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Historia
Ruby, el 15° muerto
El 6 de agosto de 1966, el ferroviario Lee Bowers se estrelló con su automóvil contra un muro, en las afueras de Dallas, Texas. Era el décimo cuarto testigo del asesinato del Presidente Kennedy que desaparecía en circunstancias extrañas. Él había visto, desde una torre que domina el sitio del crimen, y anotado en una libreta, detalles de extremo interés que la Comisión Warren prefirió pasar por alto.
Pero el testigo más valioso, uno de los más comprometidos, siguió a Bowers la semana pasada, en el puesto Nº 15: Jack Ruby murió el martes, a causa de un coágulo sanguíneo alojado en el pulmón, según reza el diagnóstico, en el hospital Parkland, de Dallas, el mismo donde Kennedy lanzó su último suspiro el 22 de noviembre de 1963. Ruby, que esperaba en prisión un segundo juicio, fue internado en Parkland a principios de diciembre: los médicos le descubrieron un cáncer incurable.
Los familiares de Ruby acusaron a las autoridades carcelarias de negligencia. Melvin Belli, ex abogado de Ruby, se unió a la protesta en París: “No entiendo cómo, nadie, en Dallas, se dio cuenta de que Ruby estaba muriéndose. Y eso que Dallas se jacta de contar con los mejores médicos y centros sanitarios”.
Sin embargo, familiares y letrados se cuidaron de apoyar una sospecha compartida por muchos norteamericanos: el deceso de Ruby sería el acto final del complot urdido para abatir a Kennedy. Una vez más, el martes 3 de enero, el campo de las conjeturas recibía semillas; hasta un año atrás, el Informe Warren había sido la Biblia, y esa Biblia desechaba la idea del complot, la de una asociación previa entre Ruby y su víctima, Lee Harvey Oswald, o entre Ruby y la Policía de Dallas.
Media docena de libros empezaron, en 1966, a desmentir esas sagradas escrituras que la Casa Blanca, por razones electorales, exigió terminar a Earl Warren en el otoño de 1964. Desde entonces, la posibilidad de una conspiración se convirtió en certidumbre; y no sólo por obra de los críticos de la Comisión Warren: un mes y medio atrás, al revelar que sus heridas de 1963 fueron causadas por una bala que no tocó a Kennedy, el Gobernador de Texas, John Connally, derrumbó una de las máximas conclusiones del Informe; según los Comisionados, el disparo que atravesó la garganta del Presidente entró luego en el cuerpo de Connally.
Ruby podía aclarar una parte del enigma que aún persiste detrás del homicidio de Kennedy; pero su mano ya había silenciado a otra de las voces imprescindibles, la de Oswald —el presunto matador de Kennedy y el vigilante Tipitt—, frente a 150 millones de espectadores de TV. Condolido por la desgracia de la viuda y los hijos del Presidente, aseguró él en todo momento; para enterrar la verdad, sostienen otros. Esa verdad, si existe, quizá nunca sea revelada. Algo es seguro: el nombre de Ruby quedará colgando de la historia norteamericana, no sólo del archivo judicial.
Él no lo imaginaba hace medio siglo, cuando se ganaba la vida vendiendo botellas vacías en el ghetto judío de Chicago, su ciudad natal; ni siquiera cuando su padre, un polaco desertor de la caballería del Zar Nicolás II, lo llamaba “mi pequeño cosaco”, porque el chico no rehuía ninguna pelea callejera. Siempre se valió de sus puños en el turbulento Chicago de su juventud —un imperio de gangsters y delincuentes—, en San Francisco, donde recolectaba apuestas, y en Dallas, cada vez que tenía que expulsar a un borracho de sus dos cabarets.
Fue Dallas la única etapa próspera de su vida; allí desembarcó a fines de 1947 para ayudar a Eva Grant, su hermana, a regentear el Vegas Club, un local nocturno. Entonces, todavía se llamaba Jacob Leon Rubenstein; a los pocos días se cambió nombre y apellido: era una manera de borrar el pasado,-de sepultar al muchacho fracasado en amores y negocios; al soldado de la Aeronáutica que en dos años de servicio, durante la Segunda Guerra, no salió del país ni combatió.
Entre 1949 y 1963, la Policía de Dallas lo arrestó ocho veces por escándalo, portación de armas y venta de alcohol fuera de hora. No obstante, se llevaba bien con la Policía y hasta aspiró durante mucho tiempo a la mano de una bonita divorciada. Vivía, con su amigo George Senator, en un departamento atiborrado de diarios y cajas vacías; le gustaban los perros, los trajes elegantes, y era un experto en gimnasia y pastillas para adelgazar. No le gustaba, en cambio, cumplir con el Gobierno: se ha muerto debiéndole al fisco 44.000 dólares de impuestos, y sumas importantes a su hermano Earl y a un antiguo socio, Ralph Paúl.
Pendenciero, zanjaba los conflictos con sus empleados a gritos o a golpes, un sistema que no utilizaba con Larry Crafard, su ayudante, una mezcla de bufón y guardaespaldas. En la guantera de su auto llevaba un revólver; solía echárselo a la cintura, y usar a menudo la fuerza de su culata. Muchas veces, en sus tablados, hacía de animador.
El 22 de noviembre de 1963, Ruby ordenó cerrar el Vegas Club y su gemelo, el Carousel; esa noche y las dos siguientes, las bailarinas descansaron de sus strip-teases. El domingo 24 ya estaba preso y dibujaba mujeres desnudas o jugaba solitarios en su celda. Lo condenaron a la silla eléctrica en marzo de 1964, lo declararon cuerdo en junio de 1966, la Corte de Texas anuló la sentencia de muerte en octubre último. Su abogado alcanzó a visitarlo en el hospital: “Parece un hombre de 80 años”, dijo. Tenía 55.
10 de enero de 1967
PRIMERA PLANA

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