Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

bergara leumann
MITOLOGIAS:
Con perdón de la palabra

Mientras Telba —una diminuta y afanosa factótum— le abrocha el guardapolvo, Eduardo Gustavo Bergara Leumann, 36, revisa su guía de libreto, cambia un proyecto de entrada, discute la duración de una toma con el director (Osías Wilenski), saluda a un amigo, graba una entrevista para la radio y se impacienta porque no encuentran su pasaje. Cinco minutos después, la imagen de un ángel dilatado, con alas de cartón y halo de plástico florido, inaugura el programa.
Como la otra, que nació hace dos años al 600 de la calle Lima, esta Botica del Ángel, la televisada, destila el humor —sutil (a veces), directo, corrosivo y tierno— de su ideólogo. Como en la otra, es el público en el estudio o en su casa, el directo beneficiario de la fórmula: un regocijado inventario de los desvaríos y grotescos yacentes en el tango “rante” o en la poesía que ornaba los salones fin de siècle, un reportaje cándido y malevolente, el reto disparado sin cesar (a todos, a cualquiera) para asumir el liviano desprejuicio del show, su lenguaje festivo, la evocación impía de cualquier pasado —el minué, la milonga o el cante jondo— que la nostalgia pueda rescatar como camp, la primicia de gente que “se larga a hacer otra cosa”, son algunas de las posibilidades. Pero no hay límites. “Si todo el mundo no hablara de comunicación hasta el hartazgo, la imposible palabrita me vendría muy bien para definir la Botica. Porque, en síntesis, se trata de eso”, acierta El Gordo beatíficamente, y corre a maquillarse.
Tras una mesa improvisada detrás de la escenografía, en un rincón del estudio, Bergara se embadurna concienzudamente, vigilando el proceso en un espejito mínimo: “Detesto verme; cuando reviso los tapes, sufro como un condenado. Me gusté una sola vez, cuando estaba disfrazado de... no me acuerdo... y nunca más.” De todos modos, los sofocos del programa no le permiten pensarlo demasiado, y los planes de un viaje a Europa, que comenzó el domingo pasado, acaparan todo su fervor.

En blanco y negro
“Desembarco en Amsterdam, vestido de Ángel y, si el frío no me mata allí mismo, entrevistaré al mito nacional: la vaca. Después, en Londres, vamos a filmar un reportaje a la Reina, del que no quiero contar nada porque es muy divertido, y más tarde, en Nueva York, grabaremos cosas en sitios importantes, como Times Square, la Fifth Avenue y eso... ”, delira mientras sé acomoda el jabot de una camisa de torero. En ese momento, Andrés Percivale, su compañero de viaje, descubre que el pasaje perdido es el suyo, Bergara trata de consolarlo y Wilenski ordena comenzar la grabación.
Pero el desorden no es más que una apariencia. El programa, en realidad, se robustece a través de tres reuniones previas (de tres horas cada una) entre María Rosa Vaccaro (especie de libretista), Andrés Percivale (especie de productor y public relations man) y Bergara, que elude definiciones y extiende la elusión a sus colaboradores. Después, bastará un ensayo “tan largo como sea necesario”, revisado y criticado en un último cónclave, para enfrentar las cámaras en grabaciones que nunca sufren un atraso, que funcionan como si todo se hubiera improvisado con naturalidad, en ese preciso instante.
Para lograrlo, el Ángel monitor ha elegido un equipo mínimo de colaboradores, capaces de cantar, bailar o recitar cualquier cosa, de tentar al público para que participe, de transmitir —tan fresca como fue concebida— la imagen de una fiesta total. Vestidos invariablemente en blanco y negro (con algún toque de rojo para los trajes más sofisticados), ellos y los invitados —Blackie y Jovita Luna, Marikena Monti y Los Montoneros, Perla Santalla y los Zupay, Nacha Guevara y Héctor Alterio— arrasan con cuanta convención les sale al paso.
“Se habla, con cifras y solemnidad, de la clase de programa-tipo que quieren los espectadores-tipo: Doña Rosa y Doña María. Yo no creo en todo eso, nunca he creído”, espeta el Ángel.
Evidentemente, el público tampoco; su programa empinó el rating de un horario imposible —las doce de la noche— desde cero hasta 5 puntos y, con el pretexto de un concurso, recibe una imprevisible correspondencia que enternece a Bergara: “Tengo dos hijitos y nunca puedo salir de noche —escribe una sagaz espectadora—, pero su programa me ha hecho sentir de nuevo en el mundo y comunicada con la gente de verdad. Porque no se parece a esas pavadas que dan constantemente”.
“Escriban, escriban —los urge el Ángel—, aunque no sepan, escríbanme igual, porque me gusta.” Inmediatamente abandona el tono benigno para agredir a un espectador presente: “Y usted, m’hijito, ¿por qué hace tanto barullo? ¡No sea compadrito, por favor!” Pero, un momento después, el silencio es perfecto, una ceñida evocación de Buenos Aires embelesa a todos: Héctor Alterio recita textos de Carlos de la Púa y Julio Cortázar.
Obligado, por su viaje, a adelantar la grabación de cuatro programas, “mientras planea, tramita, papelea y sufre”, el Nene, como le complace llamarse, vacila constantemente entre el soponcio y el vértigo, pero no pierde el humor: “Me arruinaron el cuadro que parodiaba a Libertad Lamarque cantando Como un pajarito quisiera volar. Claro que mi pretensión de que, realmente, saliera del aljibe volando, era un poco exagerada. Pero cuando vi que tema que arrastrarse, me puse a llorar, se lo juro”.
En general, sus ambiciones no son menos imaginativas pero sí más viables. Le basta, habitualmente, con poblar el pequeño tablado de un grupo de espectadores que bailan, para dotar al programa de una vitalidad inédita. Le basta bromear con cualquiera de los presentes, espectables o no, para reivindicar una de las funciones del lenguaje, hablado o televisado: sorprender, y también hechizar. ♦
Página 49 - PRIMERA PLANA
Nº 321 - 18 de febrero de 1969

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