Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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COMPORTAMIENTO
Mandinga en la ciudad
Poco importa que drugstores, autopistas y deslumbrantes autos importados le cambien la cara a Buenos Aires: las ánimas y las luces malas siguen agazapadas y cada tanto hacen ¡buuuu!

Cuenta la leyenda que los viernes a la noche una luz mortecina se desparramaba por el viejo mercado de Vicente López y Junín (ahora paseo peatonal) y por una puerta lateral del cementerio de la Recoleta aparecía una mujer joven vestida de blanco. La figura, brumosa, etérea y volátil, deambulaba entre cajones de frutas y bolsas de papas —marco poco romántico, es cierto, para la delicada visita de ultratumba— hasta encontrarse —dicen— con un hombre tan misterioso como desconocido. Cierto o falso, ese toque de realismo mágico porteño es pariente cercano del culto a la Juana Figueroa en Salta, a la Telesita en Santiago del Estero, al gaucho Cubillos en Mendoza. Vínculo que hace santiguar a los riojanos cuando alguien evoca a la mulánima en La Rioja. Y hermano, claro, del mito de la casona de Rivadavia y Nazca. Una noche de primavera de 60 años atrás, el hijo mayor de la familia, estudiante de medicina, preparaba un examen en el escritorio de su abuelo. Estaba solo en la casa: sus padres y sus hermanos habían salido. Sentado frente a un grueso libraco que iluminaba la luz de una vela, sintió de pronto una presencia extraña a sus espaldas. Asustado, sacó del cajón de la derecha el revólver que su abuelo guardaba, cargado con tres balas, y volvió la cabeza: una cara horrenda y cadavérica —dicen — se reía a carcajadas en la ventana. El chico disparó tres veces y se desmayó. Recobró el conocimiento cuatro horas más tarde, cuando llegaron sus padres. El vidrio de la ventana estaba intacto. Pero al revólver le faltaban tres balas. . .
Condimentadas con la herencia española, enriquecidas con la inmigración, apoyadas en la herencia india, las leyendas de Buenos Aires forman una mezcla sui géneris de miedos, pasiones y sueños de ciertos porteños que aún hoy no tiran en cualquier parte las uñas y el pelo porque "puede recogerlos el diablo". La leyenda (portuguesa) dice que cuando uno se corta las uñas o el pelo tiene que quemarlos hasta que no quede nada. “De lo contrario el diablo los guarda en el bolsillo, y cuando uno muere y se somete al juicio de Dios, aparece él y dice: No. señor. Esta persona es mía, aquí está la prueba (y muestra las uñas y el pelo)” contó a SOMOS un iniciado en el tema.
“'¡Pobre del que pise la sombra ajena!” solían decir los españoles de fin de siglo. Es que semejante herejía significaba mortificar el alma de la persona que iba adelante y acarrearse para sí un sinfín de desventuras. Rito imposible de cumplir en los tiempos que corren, y menos todavía un día de semana, a las dos de la tarde, en plena calle San Martín.
Si hay una zona en Buenos Aires con un pasado teñido de misterios y fantasmagorías, ésa es Belgrano. En su cuento Los afanes. Adolfo Bioy Casares hilvana una espeluznante historia en la calle 11 de Septiembre y nombra el famoso Castillo de los leones, que estaba frente a la casa de los Corvalán (después se transformó en el Club Belgrano), donde más de medio siglo atrás los fantasmas —dicen— andaban como Pancho por su casa y las luces raras y los ruidos de cadenas no dejaban pegar un ojo a los vecinos. Los memoriosos recuerdan también a la viuda, un ánima en pena que se lamentaba por las noches en las cercanías del arroyo Maldonado. y juran que a principios de siglo nadie en su sano juicio osaba caminar de noche por el tramo de Corrientes cercano al Bajo: el chancho, un ánima traviesa que asustaba a los trasnochadores y los robaba, podía aparecer en cualquier momento.
"Por Belgrano R estaba el palacio del escocés —cuenta la escritora Haydé Jofre Barroso, autora de Los hijos del miedo y De la magia y por la leyenda—. La historia transcurrió en 1880, más o menos. Ya viejo, el escocés, hacía la vida imposible a su ama de llaves, con quien, según decían tenía un amorío. La mujer, cansada del maltrato, lo maldijo, y él la echó de la casa. “No importa que me vaya ahora. Siempre voy a volver". le dijo la mujer. Poco después la mujer murió. Cuentan los vecinos que se empezaron a oír ruidos sordos que se veía una extraña sombra que se paseaba por el jardín, La familia que compró el palacio a la muerte del escocés se quejaba de lo mismo. Tanto, que la casa cambiaba de dueño con frecuencia. Nadie quería aguantar las carcajadas. los ruidos de cadenas y las sombras vagabundas. Durante la guerra del 14 llegó a vivir una familia muy creyente y le pidió a un jesuita que exorcizara la casa. El sacerdote murió un día después de la ceremonia, y la gente quedó más asustada todavía. La casa se puso en venta, pero nadie la quiso comprar. La casa se transformó en una gran tapera, y los vecinos seguían escuchando histéricas carcajadas en el jardín”.
Si la mayoría de las leyendas de estas comarcas rezuman un fuerte sabor inmigrante, hay una que es portería hasta la médula: cuchilleros, matones, infidelidades, celos y alguna dosis de machismo. Cuentan que en la época de los caudillos políticos y la mafia orillera, en Avellaneda, un matón a sueldo plantó al caudillo que le pagaba porque se había enamorado y quería retirarse. Se mudó con su mujer a Mataderos, pero al tiempo se le aparecieron en la casa cuatro colegas que tras un breve, pero claro introito ("Venimos a matarte porque nos traicionaste y porque tenés muchas muertes sobre tu espalda ), lo apuñalaron. La mujer, que ya había empezado a cansarse de la mala vida que le daba el matón, lo enterró y se dedicó a otro amor. No hubo paz para ella: el muerto, cuchillo en mano, se le aparecía todas las noches. Creyendo que se había casado con una loca, el nuevo marido la repudió, aunque ella no lo lamentó demasiado porque al mes encontró un tercer marido. Como el fantasma del muerto no dejaba de atormentarla pese a los rezos y las misas in memorian que hacía oficiar una vez por semana, consultó su problema con un sacerdote: “Hágale frente. Hable con él”, le aconsejó. La leyenda cuenta que al día siguiente la mujer apareció muerta, con una puñal clavado en el pecho.
Ana D’Onofrio
Foto: Jorge Aguirre
Revista Somos
11.09.1981


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