Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Punta del Este
PUNTA DEL ESTE
Poco ruido y algunas nueces
Sin preocuparnos por los secuestros y demás acciones sediciosas que ya pertenecen al paisaje habitual de los uruguayos, los miles de turistas que arribaron a Punta del Este durante los carnavales se dedicaron a actividades menos dramáticas: descansar al sol durante el día, pasear por Gorlero al atardecer y menear la osamenta en alguna boite por la noche.
Aunque no lo supieran, para llegar hasta Punta soportaron los ajetreos que produce un país en crisis: hicieron interminables colas ante las ventanillas habilitadas por el Banco de la República antes de poder cambiar moneda; sacaron pasajes para ómnibus que nunca salieron (la empresa Onda padeció una huelga de su personal y los horarios quedaron virtualmente abolidos); en Montevideo —en una estación terminal de micros sin sala de espera y sin depósito de equipajes— los turistas semejaban una tribu gigantesca de gitanos, con niños y bolsones al hombro, sentados en el cordón de la vereda, sufriendo el calor. Quizás ni siquiera en esos momentos los paseantes repararon que tanto desbarajuste, tanta pérdida del sentido de orden que caracterizara a los orientales, es el producto de un país en naufragio: era preferible soñar con el ruido de Punta del Este.

EL RUIDO. “Acá no tuvimos problemas, porque el boliche está muy bien puesto y en Cantegril está la mosca, pero en general, esta temporada vino muy floja.” Carmelo Cámeo, tras el estaño de su boite Mala-Mala juzgó ante Panorama los reflejos de la situación argentina. A él, claro está, no lo afectaron tanto: Mala-Mala está ubicada al lado del Country Club de Cantegril y logró llenar sus inmensas instalaciones todas las noches de carnaval a pesar de los 3 mil pesos uruguayos que costaba la consumición mínima. "Tuvimos que subir los precios para poder presentar un buen show”, explicó Jorge Nicolini, socio de Cámeo.
El show fue realmente bueno: Santa Bárbara, un conjunto capaz de imitar a los mejores rockers de todas las épocas consiguió que las parejas dejaran de bailar para escucharlos. El restante panorama de las boites punteñas fue casi desolador: Zorba y Le Bateau consiguieron un público numeroso sin contar con espectáculos, gracias a que bajaron sus precios; allí la copa costaba sólo 1.800 pesos uruguayos. En Punta Ballena, La Gruta —un local construido en la roca aprovechando cuevas naturales— reunió a alguna poca gente de buen gusto.
En el campo de los café-concerts, dos espectáculos se robaron la temporada. En La Potra —al lado de Mala-Mala— Nacha Guevara, Antonio Gasalla y Carlos Perciavalle, con música de Alberto Favero, produjeron un espectáculo que logró llenar el espacioso local de 150 butacas todas las noches. Las canciones de Nacha consiguieron apagar a veces el efecto de las punzantes agresiones de Perciavalle. El martes 15, por ejemplo, ofendido porque el actor había pretendido que su esposa participara en un bocadillo humorístico-sexual, un espectador obeso y maduro se retiró de La Potra dando un portazo. Incidentes de ese tipo fueron frecuentes en el show, pero terminaron convirtiéndose en parte del espectáculo.
En otro tono, aunque al mismo nivel musical de Guevara-Favero, Horacio Molina reunió en su flamante Café del Puerto a Dori y Naná Caymmi quienes compartieron el tablado con el excepcional guitarrista argentino Agustín Pereyra Lucena y con el propio Molina. En un ambiente diáfano por su sencillez —aunque no por su iluminación— los hijos de Dorival Caymmi demostraron que no necesitan alegar sus datos familiares para merecer un lugar en 1a. música brasileña. Naná posee la voz sombría y potente de las grandes cantantes negras de blues y su hermano no sólo es un magnífico guitarrista sino un sutil creador, en la línea de la nueva canción tropical, heredera de la bossa nova. Ambos juntos consiguen llenar el Café del Puerto con el humor y el ritmo de una jam session.
Más allá de esos lugares, La Fusa no reeditó temporadas anteriores con un show en el que sólo se destacó Chico Novarro.
Los nostálgicos del tango sólo encontraron en Punta dos lugares para despuntar el culto: La Camerata, frente a la estación del ferrocarril, y Vieja Viola, un capricho del escribano Fernando Tesouro. Rico, elegante y play boy, Tesouro siempre quiso cantar algún gotán pero nunca consiguió dónde hacerlo. Finalmente decidió invertir parte de su fortuna en la construcción de un local que parece extraído de una lámina antigua. Aunque algo alejado del centro, algunos curiosos llegan hasta allí para probar el exquisito vino tinto que sirve Tesouro, aunque para ello deban soportar sus trinos. A cambio, si es que el escribano no insiste en seguir cantando toda la noche, se puede escuchar en Vieja Viola a Federico Rodríguez Castillo —hijo de Osiris, el poeta y compositor oriental—, quien conoce bien su oficio, aunque no tenga dinero como para levantar un boliche.
PANORAMA, FEBRERO 22, 1972

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