Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Rasputín
Tres encuentros con Rasputin
NICOLAS Sementovsky-Kuri lo conoció personalmente a Rasputin. Conoce del “starez” algunos episodios inéditos. Recientemente ha publicado una serie de artículos en revistas europeas, contándolos de manera humana. Presenta a un Rasputin pobre, sin los trajes que le ha dado la historia.
RasputínSementovsky-Kurilo nació y vivió en un ambiente que, sin estar ligado a la corte real, tenía relaciones con altos personajes. En la vigilia de la revolución el escritor era estudiante de liceo. Cuando vió a Rasputin por primera vez quedó fuertemente impresionado. Pero lo tomó la duda sobre las dos verdades que en aquel entonces circulaban en Rusia. Unos elevaban a Rasputin hasta los iconos y otros lo reputaban una fiera sin alma y sin conciencia. Los ulteriores encuentros con el taumaturgo no le aclararon sus dudas porque estaba en la edad de la inexperiencia. Pero le permitieron verlo bajo otra luz.
Se estaba entonces en plena primera guerra mundial. Desde el frente llegaban noticias poco optimistas. En la corte de Nicolás II, los chismes sobre las relaciones entre Rasputin y la familia real tenían la precedencia en las conversaciones del salón. Las visitas al palacio de Zarscole Selo del “starez” eran demasiado frecuentes. Rasputin se había valido de una llave metafísica para entrar en el palacio: la taumaturgia. Había logrado aliviar los sufrimientos del pequeño Alexei, príncipe hereditario, enfermo de hemofilia. Del cuarto del príncipe a los departamentos de la zarina Alexandra, el camino fué breve. Con el tiempo se habló de que (Rasputin iba a llegar a Presidente del Consejo de los Ministros. A los observadores rusos, el gabinete del octogenario Ivan Loginovic Goremykin parecía propicio. Una pariente de Sementovsky-Kurilo, viuda de un embajador ruso en la corte de Fernando de Bulgaria, tenía todavía relaciones amistosas con el viejo hombre de estado, que a menudo la iba a visitar. Generalmente se hacía anunciar algunas horas antes de las visitas. Pero un día llegó sin preanuncio, visiblemente preocupado. Tenía que confiar el Ministerio de Finanzas a un nuevo ministro. Debía elegir entre un general y un banquero. Pero la máxima dificultad residía en que los dos habían sido recomendados por Rasputin. El viejo general, profundamente honesto, opinaba que ninguno de los dos tenía capacidades para el puesto. Por eso no podía hacer otra- cosa que dejarlo a la suerte. Se puso a jugar un solitario, como siempre lo hacía. Cortando los naipes se propuso: "Si tengo que descartar primero al rey de diamante, llamaré al general. Si el primero en aparecer es el rey de corazón, llamaré al banquero.” No se sabe cómo le resultó el solitario al viejo Primer Ministro. Lo cierto es que Rasputin, aunque fuera casi analfabeto, solía imponer en los cargos públicos a las personas que le eran fieles, escribiendo malas recomendaciones sobre pedacitos de cualquier papel que firmaba con tres o cuatro cruces sin forma. De eso tuvo experiencia Sementovsky-Kurilo porque una lejana pariente suya, que conocía algunos idiomas, se había empleado en la oficina de la censura del Estado, para leer las cartas que los soldados mandaban desde el frente. Esa lejana pariente había pasado desde hacía mucho los buenos tiempos de los cabellos obscuros. Se llamaba Catalina. A pesar de sus cabellos blancos, Catalina no solamente se divertía leyendo todas las cartas de amor de los soldados, sino que también las comentaba con sus amigas. Fué despedida. Le aconsejaron ver a Rasputin. La “viuda alegre”, después de algún tiempo de orgulloso rehusó, accedió. Nadie sabe lo que pasó en la residencia del “starez”, iluminada con lámpara de aceite y tapizada con iconos, entre el taumaturgo y la mujer de los cabellos blancos, pero lo cierto es que Catalina fué reincorporada en su lugar y siguió chismeando con las cartas de amor.
En una tarde de 1915, Sementovsky-Kurilo se halló paseando cerca del jardín de Tauride, un parque que esconde un estupendo palacio estilo setecentista, obsequio de la Gran Catalina a su favorito Potemkin. Había caído una fuerte nevada y las calles se habían convertido en una laguna de barro y nieve sucia. Los trineos eran los únicos medios de transportes; pero encontrarlos no era cosa fácil. Durante este paseo, a Sementovsky-Kurilo le ocurrió presenciar una escena cuyos personajes eran un Corpulento general lleno de condecoraciones, ayudante del zar. y un campesino no tan robusto, con barba rojiza. De una calle lateral a la plaza desembocó un trineo desocupado. El campesino y el general caminaban los dos en sentido contrario, pero a igual distancia del vehículo. Cuando el campesino se dió cuenta de las intenciones del general, comenzó a correr y alcanzó al trineo antes que éste. Con la respiración fatigosa se sentó cuando llegó, resoplando como un búfalo el inmenso general. Este lo agarró por la barba, y como si fuera un muñeco, lo levantó y lo tiró en el barro. Luego el militar con un salto elegante se sentó y dió orden al cochero de partir. El campesino quedó sentado en el suelo lleno de asombro y luego lanzó una serie de imprecaciones obscenas contra el que se iba: “Verás, hijo de perra, lo que te pasará en la primera curva!”
El epílogo de esta escena Sementovsky lo supo por la hermana misma del general, con quien se encontró más tarde en San Remo. El militar se había dado cuenta de estar en presencia de Rasputin, solamente cuando lo había levantado tomándolo de la barba. Tuvo entonces un presentimiento de tragedia. Efectivamente, cuando el trineo llegó a la primera curva, patinó, chocó contra un cúmulo de nieve helada, el general fué proyectado contra los árboles, fracturándoseles ambas piernas.
La segunda vez que Sementovsky encontró a Rasputin comprobó personalmente los poderes videntes del taumaturgo. Una conocida de su familia tenía dos hijos. Sementovsky recuerda la hermosura y el saludable porte de la hija mientras pensaba en el hermano de ésta, un muchacho pálido, demacrado, que no abandonaba la cama. La madre, profundamente dolorida, no había evitado gastos para tratar al hijo. Al fin, siguiendo los consejos de unos amigos, había rogado a Rasputin de visitar al enfermo. Un día en que Sementovsky fué a visitarla, encontró en la sala de entrada al “starez” que conversaba con la mujer: “No te preocupes... No te preocupes... Tu hijo no tiene nada... Sanará.” Luego se calló, quedó como pensando en algo y dijo: “Tu hija... sí, tu hija, en
cambio, morirá antes que termine el año...” Y se alejó, dejando a la mujer sumida en la desesperación.
Más de veinte años después Sementovsky encontró en París al hijo de la señora. Era chofer de taxis. Tenía una salud espléndida. Su hermana había muerto de bronconeumonía, quince días después de la visita de Rasputin.
El tercer encuentro tuvo sabor de epílogo. De epílogo sucio. En los meses de invierno, las luces de Petersburgo quedaban encendidas hasta mucho después de que el día se había puesto el mameluco de trabajo. Sementovvsky salía de su casa para ir al liceo. Desde un palacio de la Seriewscaia, una de las calles más distinguidas de la ciudad, salían algunos hombres con las caras grises y cansadas.
Iban a dormir después de una noche de diversiones. Detrás de estos hombres apareció Rasputin, aun más irreal en el marco de los trajes de noche de los otros hombres. Rasputin se mantenía de pie con esfuerzo. Parecía que los demás no quisiesen su compañía. Se alejaban de él. Rasputin se les acercó de un salto y se suspendió literalmente de los brazos de dos de ellos. Abrió los ojos verdes y miró en el vacío: “La Rusia va al demonio..., todos vamos al demonio..., vosotros también...”. Se rió como . lo hacen los borrachos. “Sí, amigos ..., al diablo... Ni Sascka ni Koljka nos salvarán... Me matarán ... Sí, me matarán, y luego todo al diablo.” Sementovsky creyó oír decir algo a Rasputin, relativo a la camisa que llevaba. Estaba sucia de vino. La había bordado con sus propias manos la emperadora. Diciendo Saska y Koljka, Rasputin aludía evidentemente a la zarina y al zar.
Cuando algunos meses más tarde el príncipe Jusupow mató a Rasputin, los diarios de Petersburgo salieron con las columnas en blanco. La censura había suprimido las noticias.
Había llegado a la cumbre rodeado de misterio. Cuando murió fué sepultado en las columnas blancas de los periódicos.
Revista Caras y Caretas
06/1955
Rasputín
Rasputín
Rasputín

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba