Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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GARDEL 40 AÑOS DESPUES A cuatro décadas de su desaparición, Carlos Gardel sigue en pie como realidad del tango cantado. Las tabulaciones del mito o los estragos de la sociología no rebajan su trascendencia. Cada vez que un disco revive su voz se enciende la fiesta del recuerdo y la nostalgia. Es una voz que vive más allá de la cursilería y la glosa banal de los que aprovechan su memoria. ![]() El argentino medio, de 30 años para arriba, ajeno por igual a la garrulería de los glosadores y al esoterismo de los sociólogos, sigue fiel al Gardel básico e incontaminado. Una comprobación irrefutable lo sustenta: se trata del mejor cantor que produjo el tango. El resto, supone con justicia, es verso. A ese Gardel, intacto y demitificado, recordamos hoy. Ninguna historia, rosa o negra, disminuye su importancia. Si fue amigo de Ruggerito, es cosa de él. Si en la infancia, la “mishiadura” lo forzó a la búsqueda del peso por cualquier camino o si en París —ya grandecito— festejó a señoras de arqueológico porte es algo que sólo cuenta para los ganapanes del amarillismo. Lo que Gardel es Para nosotros Carlos Gardel es su voz, su estilo y, en revisable medida, su repertorio. Su historia personal no existe. Que cada cual se la invente como quiera. Cualquier archivo periodístico ofrece material para urdir cien biografías posibles. Con novia o sin novia. Con amor a Buenos Aires o con desdén. Con giras triunfales por las provincias o con actuaciones frente a salas semivacías. Con la amistad entrañable de Razzano o con una bronca furibunda, ventilada a través de cartas que se hicieron públicas. Con todo. Y para todos. Hace años, en una velada tanguera a base de discos de Gardel, un periodista, sentidor como pocos del fenómeno porteño, acuñó una frase que vale por toda una gardeología: “Cuando este tipo canta parece que inventara la letra de los tangos; da la sensación de que nadie los hubiera cantado antes”. En efecto, un tango cantado por Gardel anula toda posibilidad de éxito a sus sucesores, salvo que caigan en el ridículo pecado de la imitación. El estudioso —en serio— de nuestra música popular, Luis A. Sierra, sostiene que Gardel es el inventor del tango-canción. A partir de Mi noche triste (Castriota y Contursi) inauguró el género. Todo lo que vino después fue paráfrasis. Como en la cosmovisión de Borges (“un libro es todos los libros; un hombre todos los hombres”), un tango —cantado por Gardel, naturalmente— es todos los tangos. El grave fraseo de “percanta que me amuraste”, allá por 1917, inició la epopeya. El tiempo, que se come todo lo que no sirve, guarda entera la verdad de Gardel que ninguna banalidad rebaja. El peso de la nostalgia Hay también un Gardel menor e inofensivo para los simplemente nostálgicos. Es bueno, porque es de antes. Como Caruso, como Masantonio o como Canaro. O como la tienda La Piedad. Ese Gardel pertenece a la vieja ciudad pre-consumista, con el dólar a 4 pesos. Y moviliza recuerdos de paraíso perdido. Recuerdos melancólicos. Legítimos. Pero sin rescate. Es un Gardel para escuchar en victrola, minga de estereofónico. Desde la rejilla su voz metalizada puede suscitar módicas magias a domicilio con el vals Nelly o el foxtrot Manos brujas. Todos los Gardeles conjeturables, desde el mítico hasta el habitual, desde el buen mozo con “la pinta” que le endilgara Celedonio Flores en “Corrientes y Esmeralda” hasta el gordito petizón del peinado a dos aguas, caben en el folklore de la ciudad. Ninguno estorba, en definitiva, a la verdad esencial que es su voz. Esa voz que se hace sentenciosa y reflexiva en La gayola, cachadora en El que atrasó el reloj, sobradora en Primero yo y alucinante en La mariposa. Al Gardel con la voz de Gardel rescatamos aquí, a sabiendas de que 40 años “no es nada”. ♦ [Rodolfo Valdezama]. REDACCION 06/1975 |