericano, pero ya Franklin Roosevelt había aceptado el problema y comprendía que era más importante ganarse la amistad política de los mexicanos que seguir cediendo a la presión de los infatigables truts petroleros. Algo que no había entendido 25 años antes su antecesor William H. Taft, cuando envió tropas a la frontera sud (por consejo de su embajador en México, Henry Lane Wilson) para ayudar a las compañías a adueñarse de una extensa faja de territorio extranjero. Esa vez, al presidente mexicano Francisco Madero la defensa del suelo nacional le costó la vida: fue asesinado por tres generales de su propio país subvencionados por las compañías petroleras.
H. G.
Revista Panorama
24.03.1970
 

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