Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Ella Fitzgerald
EL TRIUNFO DE Ella Fitzgerald TRAJO CONSIGO LA  PRESENCIA DE UN GRAN MUSICO de color Roy Eldridge

Por JUAN CARLOS BERETERVIDE
EN el seno de los numerosos fans, y aun entre el público en general, la presentación de la cancionista afronorte-americana Ella Fitzgerald en Buenos Aires había provocado la tensa expectativa que siempre rodea a la presencia de un artista con quien sólo se ha tomado contacto a través de los fríos surcos del disco fonográfico, que siembra dudas en cuanto a la fidelidad con que trae la imagen de cultores tan famosos como la cantante que nos visitó.

¿Tendría realmente esta cancionista las dimensiones estéticas que la grabación fonoeléctrica nos adelantó con tanta generosidad desde hace largos años? ¿Resultaría su voz inferior en brillantez, más débil en potencia, escasa en su caudal, forzada o menos cálida? Eran preguntas que se formulaban el público y los fans.

La verdad es que la cantante que fue nuestra huésped no defraudó a la nutrida legión de sus admiradores. Antes al contrario, brindó con creces las virtudes que el registro gramofónico ha reflejado a través de una actuación que se extiende por espacio de veinticinco años.

Porque Ella Fitzgerald, “de cuerpo presente”, surge con los relieves conocidos merced al disco, y aun acentuados por su desenvuelta presencia escénica, por la indudable simpatía que irradia su persona y la sencillez y la falta de afectación en que se desenvuelve su personalidad, de rasgos fuertes y claramente delineados.

Es decir que las virtudes y las características en general que hemos señalado en la nota con que PLATEA se anticipó a la llegada de la artista no ofrecen diferencias con las que pudieron apreciarse escuchándola en su audición directa. Allí estuvieron su voz fresca y dúctil, su profundo sentido del ritmo —puesto en relieve, en particular, en su larga improvisación sobre How High the Moon, donde realizó una verdadera maratón de scat—, su fraseo desenvuelto. en el que se observa siempre la intención, plenamente lograda, de utilizar la técnica instrumental, ya sea sobre la base del scat, el “retruécano” de la voz o la adaptación de las palabras a las necesidades del ritmo, del acento, del timbre, en fin, de las rigurosas exigencias musicales, a despecho del contenido de las poesías.

¿Y los acompañantes, quienes también habían colocado en acecho a los fans, especialmente el famoso Roy Eldridge? Desde luego que ninguno de los integrantes del quinteto que la secundó pudo lucirse plenamente, pues tuvieron que adaptarse a la labor de acompañantes y plegarse a la tarea de tejer un “telón de fondo” para realzar los quilates de una virtuosa de la voz. Y ni siquiera en el curso de las interpretaciones que precedieron a la actuación de la vedette pudieron lucirse a carta cabal, porque una cosa es el quehacer de un músico dentro del marco de una orquesta de jazz y otra diferente la tarea que cumple cuando se trata de una simple sección rítmica y una trompeta.

Sin embargo, de los instrumentistas que vinieron con Ella Fitzgerald hay tres elementos de primera fila: el contrabajista Wilfred Middlebrooks, de ejecución sobria, pero de pulso metronómico y fluido; Gus Johnson, que quizá haya sido demasiado baterista para un conjunto tan pequeño, y el trompetista Roy Eldridge.

Roy Eldridge nació en Pittsburgo, Pen-silvania, el 30 de enero de 1911. A los seis años se inició en los caminos de la música tocando la batería. Pero cinco años más tarde abordó el aprendizaje del instrumento que lo llevaría a la fama. Como profesional hizo sus primeras armas en la orquesta del pianista Horace Henderson (1926-1927). Después de actuar en diversos organismos de renombre, inclusive el de Elmer Snowden, donde tocó al lado del saxofonista Otto Hardwicke —a quien debe su apodo de “Little Jazz”—, pasó a formar la Eldridge Brothers Orchestra, en colaboración con su hermano, el saxofonista alto Joe Eldridge. Posteriormente integró la orquesta de los McKinney’s Cotton Pickers, (1934) y en seguida se enroló en la de Fletcher Henderson (1936). Tras diversos compromisos cumplidos con orquestas “comerciales” en extremo, realizó varias temporadas con la empresa de conciertos del Jazz at the Philharmonic.

Como la mayor parte de los trompetistas o cometistas, Roy Eldridge, por lo menos durante sus años formativos, sufrió el poderoso e ineludible influjo del gran Louis Armstrong. Pero el paso de los años fue revelando paulatinamente su personalidad, hasta convertirse en un artista dotado de rasgos netamente originales, propios. Técnico incuestionable en su instrumento, para él la tesitura más elevada de la trompeta no ofrece secretos de ninguna naturaleza y puede explorarlos y explotarlos con suma ventaja y sin el más mínimo esfuerzo aparente.

Pero no se puede hablar de Roy Eldridge y de su formación musical sin mencionar la curiosa influencia que en su estilo ejercieron dos músicos que no son de su cuerda. Hablamos de Coleman Hawkins, el mago

del saxófono tenor, y el versátil saxofonista alto Benny Carter. Porque resulta incuestionable que el trompetista que nos ocupa cultiva el saxophone trumpet style. Es decir que en su estilo trompetístico aparece claramente el deseo, logrado hasta sus últimas consecuencias, de transportar al instrumento de cobre el fraseo, la técnica, el acento y aim el timbre del integrante de la sección de maderas de la orquesta, creando así una modalidad sin duda original.

Técnicamente liberado de trabas, sus ejecuciones se destacan por la brillantez fulgurante de sus giros, de una rapidez de digitación sólo comparable con la de los sa-xofonistas que lo influyeron. Por otra parte, en el agudo es limpio y claro, amén de lograr un caudal dinámico nada común en la tesitura elevada.

Quizá el punto débil de Eldridge es la inspiración, que no siempre lo acompaña en la misma medida de la técnica. Nacido al jazz en la “época del swing”, sus acentuaciones eluden los tiempos, creando una línea de improvisación larga y sostenida, que iba a gravitar sobre otros trompetistas, especialmente sobre el “moderno” Dizzy Gillespie.

Sin embargo, en los instantes en que su estro surge con fluidez y sin escollos su discurso se desenvuelve con coherencia, homogeneidad, encadenamiento lógico y sentido del clímax.

Revista Platea
3/6/1960

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