Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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BALNEARIOS VIDRIOS, RATEROS ARENA Y OMBLIGOS Eran como veinte. Oscuros, pilosos, exaltados, ambulaban por la pedregosa superficie de El Ancla, durante el verano de 1968; muchachas solitarias, vendedores de alfajores y gaseosas, propietarios de ínfimos locales playeros, sucumbían ante la ferocidad grupal de los rateros, ese blitzkrieg de extramuros. Otra raza, los patos vicas, también frecuentaban la costa, amedrentando a pacíficos viandantes con sus matoneos hipertróficos. Gradualmente, frente a la impotencia con que debía soportar los embates vandálicos, la gente playera optó por la única solución posible: regresar a las terrazas, olvidarse de la costa, o migrar. Pero no todo estaba dicho: el 24 de febrero de 1968, cuando aún las correrías depredadoras vivían su apogeo, el Intendente de Vicente López, coronel Luis Amboldi, inauguraba, ampulosamente, el Parque Balneario Llavallol. Allí, una empresa concesionaria, Espacio SA, ponía fin a una tradición de malezas, basurales e incursiones nocturnas de dos generaciones de amantes: una pileta circular de natación con 35 metros de diámetro, 5.000 metros cuadrados de superficie parquizada, locales, una franja de terreno cubierta de arena, daban a entender que los 124.000.000 de pesos utilizados en las reformas eran plenamente justificados. Un año más tarde, Espacio ponía fin a su aventura: otra empresa, Playa Dorada SRL, se hacía cargo del terreno, dándole igual nombre al balneario. Playa Dorada ha sido, durante el verano actual, un éxito sereno, en donde los beneficiarios principales son jóvenes señoras con hijos pequeños, señoritas poco aventuradas, muchachos cuyo extremismo más exultante consiste en un golpe de paleta certero, parejas descansadas junto al río a la hora de la siesta. Pero poco duró esa simple felicidad: la basura ha vuelto a recrearse, los matorrales a florecer, las piedras surgen entre la arena, el raterismo se incuba, estalla en automóviles y bolsos. “Lo que padeció Mar del Plata en su momento —narra Ricardo Grosso, 24, soltero, propietario de un expendio de sandwiches y bebidas— lo padecemos nosotros ahora. Ante ese saqueo continuo, la gente se va, no se arriesga. Pedimos la colaboración de los dueños de la concesión y, con la ayuda de la Policía Montada de San Isidro, conseguimos vigilancia. Acá hay tipos que se la pasan mangueando puchos, agua, revolviendo los bolsos de las chicas; muchas, a lo mejor por miedosas, se dejan robar. Entonces, ¿qué va a hacer la Policía?” En la Comisaría 5ª de Vicente López también se hacen esa pregunta. Impotentes por la falta de medios y personal, lograron que, sábados y domingos, un carro de infantería completo, con perros, se estacionase en la calle Vernet, en la entrada a la playa. Muchos ánimos se calman, muchas asperezas se suavizan. Un joven oficial, enérgico, no acepta dar sus datos personales, pero se entusiasma ante los hechos: “A la playa vienen 15.000 personas, en un buen fin de semana: un bolso o un auto abierto son invitaciones al robo. Los pungas son pibes de entre 14 y 19 años, que vienen de Boulogne o San Martín, y como andan en la mala, se dedican al saqueo. Patotas o patos vicas acá no se conocen”. Playa Dorada está dividida en dos sectores: la playa, de entrada libre, y la pileta, a la que se ingresa oblando 600 pesos los días hábiles, y 1.000 los feriados. Sin embargo, salvo excepciones no demasiado honrosas, la gente de ambos lados es idéntica. Las señoras Lita y Marta dejaron la edad y el apellido en sus casas, de Belgrano, pero, tres veces por semana, eligen “la Dorada” como recreo de sus hijos en vacaciones. “A los chicos hay que llevarlos a tomar sol y aire. Esto es lo que tenemos más cerca, pero si fuera por nosotras —arguye Lita, comandando el grupo— no veníamos más; odiamos esta playa: es fea, sucia, los chicos siempre están en peligro de cortarse con vidrios y piedras.” Y eso no es todo; la señora Marta tiene su parte: “Aquí cobran, por usar los baños, 150 pesos cada vez. Es una barbaridad. No sabemos qué hacer, porque los chicos piden ir cada media hora”. La realidad muestra dos edificios medianos, modernos, en donde el precedente, alevoso, se concreta: mientras una de las construcciones es utilizada por los concurrentes, previo pago del arbitrario arancel, la otra perdura como vivienda para el personal de la playa. Una canilla vecina al portón de entrada, sobre la calle Vernet, es el único medio con que han contado 10.000 personas, para higienizarse luego de su estadía en la playa. No necesariamente la violencia es física: puede ocurrir que un documento rubricado por presuntos responsables induzca a ciertas exteriorizaciones airadas: un servicio normalmente gratuito, convertido subrepticiamente en privado, que obliga a pagar por su usufructo, es, también, una forma de violencia cotidiana. Hartos, coléricos, será factible ver a los visitantes estivales comenzar nuevos e impredecibles éxodos. PRIMERA PLANA Nº 474 • 29/11/72 |
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