Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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Carnaval la invasión de los ye-ye Cuando el locutor anunció la actuación de Los Bulldogs, cinco mil gargantas prorrumpieron en silbidos, insultos y abucheos. Una lluvia de monedas y alguna que otra piedra cayó sobre el tablado del club Vélez Sársfield, la noche del lunes de la semana pasada, en tanto improvisados grupos de choque amenazaban con destrozar todo si el cuarteto de delirantes insistía en llevar adelante la función. Por supuesto, Los Bulldogs desaparecieron del escenario. En plena retirada, uno de ellos le reprochó al locutor: “¡A quién se le ocurre decir que somos uruguayos, cuatro días después de lo que pasó en el estadio Centenario!” La batahola se desvaneció pronto al conjuro de un shake, y nadie pudo decir que alcanzó a empañar el clima de infatuado regocijo que tradicionalmente campea en los bailes de Carnaval organizados por Vélez. En los últimos diez años, por lo menos, ese clima se respira sólo en los clubes; puertas afuera, el Carnaval porteño muere plácidamente a despecho de unas cuantas patotas de chicos que se bañan a baldazos, para regocijo de sus mamás. Pero mientras las sociedades vecinales pierden interés en prolongar la agonía de los corsos, los clubes concentran toda la euforia de la juventud y se enfrentan en sordas guerrillas para conseguir el concurso de los ululantes de moda. Nunca como este año, el Carnaval congregó a tantos ídolos ni movilizó a tantos intermediarios; pero como los cachets exceden frecuentemente las posibilidades de un solo instituto, no había antecedentes de que el sistema de contratos en cadena pudiera prohijar tantos contubernios, tantas protestas. Sacha Distel y Johnny Halliday, las estrellas de cabecera, fueron contratados por 19 mil dólares cada uno, pasajes y gastos pagos, por 18 presentaciones, a dos por día. El ciego José Feliciano gana 200 mil pesos por función y realiza cuatro por noche, en otros tantos clubes; el trío Los Panchos, 150 mil; Los Shakers, 75 mil, y se reparten en seis clubes. Las protestas corren por cuenta del público, debido a que ningún cantante puede cumplir puntualmente sus compromisos, e inclusive porque los promotores urdieron una trampa funesta: ningún affiche de club advierte que los cantantes alternan en cuatro ciudades (Buenos Aires, Rosario, Mar del Plata y Punta del Este) y que su presencia no es cotidiana en cada sitio. “La gente va a un baile, se entera que su artista favorito actuó allí el día anterior y que ahora está en Rosario y se arma el gran batifondo. Es un negociado deplorable”, convino Lucho Avilés, columnista de espectáculos del vespertino Crónica. Es una estafa a 200 pesos por cabeza”, la tarifa promedio que cobran los clubes. Sin embargo, esos trastornos no alcanzaron a retacear el frenesí de decenas de miles de fanáticos, desbocados sobre una tarima para tocar, estremecerse y suspirar al ladito de sus héroes: el amargado Halliday, a dos meses de su intento de suicidio, acaparó buena parte de esa fiebre; el canadiense Paul Anka, ahora en decadencia, pudo comprobar que Rosario era capaz de devolverle su antiguo arraigo, y se sometió con gusto a los besuqueos y a las propuestas que una cohorte de jovencitas le hizo a la salida del Club Provincial. Allí mismo actuó el legendario Palito Ortega, que cobró a razón de 120 mil pesos por canción, y a quien un remolino de mujeres, arrodilladas a su alrededor, le pidió que postergara su casamiento con la actriz Evangelina Salazar. Palito escapó por los fondos, saltando una tapia, no sólo para esquivar la estampida sino para llegar a tiempo a otras tres ciudades de Santa Fe. Estaba previsto que a un promedio de 120 kilómetros por hora llegaría a tiempo a todas partes. Los preferidos de Momo obligaron a montar una flota de 25 automóviles y dos aviones para trasladarlos a sus lugares de actuación. Hasta fines de semana, los raids produjeron tres choques, de los que la ye-ye Claudia (en Campana), Alberto Castillo y el conjunto Los Gladiadores salieron con contusiones leves, redimibles con el maquillaje. En general, los patrulleros hacían la Vista gorda y se conformaban con un autógrafo en cuanto identificaban a los infractores. La prebenda no alcanzó a algunos rostros no del todo familiares, como el de Altemar Dutra, ni al batallón de sacrificados aspirantes a la gloria, englobados en el rubro relleno. Traquetean todavía más que los otros, pero cobran lo acordado por el Sindicato de Artistas de Variedades: 1.964 pesos el solista amateur, 3.927 el profesional, por presentación. Por supuesto, tanto vértigo apuntaba no sólo al cumplimiento de contratos cada vez más estrictos en cuanto a horarios, sino a que nuevas multitudes se sumaran al enardecimiento con vistas a incrementar la venta de discos. Está visto que el Carnaval es el trampolín que sostiene la popularidad del nuevaolerismo por el resto del año; es entonces cuando casi todos estrenan o incorporan nuevas canciones a su repertorio, lanzadas al mercado apenas Una semana después. En tal sentido, ningún aparato está tan bien calibrado como el que preserva la fama de Halliday, un simulador cuidadoso de que cada rulito de su patilla esté en su lugar. El jueves, Johnny se instaló frente a un complejo electrónico de siete micrófonos y a un mezclador de sonidos manejado por un técnico que trajo de Francia, el Canal 13, y grabó cuatro programas de 22 minutos cada uno. Vestido con sus habituales ropas fúnebres, se desgañitó y representó su típico histerismo, en tanto 35 chicas contratadas por su manager aparentaban haber contraído la epilepsia. De tanto en tanto, el manager le alcanzaba una copa de agua mineral pata que no decayera su imprescindible cuota de transpiración. A los periodistas no cesó de repetir su estribillo de cabecera: ‘‘Estoy cansado de todo, la muerte es tan vital como la vida”. Distel, su coequipier, lució más sobrio, y aunque cosechó menos delirio quizá sea él quien compita con Ortega (autor de La Felicidad) en la punta de los rankings de venta de discos: su versión de Incendio en Río, que Ben Molar vertió al español mientras viajaba de Ezeiza a la Capital, se erigió en el hit del Carnaval. “Evidentemente —reseñó el ácido Avilés—, los artistas aguzan todos los medios para que ese Cuarto de hora dure lo más posible”. Y quienes los rodean no dejan recurso sin explorar. La sobrevivencia de Anka, por ejemplo, depende de un sonidista japonés que manipula 20 cajas para que su voz fluya todavía más trémula. Carlos Bailón, comandante de Escala Musical, todavía lamenta que “la custodia de Feliciano nos cuesta 4 mil pesos por hora”. Escala y Ventana al Éxito, una cofradía que obedece al lánguido Antonio Barros, monopolizan las grandes recaudaciones (Vélez y San Lorenzo, respectivamente) y a las figuras más representativas de la música ye-ye. Barros (“Soy un maestro soñador”, y para Sus enemigos “un mercachifle de la ternura”) acumuló casi 12 millones de pesos en las primeras cuatro noches. Bailón estipuló que al cabo de los 8 bailes Escala embolsará 50 millones, “pero habrá que repartir 15 millones entre SADAIC y el fisco”. Aspiraciones que están muy por encima de las que abrigan los promotores de Argentinos Juniors, cuyo field de fútbol se convirtió en el único bastión exclusivamente tanguero. Seis orquestas, con Alfredo De Angelis a la cabeza, no alcanzaron a recaudar 2 millones de pesos. “Hemos conseguido demostrar que el tango no ha muerto”, clamó el maestro de ceremonias. Pero, claro, la juventud estaba en otra parte. PRIMERA PLANA Nº 216-14 de febrero de 1967 |