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Automovilismo
Éramos tan felices
Una vez alejado de Buenos Aires, el aquí complaciente Jean Pierre Beltoise, astro del equipo francés Matra, lanzaba en Río de Janeiro palabras poco amistosas referidas a la temporada de Fórmula 3 en la Argentina, Aquí, la aplastante superioridad de los franceses sobre los pilotos locales obligaba a un análisis retrospectivo y a investigar las consideraciones de los protagonistas sobre el camino a seguir.
Rayados, remendados, casi desvencijados, esperan que se cumpla su destino. Son los ocho coches Fórmula 3 importados por el Automóvil Club Argentino y la Scudería Automundo. Entraron en la Argentina con un permiso limitado de residencia —90 días— para competir. Vencido ese plazo, volverán a sus países de origen, si no triunfan las gestiones que se realizan para su radicación definitiva. “Antes —afirma Jorge Cupeiro, ya sin enojo—, era otra cosa. Los nuestros corrían en equipos oficiales. Ahora corremos con lo que nos dan. Lo que tenemos que hacer es fabricar y correr nuestros propios autos. Habrá que convencer al Gobierno de que debe permitir la importación de piezas. ¡Para traer un carburador hay que meterlo casi de contrabando!”.
Dos prestigiados talleristas enfrentan la situación con diferente perspectiva. El sedimento que dejó la temporada internacional, teñida de color francés, golpeó sus rostros de distinta manera. Tulio Crespi arrojó el guante; Vicente Formisano lo recogió.
Tulio Crespi (27 años, casado, tres hijos) acaba de renegar de su ruidoso oficio de sastre de coches. No hace un año (ver Nº 198) había confesado con orgullo: “Lo que faltaba aquí es lo que hago ahora”. De sus manos encallecidas, pero sutiles, había brotado un puñado de Minijuniors (Fórmula 4), que eran para él un deslumbrante timbre de honor. Inesperadamente, sin embargo, tomó la decisión: “Estoy cansado —confiesa, con desencanto— y lo dejo todo. Mi sacrificio fue inútil. No quiero saber nada. Los fierros, claro, son como un vicio, pero esta vez estoy firmemente dispuesto a desintoxicarme. No fabricaré más autos de carrera”. Crespi intentó dejar tres veces su obsesionante pasión de artesano, pero regresó a ella como un lacerante amor inolvidable. “No —desliza, casi compungido—, ahora es otra cosa. Basta de estar enamorado de una utopía. Nadie fue capaz de darme una mano. ¿Para qué queremos coches argentinos si no los dejan correr? Yo pedí que nos permitieran andar con un Fiat y se negaron. Necesitaba comparar para darme cuenta de dónde estábamos. Todo fue inútil.” Al borde de la desesperanza, remata: “Ahora me dedicaré a enderezar compactos”. Su taller de la calle Oro al 1700 seguirá, empero, retumbando; será, naturalmente, otro martilleo. De las manos de Crespi, un fornido ex levantador de pesas, se escaparán golpes ya sin lirismo, fríamente comercializados. “No importa —agrega—; ¿para qué me sirvió lo otro? Fui, realmente, un iluso.”
A muchas cuadras de la calle Oro, muy próximo al río, en Azopardo y Cochabamba, un ex camionero que metódicamente llegaba a Buenos Aires con una montaña de azúcar desde Tucumán, ha resuelto prolongar la abandonada pasión de Crespi por ese “horadante vicio de los fierros”. Vicente Formisano (37 años, casado, 2 hijos) intentará revivir aquel impulso ya muerto. Construirá veinte unidades, “para empezar”, a las que bautizará con un nombre que revela su admiración por uno de los autódromos más veloces del mundo: Rafaela. Serán autos distintos a los de Crespi: unos Fórmula 3, con motor Fiat o Peugeot 404, adaptables a la Fórmula 2, según la planta motriz que les dé vida. Formisano, un obsesivo en el límite de la manía (en 1963, en el Pan de Azúcar, volcó con un coche pintado de verde y desde entonces “no se pone ni siquiera debajo de un árbol”, según uno de sus allegados), es sólo un artesano teórico. No dará mazazos como Crespi; su función será la de un armonizador de piezas. Su taller se transformará en un bullente laboratorio del que surgirán esas unidades a un costo que, sin motor, “no creo que vayan mas allá de los 500.000 pesos. Yo —aclara— sólo me reservaré el veinte por ciento para los gastos. No pienso hacer negocios con ellos; sólo aspiro a que los pilotos argentinos tengan la posibilidad de intimar con un Fórmula 3 y afrontar airosamente la próxima temporada internacional”.
Jean Pierre Beltoise, la flagelada estrella del equipo francés Matra —cicatrices en la pierna izquierda, en la espalda y en el pecho luego de un accidente que estuvo a punto de costarle la vida—, provocó con su rosario de triunfos en la Argentina —cuatro sobre otras tantas pruebas— una electrizada corriente de desquite en el mundo tuerca local. “No es posible —confía Formisano— que siempre andemos de a pie. Nos ganaron en máquinas, en preparación, en organización, casi en todo. Con lo que me propongo hacer pretendo que no nos ganen en habilidad conductiva.” Los veinte Rafaela, F-3, para cuyo nacimiento muchos fabricantes de partes aplicarán únicamente el precio de costo, comenzarán a ser armados en los primeros días de marzo. “En dos o tres meses ya estarán listos todos”, exclama Formisano con la fe que caracteriza todos sus proyectos y que lo lleva a experimentar permanentemente para arrancarle a sus detonantes monstruos, sean de Turismo de Carretera o de Gran Turismo, un kilómetro más en la imprevisible batalla del vértigo.
Miguel Angel Merlo (52 años, casado, tres hijos), periodista especializado de La Razón, a quien el viejo del automovilismo “se me injertó a las siete de la tarde de un día de 1949”, propone sus soluciones para que el piloto argentino deje de zigzaguear por el camino de la improvisación: “Yo sugeriría la radicación en la Argentina de un Brabham, de un Lotus y de un Matra, aunque sea por vía diplomática. Aquí se conforman con hacer rodar a un hombre encima de un auto. A mí me parece que es como recetar una aspirina para curar un cáncer. Yo creo que no es necesario comprar los autos hechos; hay que fabricarlos. Si a los pilotos se les asegura que va a haber competiciones, se puede hacer un buen stock. Con el Lotus, el Brabham y el Matra radicados, se podrá concretar un intento de copia con su ulterior mejoramiento. Tenemos motores 1500 y los argentinos Doseen una sobresaliente aptitud artesanal. ¿Por qué no vamos hacia el acostumbramiento del piloto con su coche, para que en febrero no resulte insólito sentarse en un Fórmula 3?”.
Para Federico Kirbus, cronista especializado de La Prensa, la Argentina está, automovilísticamente, un año atrasada. Burlonamente, aclara: “Cuando en Europa ganaron los Brabham, trajimos los Brabham y ganaron los Lotus, y cuando trajimos los Lotus ganaron los Matra. Los pilotos extranjeros tienen una sensibilidad especial a fuerza de compenetrarse de sus coches. Es como si tuviesen su piel en carne viva. A Beltoise le corrieron dos milímetros la barra del estabilizador, y manejando su Matra lo encontró extraño e inmediatamente se dio cuenta. A los nuestros se les corre diez centímetros y no lo advierten. Eso sólo quiere decir que los franceses son como si formaban parte de sus coches, como si fuesen una pieza más de ellos. No hablamos de diferencias conductivas, sino de adaptación, de compenetración, de una sensibilidad ejercitada sin descansos”.
Carlos Marincovich (23 años, soltero), nacido en Arrecifes, “la ciudad del automovilismo”, generoso vivero de astros, realizó su bautismo con los F-3 en la temporada que acaba de finalizar. Fue el hombre que sufrió el más violento trasplante: del grueso TC al hipersensible manejo de aquellos encabritados escarabajos. Sus sensaciones a través de ese trasvasamiento no fueron, sin embargo, agudas: “Me pareció como si, en lugar de estar en un cine cubierto, me hubiese puesto a ver una película en un cine con el techo corrido”. En el Autódromo Municipal, en Mar del Plata y en Córdoba mostró una ejemplar obstinación de aprendizaje. Giró vueltas y vueltas y fue, entre los argentinos, el que impresionó a varios de los extranjeros como el piloto con mayor futuro. Sin evadirse de su parsimonia, Marincovich confiesa que los visitantes no lo asombraron. Por lo pronto, le cuesta creer que, conductivamente, sean mejores que muchos de sus colegas. “Me resisto a admitir que estos europeos sean unos fenómenos.” E inmediatamente agrega las quejas ya tradicionales: “Ellos están mucho mejor montados que nosotros, tienen más práctica, corren casi todos los días del año y poseen una organización al milímetro. Yo quisiera verlos si nosotros tuviésemos autos iguales a los de ellos. Tenemos que pensar en hacer nuestros propios autos; es la única manera, de enfrentarlos con posibilidades de éxito. De lo contrario, seguiremos perdiendo el tiempo, porque no es posible que alguien pretenda que ganemos cuando corremos después de haber andado en las prácticas apenas unos minutos”.
Entre tantas voces coincidentes se alza una discordante. Es la de Héctor Staffa, el diminuto jefe de la Oficina de Carreras del Automóvil Club Argentino: “Primero hay que valorizar a los pilotos argentinos, tratar de que se destaquen, para lograr un puesto en los equipos oficiales europeos. Se habla de construir coches en la Argentina, pero ¿cómo va a competir contra una experiencia de cincuenta años? A través de la historia está escrito. ¿O no se acuerda de Juan Manuel Fangio y de José Froilán González? Ellos siguieron el camino lógico: primero sobresalieron y luego fueron contratados por esa experiencia de cincuenta años”.
Parapetado en sus espesas cejas rubias, Horace Steven (42 años, casado), jefe del equipo del Automóvil Club Argentino, desgrana pausadamente las razones que concretaron la aplastante victoria del equipo francés Matra. Ordenado, sin entregar nada a un impulso, este hombre-método confiesa: “Si analizamos fríamente la temporada, pienso que nos dejó un saldo positivo. En ella vi dos casos que me llamaron la atención: primero, la demostración más cabal de lo que a nosotros nos hace falta, o sea construir el auto con que vamos a participar, y segundo, la desorganización de todos los que compitieron en F-3, fuesen argentinos, ingleses o italianos”. Steven no se molesta por las críticas que despertó todo lo que rodeó a la participación argentina en la temporada. No trata de destruirlas, sino de aclararlas: “Hay algo que el hombre no podrá fabricar nunca y eso es el tiempo. Nosotros no lo tuvimos. La enorme ventaja de Matra fue, precisamente, la de ser, a la vez, fabricante y participante. Montaron una organización espectacular, en la que todos, hasta el último, sabían lo que tenían que hacer. Fue una de las demostraciones más altamente especializadas que yo he visto en toda mi actividad automovilística.”
Steven recuerda algo que recogió la prensa argentina con acentuado asombro. Jean Pierre Beltoise llegó a Ezeiza un viernes al mediodía y dos horas después establecía en el Autódromo Municipal el mejor tiempo de la jornada. Tan vertiginosa adaptación al circuito rodeó a Beltoise de un halo de imbatible, al par que a su alrededor se levantaba un coro de encendidas alabanzas. “Bueno —añade Steven—, Beltoise tiene como piloto un mérito excepcional, pero su registro de esa tarde no fue, ni más ni menos, que el triunfo de la organización. En Francia tenían un plano de nuestro autódromo y una lista de tiempos. Beltoise sabía que podía marcar ese tiempo y lo marcó.”
Steven no se aparta de su rigor, pero de pronto fabula: “El automóvil habla; el automóvil le va hablando al tipo que va arriba y ese tipo que va arriba tiene que saber hacerlo hablar. Yo debo conseguir al hombre capaz de hacer lo que teóricamente me fijé que debe hacer al auto. No siempre se consigue que la teoría y la práctica se sobrepongan, lo que sería ideal, pero se habrá ganado mucho ni bien se pueda hacerlas aproximar; eso se consigue sólo con organización, con preparación, con entrenamiento, haciéndole hacer al piloto lo que yo quiero que haga de acuerdo con el rendimiento de su coche. Sí, el auto habla y hay que entrar en su conversación.”
Sin exaltarse —“Sólo los necios pueden sentirse molestos porque les señalen un defecto”—, Steven parece haber entrado también en la corriente del enfervorizado Formisano. El ACA lo contrató sólo para dirigir a su escudería durante la temporada. Las funciones de Steven, pues, han cesado, pero no se quedará cruzado de brazos. El también padece del “vicio de los fierros”, y por ahora no tiene ningún interés en desintoxicarse. “Yo aspiro —desliza, ilusionado— a que los pilotos argentinos sean invitados a correr en Europa. Voy a poner un taller para comenzar a trabajar. Todavía no he encontrado el sitio, pero lo encontraré. Por lo pronto, cuando esté instalado atenderé la línea Renault e iniciaré la construcción de dos Fórmula 3 totalmente argentinos. Tenemos una necesidad de hacer. Hay que demostrar que en la Argentina tenemos capacidad. Para admitir una mayor aptitud de pilotaje sobre nosotros tendríamos que admitir una mayor inteligencia, y eso no existe. Lo importante de la temporada —reitera— es que nos dejó un saldo positivo; nos lo dejará si aprendemos la lección. Lo que hace falta en el país es continuidad.”
Jean Pierre Beltoise y sus comparsas, Jean Pierre Jaussaud y Jean Servoz-Gavin, habían encendido una chispa que comenzaba a prender como una llama en el amor propio de sus vencidos. La Matra sabía que no tenía competidores; quizá por ello su director técnico desparramó su plan de carrera a sus pilotos, en la última reunión del Autódromo Municipal, sin preocuparse de los oyentes. Un círculo de curiosos rodeaba entonces a los tres pilotos franceses, mientras su director, frente a un papel y lápiz en mano, trazaba la estrategia a seguir por sus vertiginosos pupilos. Tal vez esa subestimación, esa suficiencia, tardará en ser olvidada. El lápiz de Leguesec ha puesto en movimiento el combate del desquite. ♦
PRIMERA PLANA
Nº 217-21 de febrero de 1967

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