Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Robert Kennedy
TERCER CRIMEN CONTRA LA NO VIOLENCIA
Dallas, Memphis, Los Ángeles: itinerario de una prédica sangrienta contra la democracia y los ideales de convivencia pacífica. La muerte de otro Kennedy enluta a la Humanidad

De pronto hubo un resplandor brutal, fulminante. Robert Kennedy se tambaleó, mientras se cubría el rostro con las manos. El denso grupo de “fans” de California que rodeaba al carismático político de 42 años, dejó escapar un grito de espanto. Luego suspiró con alivio cuando los altoparlantes dijeron que nada había ocurrido al líder demócrata: se trataba del imprudente flash de un fotógrafo que lo había enceguecido, haciéndole perder el equilibrio. Era el 16 de mayo, y faltaba poco para las elecciones primarias de California y South Dakota: allí se mediría con el senador Eugene McCarthy y el vicepresidente Hubert Humphrey, sus rivales en la carrera para la nominación presidencial del Partido Demócrata.
Apenas despuntaba el 5 de junio, cuando algunos recordaron con horror el premonitorio incidente del 16 de mayo. Robert Kennedy acababa de ganar en California, ajustadamente sobre McCarthy —45 por ciento contra 43— y abrumadoramente sobre Humphrey; también había vencido en South Dakota, estado nativo del Vicepresidente, cuya impopularidad entre el electorado demócrata recibía nueva confirmación. Kennedy había festejado su doble victoria en el Hotel Ambassador, de Los Ángeles, y atravesaba un pasillo, rodeado por partidarios entusiastas, en camino a la sala de periodistas, cuando estallaron ocho disparos. Los heridos fueron seis, pero el único que había recibido un impacto de tremenda gravedad en el cerebro era el victorioso Kennedy, que se desplomó bañado en sangre, aferrando en su caída el rosario que le tendió un sacerdote como un primer gesto espontáneo de salvaguardia. Eran exactamente las 0,21 horas en el gran reloj del Hotel.
Los acompañantes de Kennedy se arrojaron sobre el joven y moreno asesino, gritando: "¡No le hagan daño! Lo necesitamos vivo", mientras llegaba la ambulancia que conduciría hasta el hospital El Buen Samaritano al herido y a su esposa Ethel, que espera un undécimo hijo. Durante cuatro horas, un equipo de neurocirujanos luchó para mantener vivo a Robert Kennedy mientras le extraía la bala que le había interesado el cerebelo: al término de la difícil operación, el estado del senador era sumamente grave.
El asesino, fuertemente custodiado, guardaba silencio, mientras se especulaba sobre su nacionalidad: para tranquilidad de los anglosajones rubios y sonrosados de los Estados Unidos, se lo suponía filipino o latinoamericano. Resultó ser un jordano de 24 años, Sirhan Bishara Sirhan, cuyo fanatismo le había hecho elegir la fecha del 5 de junio, primer aniversario de la Guerra de Seis Días ganada por Israel, el enemigo que defendía Robert Kennedy. La embajada de Jordania se desligó de toda responsabilidad, y el rey Hussein hizo llegar un telegrama de solidaridad a la familia del senador agonizante.
Mientras Kennedy luchaba contra la muerte, sin recuperar el conocimiento y en estado cada vez más crítico, la prensa del mundo entero y los gobiernos del Este y del Oeste exteriorizaban la auténtica simpatía que la figura política de Kennedy, controvertida y a veces calumniada en su propio país, concitaba en el extranjero. El candidato a presidente prometía encarar las relaciones exteriores con un criterio amplio, pacifista, respetuoso y responsable. Era la política "del buen vecino" de Franklin Roosevelt, llevada a escala mundial y sin los ribetes protectores que el gran líder demócrata había impreso —involuntariamente— a su actitud amistosa hacia el continente latinoamericano. Aunque el otro candidato Eugene McCarthy también cree, como Kennedy, que "la fuerza no da más derechos que el derecho", se suponía que sólo el brioso Robert tenía capacidad de maniobra como para llevar sus ideas a la práctica.
A las 1,44 —hora de Los Ángeles— del jueves de la semana pasada acabó la agonía de Robert Kennedy. Comenzaba la historia. Un avión de la Casa Blanca iba a llevar el cadáver a Nueva York, donde su ataúd quedaría expuesto al dolor público en la Catedral de San Patricio, patrón de los irlandeses. El sábado se rezaría una misa fúnebre y el ataúd sería conducido a Washington, para descansar junto a su hermano John, en Arlington, el cementerio de los héroes. El domingo sería luto nacional por disposición de Lyndon Johnson. Y el lunes se replantearía el menudo juego de las candidaturas, de las chances políticas y de las influencias. Quedaba flotando una pregunta, reiterada por un comentarista radial norteamericano: "¿La muerte de Robert Kennedy servirá para que el pueblo estadounidense se decida a ser protagonista, en vez de espectador cómplice?"
Con las balas que perforaron el cráneo y arrancaron la vida de Robert Kennedy, parecía repetirse la tragedia de su hermano John, baleado a muerte en la cabeza cuatro años y medio antes. La heroica entereza de su mujer Ethel se equiparaba a la de Jacqueline. Hasta podían repetirse frases como “la desdicha que persigue a una gran familia mimada por la fortuna”, apiadándose del destino brillante y dramático de los Kennedy, como si los amados de los dioses tuvieran que morir jóvenes.
Pero esta vez las frases ampulosas ya no sirven de cómodo refugio. A dos meses del asesinato del Premio Nobel Martin Luther King, las peroratas sobre la tragedia de un hombre, de una familia o de un partido político suenan a recurso barato. Es la tragedia de los Estados Unidos, acostumbrados a dar lecciones de conducta al mundo entero, súbitamente enfrentados con su “otro yo”, tan auténtico como el paraíso de rascacielos, chalets de cuidado jardín, relucientes autos y televisores hasta en la cocina: un paraíso que da cabida a la “ley de la selva” en la rutina de la vida diaria.
Esta ley la vislumbró el rival de Kennedy, Eugene McCarthy, al denunciar: “Toda la nación comparte la responsabilidad por el atentado”. También la percibió el soldado anónimo enviado a Vietnam a morir por la democracia del régimen de Saigón, cuando preguntó aterrado a un periodista: “¿Pero qué diablos pasa allá? ¿Es que no se puede ser candidato a presidente sin arriesgar la vida?” La televisión neoyorkina, al comenzar su presentación de los sucesos con la imagen gigantesca de una sola palabra: “SHAME”, vergüenza, intentó vivenciar la magnitud del problema. Ya lo había comprendido hacía tiempo Robert Kennedy. Posiblemente en el momento mismo en que su hermano John moría en Dallas.
Pero el rasgo común a todos los Kennedy es el coraje. Un coraje a veces heroico, a veces temerario y casi absurdo. Cada Kennedy nace con un desafío: el ser tan bueno como sus hermanos y mejor que cualquier otro fuera de la familia. El típico rasgo estadounidense, la competividad, fue convertido en norma de conducta por el vasto clan Kennedy, para bien y para mal. Cuando inesperadamente McCarthy oscureció al presidente Johnson en las elecciones primarias de New Hampshire, y Robert Kennedy decidió entonces romper su promesa de no competir con LBJ lanzándose a la pugna electoral, no fue simplemente por oportunismo político. No podía soportar una prudente espera mientras la arena partidaria ofrecía un campo seductor para su innata combatividad: como un gran torero que se abstuviera de lidiar frente a un soberbio Mihura.

Cuarenta y dos años de combate
Robert KennedyLos Kennedy eran nueve hijos. Robert Francis, nacido el 20 de noviembre de 1925, era el tercer varón, un inconveniente indudable si se tiene en cuenta que su padre Joseph mantenía la tradición irlandesa de jerarquizar a los vástagos según el orden de nacimiento. Para colmo, era el más esmirriado y endeble de todos, lo que le exigió un sobrehumano esfuerzo para no desmerecer en los deportes violentos que se practicaban en el clan Kennedy. Ya entonces tenía temple de hierro: le gustó tanto tener que luchar para ser buen deportista, que terminó por preferir las proezas físicas a cualquier otra actividad.
Encariñado con sus hermanos, sobre todo con John, le fue difícil tener amigos. Dedicaba su mayor calidez afectiva, como buen solitario, a los animales. Claro que también era práctico: criaba conejos blancos, pero los vendía cuando se volvían demasiado numerosos para el tamaño de su conejera. Había una faceta violenta y dura en su personalidad, que su padre Joseph, “águila” de los negocios y ducho político del ala derecha demócrata, conocía muy bien: “Bob es igual a mí. Es el único de mis hijos capaz de odiar tan intensamente como yo”.
Entró en Harvard, con su pelo rebelde, sus dientes salidos, demasiado grandes, y sus pecas, a la rastra de sus hermanos, para cumplir con el rito de recibirse de abogado, como ellos. No se destacó demasiado, sobre todo en comparación con el brillante John. Entró en política para ayudarlo en sus campañas electorales: primero, la conquista del escaño en el Senado, luego, la nominación presidencial demócrata, por fin, el ascenso a la Casa Blanca. Robert organizó las campañas de su hermano con ímpetu arrollador y fría eficacia. Cuando John se convirtió en el primer presidente católico de los Estados Unidos, Robert ocupó la secretaría de Justicia, ampliando su radio de acción para encargarse de las múltiples tareas ingratas que podían desgastar la imagen de su hermano.
Fue entonces cuando surgió la fama de “implacable” de Robert Kennedy. Muchos funcionarios, exigidos y abrumados por la sobrehumana capacidad de trabajo de Robert, protestaban: “Exprime a las gentes como a limones”. El coro de los políticos y de los hombres influyentes maltratados por Robert, afirmaba
quejosamente: "No tiene ninguna consideración; carece de escrúpulos; es un témpano”. El se limitaba a decir: ”Yo estoy aquí para limpiar el engranaje administrativo y remover obstáculos ante el presidente. El puede ser magnánimo; yo no”. A menudo altivo, hasta rozar el engreimiento, ante su hermano sentía la humildad del servicio.
Muerto John, se convirtió en el heredero de las pretensiones dinásticas del padre Joseph, que cuadraban bien con su temperamento combativo, pero sobre todo de una misión y de un mensaje. Si incorporó a su oratoria las citas literarias de John, si acentuó "Su interés combativo por los negros, los portorriqueños, los pobres de su país, si defendió los derechos del Tercer Mundo, no fue solamente por táctica política, sino por saberse intérprete del presidente asesinado. Dejó la Secretaría de Justicia a causa de la mala voluntad de Johnson, a quien menospreciaba, y forzó con increíble impulso las puertas del Congreso, conquistando la senaduría de Nueva York, para convertirse en un riguroso crítico de la política de LBJ. Por cálculo electoralista, sin duda, pero recordando lo que su hermano John le había confiado: “Cuando me presente a la segunda presidencia, no haré fórmula con Lyndon”.
Robert Kennedy pensaba reservarse para 1972: tenía cuatro años para prepararse, como John. El cáustico comentarista londinense Boots, dijo: “Le convenía esperar. Pero olió la sangre de Johnson vertida por McCarthy en New Hampshire, y tuvo que ir a pelear”. En las elecciones primarias, sólo demostró que el electorado demócrata no estimaba a LBJ ni a su sustituto: Hubert Horatio Humphrey; no logró “borrar” hastael cero a McCarthy, que pese a su pobreza y a la frialdad algo profesoral de su estilo político logró porcentajes interesantes, y hasta un inesperado triunfo en Oregon. Entre tanto, Humphrey conquistaba en conciliábulos secretos a los “grandes patrones” de la política demócrata en estados muy importantes. La victoria de Kennedy parecía bastante problemática, y no faltaba quienes acariciaran una unión —por demás tardía—con McCarthy para derrotar al “candidato oficialista”, el ampuloso y anticuado Humphrey.

Negro y blanco de Kennedy
Su entrada a último momento en la liza electoral perjudicó a Robert, tanto como la retirada de LBJ y la apertura de negociaciones de paz en Vietnam. En 1972 el porcentaje de votantes menores de 25 años hubiera sido mucho mayor que en 1968. Y es entre la juventud donde los Kennedy tienen más firmes raíces. Algunos dicen que es sólo un mito, el de Camelot, la ciudad fantástica y caballeresca que John Kennedy había comenzado a urdir en torno a la Casa Blanca. Otros afirman que, si se trata de un mito, lo es sólo a medias,
y que es un mito saludable, si se lo compara con la materialista Gran Sociedad de Johnson y la dolorosamente ridícula Sociedad de Alegría preconizada par Humphrey mientras el dólar declina, la guerra sigue, el racismo crece y la pobreza se enraíza.
McCarthy tal vez sea más honesto; pero sólo Robert Kennedy tenía la capacidad, invalorable para un político en una democracia, de “querer con energía” y a la vez ser capaz de tener humor, ese toque de luz que corrige excesos y evita cegueras. Robert era el único candidato capaz de burlarse de sí mismo. Había dicho: “Estoy dispuesto a los máximos sacrificios si la Presidencia lo exige: hasta he decidido cortarme el pelo”, aludiendo a su rebelde mechón podado durante las elecciones primarias. Ante los granjeros, conservadores de la línea de LBJ, después de haberlos tranquilizado con sus proyectos para el agro, agregó: “Nadie hace más por los granjeros que yo; puedo demostrarlo con la cuenta de leche y de huevos que se necesitan para mis diez hijos. Les anticipo que pronto serán once. En una reunión de influyentes damas provincianas, halagó su localismo asegurando que daría mayores derechos a los estados y terminó diciendo: “Si ustedes no me dan sus votos, mi madre tendrá un gran disgusto. Y sobre todo, ¿cómo me disculpo ante ella?”
Un lúcido periodista de izquierda, Olivier Todd, escribió hace poco en el semanario francés Le Nouvel Observateur: “Kennedy es el único capaz de dar forma a un capitalismo inteligente. Es el más apto para finalizar la guerra de Vietnam. El y McCarthy concitarán lo mejor que existe en el pueblo estadounidense. Jóvenes rebeldes enemigos de LBJ llevan distintivos que reclaman a Oswald; pero si asesinan a alguien en esta campaña, no será al presidente Johnson”. Premonición escalofriante pero exacta: ningún conservador corre peligro hoy en los Estados Unidos, y nadie estuvo nunca tan a salvo como el virulento Goldwater, que proponía desparramar bombas nucleares en Vietnam como petardos de estruendo.
Las balas de un jordano de 24 años abatieron a Kennedy. Rápidamente se señaló el carácter excéntrico del individuo, su odio hacia los ricos y su resentimiento de árabe frente a la posición proisraelí de Robert Kennedy. Para preservar la buena conciencia de la nación, se recurre al “caso excepcional”: también Oswald era un frustrado del comunismo con rasgos paranoicos, y el asesino prófugo de Luther King se catalogaba como presidiario, es decir, como un enfermo social. Pero ya es evidente que el crimen político se ha institucionalizado en los Estados Unidos, como el folklore del papel picado, los gorritos con siglas y las lindas majorettes de piernas largas que encabezan los desfiles partidarios. Semejante institucionalización tiene siniestras implicancias: un clima de intolerancia ideológica que usa contra un líder político el recurso de las balas en vez de los votos.
El historiador Arthur Sheesinger, asesor del presidente Kennedy y de su hermano Robert, enlazó la violencia política desencadenada por el asesinato de John Kennedy, en 1963, con la matanza vietnamita que los televisores norteamericanos exponen en todo su horror frente a doscientos millones de ciudadanos, sin ninguna consideración moral ni escrúpulo humano. Apuntó, además, a las raíces mismas de la sociedad estadounidense, a la vigencia del derecho de más fuerte diciendo que la presente tragedia tenía como trasfondo "la actitud del hombre blanco que aniquiló a los indios y redujo a esclavitud a seres humanos considerados inferiores por el color de su piel”.
El cardenal Richard Cushing, amigo de la familia Kennedy, señaló su convicción de que no eran hombres aislados los autores de todos esos atentados, y preconizó una investigación a fondo para descubrir la conspiración latente bajo los actos de violencia. El reverendo Ralph Abernathy, sucesor de Luther King, acusó directamente a los intereses monopolistas que se imaginaban amenazados por la defensa de los pobres, preconizada por el senador Kennedy, dispuesto a la vez a colmar la brecha entre los ciudadanos desposeídos y la sociedad de afluencia, y a realizarlo pacíficamente. “Si llego a la Casa Blanca, acabaré con la violencia”, acababa de prometer Robert Kennedy momentos antes del atentado. En otra ocasión, recordando las tragedias familiares sufridas, había dicho con duro optimismo: “Si los Kennedy sobrevivimos, es porque somos muchos”. Frente al cadáver del joven líder parece demostrado que, allí donde la religión del éxito y la frustración por no lograrlo configuran una sociedad en crisis, el odio, la violencia y el luto son una forma de vida.
Revista Siete Días Ilustrados
11.06.1968
Robert Kennedy
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