Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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LEON TROTZKY EL ATENTADO NUMERO 44 Hace treinta años, el 20 de agosto de 1940, después de haber sobrevivido a un tendal de atentados, el líder de la Cuarta Internacional era asesinado en su exilio mexicano, por instigación de su gran antagonista José Stalin. Así desaparecía del escenario político uno de los protagonistas de la Revolución de 1917 La casa-quinta de Coyoacán, en las afueras de la ciudad de México, parecía una antigua fortaleza con sus murallas claras, su torre de vigía y su gran portalón de hierro macizo. Eran las tres y media del 24 de mayo de 1940, y aún reinaba la penumbra nocturna. Los veinte desconocidos que se presentaron en la entrada celosamente custodiada llevaban impecables uniformes de la policía mexicana; tal vez por eso no tuvieron ninguna dificultad en que se les diera paso de inmediato. Asaltaron por sorpresa a los guardianes armados que recorrían el jardín y se acercaron a la casa donde dormía un anciano, su mujer y su nieto de trece años. No titubearon en disparar doscientos proyectiles a través de las paredes y las persianas cerradas; sesenta balas acribillaron el dormitorio. Luego huyeron gritando: “¡Muerte a Trotzky!" . . . Milagrosamente, los asaltantes comandados por un hombre robusto de pesados párpados y denso bigote negro, David Alfaro Siqueiros, —ya conocido como pintor excepcional y comunista ferviente— habían fracasado en su misión de muerte. Sólo el niño, Seva, había recibido un disparo en el pie; la pareja había quedado indemne a la lluvia de balas, pues había logrado esconderse bajo la cama donde dormía y el espeso colchón colocado sobre una fuerte malla de hierro había detenido los proyectiles. Los comandos de Siqueiros no habían logrado abatir a Lev Davidovich Bronstein, mundialmente famoso como León Trotzky. Al ver despuntar el alba, Trotzky se caló sus anteojos redondos, puso en orden su revuelta cabellera gris y se acarició la corta barba que le cubría el mentón, mientras murmuraba a su mujer, Natalia, con tono irónico y cansado: “Le hemos ganado otro día de vida a Stalin ...” Era una frase que ya se había acostumbrado a repetir con cada nuevo amanecer. Sabía que “el hombre de acero", el dictador ruso que lo había exiliado en febrero de 1929 y le había quitado la ciudadanía soviética en 1932, no descansaría hasta que lo viera muerto: lo desvelaban los continuos embates de su gran antagonista, que usaba su pluma como un ariete para demoler al régimen instaurado en el Kremlin. Trotzky no se ilusionaba, ese 24 de mayo de 1940, con el fracaso del complot comandado por Siqueiros pero indudablemente teledirigido desde Moscú. La GPU, esa temible policía política que manejaba Lavrenti Beria, brazo derecho de Stalin, había seguido los pasos del exiliado, primero en Turquía de 1929 a 1933, luego en Francia de 1933 a 1935, por fin en Noruega de 1935 a 1936. Para entonces, Trotzky ya había sufrido cuarenta y dos atentados. En 1937, el presidente Lázaro Cárdenas le abrió la puertas de México y le acordó su protección: el revolucionario vivió en el hogar de su íntimo amigo, el famoso muralista Diego Rivera, hasta que en 1939 sus partidarios le regalaron la casa fortificada de Coyoacán. Ninguna precaución podía ser excesiva: a comienzos de 1940, ya habían muerto catorce familiares (incluyendo a todos los hijos e hijos políticos) y ocho secretarios de Trotzky. El fracasado complot de Siqueiros hizo que se extremaran las medidas de protección: se elevó una barrera de alambre electrificado, con timbre de alarma, se colocó una ametralladora en la torre de vigía, la guardia de fieles trotzkistas se duplicó y el Estado Mexicano ordenó que diez policías recorrieran constantemente el perímetro exterior de la casa de Coyoacán. Trotzky meneaba la cabeza, desengañado; sabía que estaba destinado a morir. Lo que ignoraba es que, después del abortado complot del pintor stalinista, sólo contaba con tres meses de vida. También ignoraba que después de ese fatídico 24 de mayo, sólo habían pasado cuatro días y ya su futuro asesino había penetrado por primera vez en la casa de Coyoacán. EL MISTERIOSO EXTERMINADOR ¿Quién hubiera podido experimentar la menor sospecha ante el correcto y amable Frank Jacson, presentado a Trotzky por dos amigos de comprobada fidelidad, el matrimonio Rosmer, y que además era el “marido” de una leal trotzkista ruso estadounidense, Sylvia Ageloff? Sólo la propia Sylvia hubiera podido sospechar de ese encantador muchacho, a quien había conocido en París con el nombre de Jacques Mornard, ciudadano belga, y que para seguirla a los Estados Unidos se procuró de un pasaporte falso, canadiense, a nombre de Frank Jacson. Una revolucionaria convencida como la joven Ageloff debería haber intuido un misterio inquietante detrás de esta maniobra, sobre todo porque en su trato con Mornard-Jacson descubrió circunstancias bastante extrañas. Pero Sylvia estaba perdidamente enamorada y quiso creer todas las explicaciones de su apuesto amante. Cuando Mornard-Jacson pasó a México para trabajar en una agencia de automóviles y le suplicó que lo acompañase, Sylvia corrió al lado de su amante y vivió un cálido idilio mexicano; de paso, lo presentó al matrimonio Rosmer. Así, la incauta muchacha fue el eslabón principal de la fatídica cadena que puso a Trotzky en contacto con su asesino. Por cierto que Jacson-Mornard se comportó con extraordinaria habilidad; conquistó al pequeño Seva, agradó a Natalia y se hizo aceptar por el propio exiliado. El 20 de agosto de 1940, Trotzky estaba acuclillado dando de comer a sus: conejos —único hobby que se permitía— cuando vio llegar al “marido” de Sylvia. Jacson-Mornard le suplicó que leyera un escrito político, "corregido según los consejos que el maestro le brindara en su visita anterior, tres días atrás". Trotzky recordaba que era una obra deshilvanada y mediocre, y se sintió algo fastidiado. Conteniendo un suspiro, decidió volver a leer el escrito de Jacson-Mornard; penetró en su escritorio seguido por su visitante. No le llamó la atención que el muchacho llevara —en un día cálido y claro— el mismo impermeable color arena que usara tres días atrás, ni que se colocara, como durante su anterior visita, detrás del sillón "del maestro". Trotzky tomó las cuartillas de su visitante y se absorbió en la lectura, dispuesto a retornar cuanto antes a la conejera donde aún tenía mucho que hacer. Eran las cinco en punto de la tarde. Tres minutos después, un grito desgarrador partía del escritorio y quebraba el silencio de la quinta. Ese aullido escalofriante no figuraba en los planes del asesino, pues le impedía huir. Tal como lo dispusiera mentalmente en el “ensayo general” llevado a cabo en su anterior visita, había sacado la piqueta de alpinista que escondía bajo su impermeable y la había descargado con toda su fuerza sobre el cráneo de Trotzky: la férrea punta había hendido siete centímetros de masa encefálica. Pero Jacson-Mornard no habla previsto la reacción casi milagrosa del anciano. En vez de desplomarse inerte bajo el golpe feroz, Trotzky se había levantado gritando del sillón, mientras arrojaba contra su enemigo los libros, el dictáfono, y todo cuanto tenía sobre el escritorio. Por fin, se había precipitado sobre Jacson-Mornard y le había mordido la mano, antes de caer, ya sin fuerzas, pero siempre lúcido. Cuando los fieles discípulos que custodiaban la casa entraron al escritorio y comenzaron a golpear al asesino, el moribundo ordenó: “No lo maten; lo necesito vivo”. Tendido en el suelo y cubierto de sangre, sintió los pasos del su nietito Seva y mandó que le impidieran ver el horrendo espectáculo. Luego dirigió sus ojos aún llenos de vida hacia su mujer, de rodillas a su lado, y le susurró: “Natalia, te amo”. Por fin pronunció su adiós político: “Por favor, decid a todos nuestros amigos que estoy plenamente seguro de la victoria de la Cuarta Internacional” (fundada por Trotzky en 1938 para oponerla a la Tercera Internacional copada por Stalin). Dos horas y media más tarde, el líder asesinado entró en coma; murió al día siguiente, 21 de agosto de 1940. En cuanto a Jacson-Mornard, durante los dos años que duró su juicio, se obstinó en afirmar que había obrado por cuenta propia “como un trotzkista desilusionado de su maestro”, y que nada tenía que ver con el stalinismo; fue condenado a la pena máxima, veinte años y un día de prisión. Pese a proclamarse un asesino solitario se vio constantemente acompañado por suculentos envíos anónimos de dinero, que le hicieron muy aceptable la vida de reclusión; al ser puesto en libertad en 1960, un auto misterioso lo estaba esperando para llevarlo directamente al aeródromo, de donde voló a Cuba y a Checoslovaquia. Cuando Nikita Kruschev le retiró el título de Héroe de la Unión Soviética, secretamente otorgado por Stalin, quedó demostrado que Jacson-Mornard era un agente de la GPU. Lo que nunca se demostró totalmente fue su verdadera identidad, aunque la minuciosa investigación del coronel Sánchez Salazar (entonces jefe de la policía secreta mexicana) y la del escritor Julián Gorkin coinciden en acumular fuertes evidencias de que el asesino de Trotzky se llamaba en realidad Ramón del Río Mercader y era hijo de una dirigente comunista catalana, Caridad Mercader. EL REVOLUCIONARIO PERMANENTE En la casa-quinta de Coyoacán, entre ágaves y cactus bravíos, se alza una lápida sobre una tumba; en ella está grabado el emblema de la hoz y el martillo, blasonado con un nombre: Trotzky. Allí descansa Lev Davidovich Bronstein, nacido de familia judía en Yanovka, aldea campesina de Ucrania, el 26 de octubre de 1879, el mismo año en que Stalin nacía en la aldea de Gori, en el corazón de la Georgia caucásica. A los dieciocho años, Lev había sido enviado a Odesa para seguir cursos universitarios; el padre del muchacho, estólido campesino, quería que su brillante hijo fuera ingeniero. Se llevó el mayor disgusto de su vida cuando el rebelde Lev le anunció que no iba a ser ingeniero, sino revolucionario profesional. No podía evitar, entonces, el destino lógico de la carrera emprendida: encarcelado a los veinte años, en 1899; al año siguiente fue sepultado en Siberia, pero en 1902 logró huir del infierno blanco y se refugió en el extranjero. Volvió a Rusia para participar en la fracasada revolución antizarista de 1905; ya entonces se distinguía como poderoso agitador. Apresado otra vez en 1907, lo deportaron a Siberia, pero escapó durante la larga marcha hacia las glaciales estepas y nuevamente conoció el exilio. Esta etapa de la vida revolucionaria de Trotzky está signada por restallantes desencuentros políticos con Lenin. Cuando en 1903 se dividió el Partido Socialdemócrata Ruso del Trabajo, Trotzky integraba el grupo menchevique, opuesto a los bolcheviques comandados por Vladimir Uliano Lenin. En 1912 intentó reunificar otra vez el partido socialdemócrata, pero a su llamado sólo acudieron los mencheviques, que lo eligieron como líder: volvía así a encontrarse en el bando opuesto a Lenin. Sólo después del triunfo de la revolución de febrero de 1917, encabezada por Alexander Kerensky, Trotzky abrazó decididamente la tesis de Lenin e integró el partido bolchevique. Más tarde no vacilaría en confesar: "Todas las veces en que me opuse a alguna idea de Lenin, era él quien tenía razón, y no yo". A partir de este momento se agiganta la estatura revolucionaria de Trotzky. Su don oratorio enfervorizó a las multitudes, penetró en los cuarteles, venció todas las dificultades; se volvió así la figura clave en el triunfo de la Revolución de Octubre. Algunos decían: “El camarada Trotzky es como Josué; cuando habla, caen todas las murallas”. Pero no sólo era un extraordinario tribuno; tenía un singular talento para la organización militar. Prácticamente de la nada supo forjar el Ejército Rojo y llevarlo a la victoria contra los rusos blancos, apoyados por Gran Bretaña y Francia, durante las dramáticas alternativas de la guerra civil que siguió a la toma del poder por los bolcheviques. Todo lo oponía a Stalin: era un intelectual cosmopolita que conocía ocho idiomas y se lucia en la oratoria, mientras el “hombre de acero” era ferozmente ruso y antiintelectual, de hablar tosco y deslucido. Pero Stalin era un verdadero maestro en detectar y poner en juego los sentimientos más secretos y las debilidades mejor ocultas de la plana mayor bolchevique, mientras que Trotzky era un “recién llegado” en el partido, cuyos engranajes nunca supo ni quiso dominar. En 1923, cuando ya fue evidente que la enfermedad de Lenin, jefe indiscutido de la revolución, era irreversible y de trámite fatal, comenzó la lucha entre Stalin y su gran antagonista: todo indicaba que el más fuerte, cruel y artero triunfaría en esa pugna despiadada. El testamento que Lenin dejó al morir el 21 de enero de 1924, resultaba una verdadera lápida política para Stalin. Pero Trotzky no quiso hacer uso de esa arma formidable contra el georgiano que era secretario general del partido; tampoco apeló a su propia y colosal influencia en el Ejército Rojo. Muy pronto, numerosos jerarcas soviéticos advirtieron las maniobras de Stalin para acaparar el poder; prepararon un golpe contra el georgiano, y pidieron a Trotzky que los secundara, convencidos de que la prestigiosa figura del tribuno les permitiría aplastar al “hombre de acero”. Era a fines de 1924, y Trotzky se negó: “Si aceptara, debería asumir un papel dictatorial frente al partido. No seré yo el enterrador de la Revolución de Octubre”. Ese papel dictatorial estaba reservado al granítico e inescrupuloso Stalin; las ocasiones perdidas por Trotzky no se le volvieron a presentar nunca más, y su resistencia fue tan tenaz como inoperante. En 1927 ya estaba totalmente aislado, anulado, reducido a la impotencia; le fue fácil a Stalin recluirlo en la remota Alma-Ata, y, dos años después, arrojarlo para siempre de la tierra rusa. Trotzky, que tenía una fe ciega en la fuerza de las ideas, no se creía derrotado; blandió su pluma para emprender sin descanso un combate desigual contra Stalin, que aferraba toda una nación en sus manos. El exiliado atacó al “hombre de acero”, denunciando sus errores y tropelías en nombre de esa gran revolución marxista-leninista de la cual Stalin quería ser el único abanderado mundial, y que para Trotzky era una revolución traicionada. Alguna vez comentó con ironía: “Si me hubiera limitado a atacar a Stalin, habría encontrado seguro refugio en el mundo capitalista”. Pero Trotzky seguía siendo el gran profeta de la revolución internacional, y quería enterrar al capitalismo junto con el stalinismo; así, la tierra se le volvió “un planeta sin permiso de residencia"... Fatalmente, el gigantesco brazo de Stalin terminaría por alcanzarlo y darle muerte, con una piqueta de alpinista empuñada por un falso discípulo y asestada por la espalda, a traición. ■ Siete Días Ilustrados 17.08.1970 |