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Julio Cortázar: El escritor y sus armas políticas
Luego de su paso por Chile, donde asistió a la asunción presidencial de Salvador Allende, Julio Cortázar se quedó diez días en Buenos Aires. Era la primera vuelta a la Argentina desde 1962: en ese largo lapso creció su fama literaria y se intensificó la toma de conciencia política que, de alguna manera, ya insinuaba Rayuela. El texto que sigue es el de la única entrevista concedida por Cortázar a un órgano de prensa argentino. Fue encomendada a Francisco Urondo, quien dialogó con él durante dos horas y media en una vieja casa de Palermo ante un par de vasos de whisky, un perro silencioso y un magnetófono cuya fidelidad atestigua este reportaje.

cortazarPanorama. —¿Cuál es su opinión sobre el actual proceso de Chile?
Julio Cortázar. —Mi opinión puede ser como la famosa historia del tipo que se pasó cinco horas en un aeropuerto chino; allí vio por casualidad a un chino albino y después volvió a su país diciendo que todos los chinos eran albinos. Lo que puedo dar es una serie de impresiones fragmentarias.
—¿Cuáles son, al menos, sus impresiones políticas?
—Nada de lo que haya dicho, de lo que diga o de lo que diré, tendrá valor de análisis político. Mis impresiones fueron una verificación digamos popular, anímica, y hasta poética, de todo lo que había venido leyendo en el avión para documentarme: un largo ensayo que había hecho Carlos Núñez para Prensa Latina con todos los antecedentes sobre el proceso electoral de Allende. De ese trabajo surge la idea de que el socialismo tiene un gobierno que se inicia bastante condicionado por una serie de factores preelectorales, electorales y por supuesto poselectorales, cosa que se nota, me parece, en la composición del gabinete. Se supone que ese gabinete es un poco provisional, que va a durar hasta el mes de enero y que después habrá cambios; pero la presencia de dos ministros radicales ahí adentro ... Evidentemente, es gente que de ninguna manera puede estar avalando de corazón los cuarenta puntos del gobierno de Allende. Me pareció notar en Chile —mejor dicho en Santiago, porque yo solamente estuve en Santiago— un sentimiento de gran alegría, de gran satisfacción, un sentimiento de que había una especie de justicia que se estaba cumpliendo. Las elecciones traducían realmente un sentimiento mayoritario, aunque Allende haya ganado por tan poco margen. Eso, además, lo verifiqué en detalles de tipo anecdótico; por ejemplo, algunos de los escritores que me fueron a buscar y me acompañaron. Me dijeron, casi inmediatamente, que eran gente que había votado por Alessandri; y además tenían especial interés en hacerlo saber. Pero si bien habían votado por Alessandri, entendían que Chile estaba antes que nada y que, por lo tanto, colaborarían plenamente con el gobierno de Allende. Ahora, desde luego, gente que vota por Alessandri y que era gente de la burguesía chilena, de la burguesía más o menos encumbrada, colaborará en la medida en que el programa político de Allende sea un programa relativamente moderado. Creo que el día en que se radicalice, suponiendo que se radicalizara, esos señores se van a sus fundos y se acabó el partido: no los veo avanzando demasiado con el proceso; pero de todas formas me parece magnífico como actitud humana. Además, probaría algo que quizá sea una constante en Chile: ese sentido de respeto a las formas democráticas, que ellos evidentemente tienen más desarrollado que cualquier otro país de América latina. En todo caso, se jactan de eso.
—Chile es el país que ha pasado más tiempo sin golpes de Estado.
—Sí. Y también este atentado contra Schneider ha sido un verdadero escándalo, porque tampoco hay ninguna tradición de atentado en Chile.
—El atentado parece haberse convertido en una especie de boomerang para la derecha.

LA PATRIA. —Sí. Les ha salido el tiro por la culata.
—¿Qué lo decidió a viajar?
—Una razón que, si bien es política, desde luego también es un poco una razón de simetría poética. Cuba, que es algo más que una tentativa socialista, está en el extremo norte de América latina. Y ahora, de golpe, veo surgir esto en el “cono sur”. Me pareció muy hermosa esa especie de polarización, entendida incluso simbólicamente. Yo cada día estoy más lejos de la noción de patria como la entienden todos los que me reprochan que no estoy aquí: así como los criollos hablan de su “patria chica”, que es su pueblo, y la “patria” que es la Argentina, yo he extrapolado un poco la idea. Para mí hoy la “patria chica” es la Argentina, pero la “patria” es América latina. Esa es mi noción. De todas maneras, Chile está muy cerca de mi “patria chica”. Además, hay un motivo de tipo realista —aparte del motivo poético, ese sentimiento de completación—: una elección impecable que determina un triunfo socialista. A mí me pareció que esto no se arreglaba con un telegrama de felicitación; y que la presencia física era necesaria. Desde que llegué, comprendí que había hecho bien, porque tanto yo como los demás escritores ahí presentes fuimos recibidos con una gran sensación de cariño. Esa gente se sintió acompañada y yo creo que lo necesitan, porque tienen una perfecta conciencia del brusco aislamiento frente al enemigo en el que los pone el triunfo. En ese momento, de golpe, se convierten en apestados para una buena parte de todos los gobiernos gorilas, y no hablemos de Washington.
—¿Cuáles son sus opiniones sobre la situación actual de América latina? ¿Qué piensa de los cambios que se han producido en los últimos tiempos?
—No sé si voy a poder contestar a esa pregunta, porque, salvo una que otra información de primera fuente, o de testigos que pasan por París y hablan conmigo, el resto de mis datos sobre América latina son de tipo periodístico! Desde luego, la información francesa —allí están muy interesados por los problemas de América latina— es todo lo objetiva posible, pero filtrada siempre por el espíritu cartesiano; uno recibe informes muy brillantes, a veces muy completos, pero a mí me producen la sensación de mirar los pescados que están dentro del acuario. Es decir: yo no tengo una noción precisa de la situación en el Brasil, exceptuando los episodios más manifiestos como las torturas, las persecuciones, los asesinatos, las acciones; además, a mí me falta conocimiento político, plataforma política, conocimientos teóricos para poder intentar una síntesis, porque la pregunta apuntaba a toda América latina.
—De todos modos, ¿podría usted describir sus sentimientos sobre la “patria grande”?
—Soy un optimista con respecto al destino de América latina. Estoy absolutamente convencido de que América latina será socialista, o no será; ahora sé que su socialismo pasará probablemente por una serie de avatares, que se manifestará de maneras tan disímiles como en Cuba y Chile —en un caso es la guerra y en el otro es una elección limpita y sin problemas—; quiero decir que ignoro las modalidades que pueda tomar en otros países. También están las dos situaciones bastante claves en este momento que son, por un lado el Perú, y por el otro lado Bolivia, en donde hay ciertas aperturas tímidas y fluctuantes, que no corresponden ni a la solución cubana ni a la chilena y que son, sin embargo, movimientos evidentemente no hacia la derecha. Pero quedan muchos otros países.
—Venezuela, por ejemplo, o Ecuador.
—Ahí la niebla es total. Es como si me preguntaran sobre la situación política de Australia, lo digo con toda honestidad. No sé nada; sé que están los focos guerrilleros, conozco la situación oficial, pero me falta, por ejemplo, un conocimiento que creo elemental: las infra y supraestructuras económicas.
—De todas formas, quizá podría usted determinar cuáles son los puntos comunes entre los países del continente.
—Sí. Creo que ese punto existe y es la monstruosa desigualdad social. Una serie de países en los que el sistema básico consiste, digamos, en el régimen impuesto, ya sea por un grupo de familias, o por una casta, o por una pequeña minoría que tiene todo el control del país; y luego toda una población alienada, desposeída y analfabeta. Ese creo que es un parámetro que vale prácticamente para todos los países de América latina.
—¿Incluida la Argentina?
—Aquí ya no se podría hablar de grupos de familias dominantes. Quizás ya no se podría hablar de “oligarquía” como se hablaba en tiempos de Perón, no sé. Creo que ya no es así. Antes se hablaba de la oligarquía “agrícola-ganadera”, esa especie de control del país a base de los Patrón Costa, por ejemplo, o de los Pereyra Iraola, de las grandes familias que dominaban el azúcar por un lado, o el algodón, y luego todo el ganado de la pampa y la agricultura, en connivencia evidente con los grupos industriales más o menos vendidos o dependientes del capital extranjero. Yo no sé si actualmente esa situación sigue siendo válida; tengo la impresión de que lo es mucho menos. Perón alcanzó a marginarla. Lo que no sé es si, caído Perón, y de una manera diferente, por vías más astutas, menos manifiestas, aquéllos no han seguido teniendo el control del país.
—¿No está seguro?
—En absoluto. Uno no se puede ir veinte años de un país y tener datos precisos: no solamente sería vanidoso, sino muy peligroso abrir una opinión.
—Usted acaba de sostener que las diferencias sociales podían ser el común denominador para los países de América latina. Antes, había hablado de un destino socialista de esos países. El hecho de ir caminando hacia el socialismo, ¿es otro punto común, otro parámetro?
—Yo no diría caminando. Diría que a esta altura de las cosas, después de lo que ha hecho Cuba y de lo que estamos viendo en Chile (y las tentativas más tímidas pero interesantes en Bolivia y en Perú), parecería que cada vez más hay, aunque parezca una paradoja, una toma de conciencia inconsciente por parte de las grandes masas que, durante mucho tiempo, aceptaron su situación sin mayores protestas, salvo los grupos de choque. Pero toda esa masa indiferente, ese campesinado, fue sometida al régimen de los gamonales, de los patrones y de los grandes capataces. Ahora tengo la impresión de que eso se está quedando rápidamente atrás, es decir que el último peoncito tiene ya en el fondo de la cabeza la noción de que algo puede pasar, de que algo va a
pasar: un individuo que puede ser perfectamente incorporable a un movimiento que vaya hacia el socialismo. Y se irá en la medida en que tengamos los hombres, las vanguardias. Yo soy muy desconfiado del concepto de caudillo: cuando sale un Fidel Castro, vale la pena, pero cuando salen ... bueno, para qué nombrarlos, los Somoza, los Trujillo y "compañía limitada” ... Por eso no es fácil decir que estamos en camino hacia el socialismo. Yo creo que hay una cierta tendencia. Parecería que se están empezando a cumplir algunas condiciones básicas que facilitarían —que van a facilitar, de eso estoy convencido— un avance hacia la izquierda. Sería una ruptura de la alienación, del estado de enajenación de las grandes masas latinoamericanas.

REVOLUCIÓN. —Habló usted también de la desnivelación social. ¿Cree que los problemas del hombre de América estarían resueltos con una nivelación económico-social?
—No, no lo creo. Por empezar, creo que esa nivelación se puede lograr, pero sólo a través de la revolución, como consecuencia de una revolución; pero yo dudo mucho de que se pueda lograr por una vía reformista o progresista.
—¿Tiene entonces dudas sobre el proceso chileno?
—Me parece que el gobierno de Chile, tal como se autodefine, puede tomar una serie de medidas y dar una serie de pasos bastante importantes y algunos bastante radicales. Pero tendremos que ver qué pasará el día —si ese día llega— en que el gobierno intente o procure realmente dar el gran paso hacia un socialismo auténtico y no institucional. En ese momento creo que habrá toda clase de tentativas para echar abajo el gobierno, para neutralizarlo. Tentativas internas y tentativas con las complicidades externas obvias. Creo que en Chile puede darse un caso parecido al que se da en llamar el socialismo en Argelia. No conozco muy bien los problemas de Argelia, pero es obvio que el socialismo de Boumedienne es un socialismo bastante tímido.
—Si se concretase la liberación económica —sea como fuere— del continente, ¿cree que allí terminaría el proceso?
—No, por supuesto. Es fundamental que la gente coma, pero de qué serviría que la gente coma y que eso le dé un cierto equilibrio si es que sigue tan alienada como antes y sometida, por ejemplo, a la influencia yanqui en todos los aspectos. Viviría el mismo drama que viven las sociedades de consumo.

UNA REVISTA PARA AMÉRICA. —Un grupo de escritores anunció la publicación, en París, de una revista dedicada a los problemas políticos y culturales de América latina. ¿Qué papel jugará esa revista dentro del proceso continental al que acabamos de aludir? ¿Qué expectativas tienen ustedes?
—Es bastante divertida esta historia de la revista; además, servirá para liquidar una cantidad de malentendidos y tonterías. Por el momento, consiste en una conversación entre varios escritores sobre la posibilidad de hacerla, su mecanismo de financiación y su eventual secretario de redacción; todo se ha quedado allí, por el momento.
—¿Cuál es ese mecanismo de financiación?
—El que tuvo la idea de esta revista fue Octavio Paz, pero después el proyecto se diluyó. La idea fue después recogida por gente como Fuentes, Vargas Llosa y Juan Goytisolo. También Severo Sarduy. Me hablaron del asunto en París; les pregunté cómo se iba a financiar la revista y me dijeron que hay una nieta de Patiño —nada menos— a quien le debe pasar lo mismo que le pasó a Nobel, que fundó el premio con el dinero ganado con la dinamita: es decir, una cuestión de mala conciencia. Yo le dije a Goytisolo que estaré dispuesto a colaborar únicamente si en el primer número sale un editorial donde se digan dos cosas: uno, que el dinero es dado por la señorita Patiño, y segundo, que ese dinero es dado por la señorita Patiño sin la menor intervención personal suya en la conducción presente o futura de la revista. Y no porque piense que la señorita Patiño es agente de la CIA, sino porque conozco perfectamente lo que sucede con esas señoras que dan el cheque para una revista: dejan andar unos cuantos números y después comienzan a querer intervenir. Tiempo después, los amigos habían ido a Avignon a ver una pieza que estrenó Carlos Fuentes; el único que no pudo ir fue Octavio Paz. Estaban García Márquez, Vargas Llosa, José Donoso y yo. Los invité a tomar un trago al ranchito que tengo en las montañas al sur de Francia. Como era lógico, se habló de la revista. Alguien me preguntó cuál sería mi actitud como colaborador si, por ejemplo, personas como Guillermo Cabrera Infante tuvieran participación. Yo contesté que en el mismo minuto en que el señor Cabrera Infante entrara por una puerta, yo saldría por la otra. Digo esto porque se ha publicado que el responsable de la revista era yo, simplemente porque fui el dueño de casa en aquella reunión, y segundo porque se daba ya como eventuales participantes en ese equipo a personas como Cabrera Infante. Yo no quiero estar en una revista con una persona que ha hecho las declaraciones que hizo Cabrera Infante sobre Cuba. Ahora vamos a cómo veo yo esa revista: la veo en un muy alto nivel de interpretación de la realidad latinoamericana y, consecuentemente, tiene que ser una revista revolucionaria; los que van a colaborar allí son gente que de una manera o de otra pueden aportar elementos de valor de las distintas realidades latinoamericanas.
—¿Qué gravitación puede tener esa revista dentro del proceso revolucionario latinoamericano?
—La cosa es muy discutida; hay gente, cuya opinión me merece respeto, que cree que el hecho de que la revista se haga en Europa la invalida como elemento útil, revolucionario. Sostienen que quienes estamos viviendo en Europa, por más que podamos viajar con alguna frecuencia, estar bien informados y en contacto, incluso desempeñar algunas tareas que tienen algo que ver con los problemas de América latina, no tenemos el contacto que puede tener la gente que vive en sus países. Están los peligros de las inevitables tomas de distancia: que la revista tenga una especie de perspectiva europea de lo latinoamericano. Es un punto de vista atendible, pero al mismo tiempo un tanto exagerado. Hasta ahora he dado —honestamente, pienso— las opiniones negativas: es decir, lo que dicen quienes creen que no se debería hacer desde París, que la revista debería hacerse con base en México, con base en Colombia, o con base en Buenos Aires. Pero no debe olvidarse que hay también aspectos positivos en el asunto. Primero, la revista podría ser distribuida de una manera mucho más eficaz que la revista de la Casa de las Américas y que Marcha de Montevideo. Hecha en París, habría manera de hacerla llegar aquí. Se abriría sobre América latina como los yanquis lo han hecho con Reader's Digest o con Life en español, que ponen encima de toda América latina, para desgracia nuestra. No en esa escala pon que no tenemos los medios. En este sentido creo que todo el mundo ha reconocido que hecha desde París la revista podría llegar a un montón de gente a quien le hace falta, desde un punto de vista cultural, crítico e ideológico.
—¿No le haría falta a los responsables tomar contacto con lo que está pasando en sus respectivos países?
—En esto, como en todas las cosas donde intervienen escritores, los mecanismos de resentimiento y resquemores funcionan en una gran medida (en ese sentido no tengo ningún pelo en la lengua y lo digo con todas las letras). Mucha gente piensa que esa revista va a ser hecha por una especie de petit comité de notabilidades, que no le va a dar pelota a nadie. Esto es una equivocación total. Se supone que ésa es la gente que lanza la revista. Pero hay que crear una corriente enorme; por ejemplo, Roa Bastos está aquí; qué más quiero yo que pedirle inmediatamente un cuento. Y así a la gente que está en distintos sitios. En cuanto a la crítica y a la interpretación política y al análisis geopolítico, no es en París donde se puede hacer. Somos absolutamente incapaces de hacerlo y no tenemos el menor interés. ¿Cómo se pueden imaginar que gente así —y lo digo aun a riesgo de que ahora me joroben en otro terreno, que me acusen de vanidoso—, cómo se puede imaginar que a mí me pueda interesar la revista por mí mismo, en cuanto a escritor? Lo que me puede interesar es avalar la revista en la medida de que yo soy un tipo conocido, abrirla a un montón de gente que no tiene editor y cuyos análisis en el plano político, ideológico, revolucionario, América latina está necesitando. La revista tiene que ser una tribuna para eso, no para que el señor Goytisolo se luzca o el señor Fuentes se luzca: les importa un pito lucirse en esa revista. La cosa ha caído mal porque se ha creído que un montón de pavos reales se juntaban para hacer una revista para lucirse. En la revista Africasia —en la cual colaboro—, cada vez que nosotros conseguimos un documento auténtico que nos merece fe, sobre, digamos, Panamá, para mí es absolutamente formidable leer eso. A mí me ilumina, me mejora mi conocimiento global de una cosa y el conocimiento local de algo que yo ignoraba. Es decir, lo que habría que iluminar —y me gustaría que esta conversación lo reflejara— es esa idea muy estúpida de creer que ahí se han juntado unos señores para dar lecciones áulicas a América latina. Cuando es justamente lo contrario: se trata de crear los medios para que un montón de gente que está desvinculada, desconectada y sin tribuna, encuentre la manera más viable de difundir sus trabajos y su pensamiento.

LA DISPERSIÓN. —Hay un tema que es, digamos, cultural-revolucionario: conjurar la dispersión. ¿Hasta qué punto la revista puede integrar las diversas expresiones, totalmente desconectadas entre sí, a lo largo del continente?
—Claro que América latina es un continente pavorosamente distanciado y separado por los patrioterismos, además de la geografía. Está el hecho de que, por ejemplo, las historias nacionales se enseñan —como sucede en Europa, también— en una proporción abrumadora con respecto a la historia del continente. Es decir, cuando yo era un chico de sexto grado me habían llenado la cabeza con Cancha Rayada, Maipú y Chacabuco, el 25 de Mayo, el 9 de Julio y vagas alusiones, pero vaguísimas alusiones, a Bolívar, considerado un tipo sumamente desagradable porque el que contaba era San Martín. Y después, muchas más vagas alusiones al resto de América latina. E incluso opiniones sumamente peyorativas referentes a los brasileños, designados siempre como los “macacos”; los uruguayos, considerados siempre como una provincia que se perdió; Paraguay, otro tanto. El problema es que hay un aislamiento real, incluso a nivel de infraestructura: un bloqueo.
Cómo hablar de integración: hay una tarea inmensa por delante.
—Este bloqueo se produce también internamente en cada país. Por ejemplo, la relación que pueden tener Maipú o San Martín con las luchas actuales y sus protagonistas. Parece que se hablara de dos países distintos cuando se trata de vincular el de ayer con el de hoy.
—Sí, y el problema de esta balcanización, que se puede dar a distintos niveles, es particularmente trágica aquí. En Europa se produce también: el niño francés no tiene la menor idea de lo que ha sido la historia de Polonia. Pero esto no tiene ninguna importancia, en la medida en que jamás Europa ha hecho frente en conjunto a un enemigo. Cada país se cortó solo, e incluso se hicieron polvo entre ellos. Pero el problema nuestro es que, en definitiva, si estamos luchando por una América latina socialista, se supone que es una América latina lo más unida posible contra un enemigo común que es —bueno, usemos la palabra— el imperialismo. Entonces aquí sí que es dramática la balcanización. Y a esto se suman la geografía, las distancias, las fronteras y los patrioterismos.
—Y el pasado que se idealiza, y se desvincula totalmente del presente, como si nos hubiesen regalado las cosas que obtuvimos.
—Quizá me equivoque, pero por lo menos oficialmente, el gobierno mexicano que se declara revolucionario hace la apología de todos los grandes héroes de su revolución; si la revolución no hubiera triunfado, serían unos bandidos monstruosos, acusados de los peores crímenes, como ocurre ahora con esos muchachos que aquí, o en otros países de América latina, son tratados como bandidos o terroristas —amén de ser torturados, apresados o ejecutados— siendo que ellos justifican su lucha como la búsqueda de un mundo más justo.
—El otro día, de paso para Chile, usted dijo que tenía cierto miedo de ir.
—Me resulta molesto contestar porque podría parecer que me hago el generoso. En realidad, el miedo no se refería tanto a mi persona sino al temor de que mi presencia en Chile pudiera crear un mecanismo que podía ir desde el secuestro hasta la trompeadura en la calle, simplemente para crear un mecanismo de escándalo: que, en definitiva, mi presencia en Chile, en vez de resultar positiva, se convirtiera en un problema para el gobierno.
—Todo esto es muy atendible, pero creo que además ése era el primer contacto suyo con la violencia.
—Por supuesto. Es un contacto bastante infrecuente en Europa porque la violencia de los sucesos de mayo del 68 no iba más allá de que a uno le partieran la cabeza con un palo (sin intención de matar) o de que lo pusieran en la frontera, y ésas no son violencias demasiado terribles. En cambio sabemos lo que pasa aquí, en América latina. De todas formas, y sin hacerme el héroe ni mucho menos, sentí que tenía que ir. Sentí que era una cita, como cuando fui invitado a ir a Cuba.

CUBA. —Alguna vez David Viñas formuló una hipótesis de trabajo. Era más o menos así: dos argentinos que andan por el mundo se reencuentran con su continente y con su condición de latinoamericanos a través de Cuba. Eran el Che Guevara y usted.
—Creo que ese paralelo entre mi experiencia y la del Che Guevara está fuera de toda escala. Puedo hablar, en cambio, de mi itinerario. Yo vivía en Francia cuando estalló la revolución cubana, cuando toda la lucha en Sierra Maestra. Es decir, que todo eso era a nivel de telegramas: a los franceses les importaba un bledo, y los cables eran de fuente norteamericana, o sea bastante deformados y sin muchos detalles. Sin embargo, algo, una cuestión de olfato, me dijo que eso era importante. Que eso no era, una vez más, un levantamiento contra un dictador. Yo no tenía una idea precisa de lo que era el gobierno de Batista. Lo asimilaba a cualquiera de los otros dictadores del momento, pero algunas declaraciones de Fidel, cuando recibió a aquellos periodistas yanquis, Matthews y demás, me abrieron los ojos. Había una cuestión de tono y me dije: “Esto es diferente". No se me ocurrió directamente ir a Cuba. Yo estaba instalado en mi vida europea con muy poca, prácticamente ninguna connotación o participación de tipo ideológico o político con el socialismo, una cuestión de simpatía teórica y nada más, la actitud típica del liberal que se imagina de izquierda. Entonces, cuando los cubanos me invitaron a ir como jurado del Premio de la Casa de las Américas, recuerdo muy bien la impresión que me hizo. Es curioso (una vez más debo apelar a la dimensión poética): tuve la sensación de que golpeaban a mi puerta, una especie de llamada. Y Dios sabe que los cubanos hacían lo que han hecho siempre, es decir, llamar para un cierto trabajo a gente que suponen honesta, pero que no está necesariamente en su línea. El año anterior habían invitado a Roger Caillois, que no se puede pensar que sea de izquierda, tanto es así que el viaje a Cuba lo dejó absolutamente impermeable hasta la fecha. Pero él hizo su trabajo, los cubanos se lo agradecieron y él se volvió a su casa. En ese mismo plan me llamaron a mí; sin embargo, yo sentí por unas vías irracionales que eso era una especie de encuentro, una especie de cita, una especie de cita en la oscuridad con algo. Y fui a Cuba y me di cuenta de que había hecho muy bien en ir. v que, efectivamente. era la cita, porque me bastó un mes ahí y ver, simplemente ver, nada mas que dar la vuelta a la isla y mirar y hablar con la gente, para comprender que estaba viviendo una experiencia extraordinaria, y eso me comprometió para siempre, con ellos y con el camino que luego fueron siguiendo. Es decir, una especie de extrapolación a todo el resto de América latina: de golpe me empecé a interesar políticamente por la Argentina, cosa que nunca se me había cruzado por la cabeza.

OTRA VEZ LA CONFITERÍA. —En estos últimos ocho años largos que pasó fuera del país, han ocurrido estas cosas, estos cambios en América latina y en usted. Al cabo de todo esto, usted ha regresado. ¿Cómo lo ve?
—Esto hará sonreír irónicamente a todos los que me reprochan mi alejamiento. Afectivamente, sigo estando tan vinculado con la Argentina como cuando me fui. De aquí se podría inferir que cuando me fui yo no estaba muy vinculado, y es verdad en alguna medida; yo me creo un argentino y he tenido siempre con la Argentina una relación de tipo amoroso, esa clase de vínculo con una mujer con la cual se tienen relaciones difíciles, profundamente amorosas, pero difíciles, continuos choques, continuas repulsas. Y cuando digo la Argentina, quizás tenga que decir América latina, y Cuba también: en mi temperamento hay un montón de cosas que se adecúan mejor con lo europeo que con lo latinoamericano. Y me complace decirlo porque no decirlo sería una cobardía; es la verdad. Me importa un bledo que a partir de aquí vuelvan a acusarme de europeo disfrazado de latinoamericano. Por ejemplo, he llegado aquí, a Buenos Aires, hace dos o tres días; todo el mundo me decía que Buenos Aires estaba muy cambiado. Pero por lo poco que he andado por la calle no veo la ciudad nada cambiada: me siento como si mañana tuviera que ir a dar examen en el Mariano Acosta, igual que cuando era estudiante. Es exactamente igual, no han pasado treinta años. A lo mejor es porque mi sentimiento del tiempo es un tanto anormal; yo vivo en un tiempo que es evidentemente distinto. Cada uno es loco a su manera, y yo tengo mi locura: mi espacio y mi tiempo son diferentes. Entonces vengo aquí a la Argentina y ya no digo ocho años: son veinte años los que están abolidos. Tengo que hacer un esfuerzo para aceptar que la confitería London ya no está como estaba, porque, en el fondo, me sigue pareciendo que está.
—Cuando usted vio la esquina y las obras de refacción, recordó que ahí empezaba y terminaba su novela Los premios. Luego dijo que lo había entristecido verla así.
—Claro, me entristeció porque es el café de mi juventud, ese café donde yo me juntaba con todas mis novias y donde me encontraba con mis amigos y donde todos los mozos eran mis amigos. Y no sé, había una cosa en ese café que me gustaba. Ese café y el Boston, que desapareció antes; bueno, y qué sé yo, y algunos Paulistas. Son “los cafés" y los cafés son un poco para mí como las galerías cubiertas en mis cuentos y en mis novelas: lugares mágicos de pasaje. Uno entra en un café y es una tierra de nadie, un punto donde uno va a encontrarse con alguien o a buscar algo, y cuando se sale siempre ha sucedido algo o puede suceder algo: los cafés son para mí una especie de puente. Entonces, claro, me entristeció ver que ya no es el London.
—Sí, y parece que esta vez su esquema se hubiese dado al revés: es el café el que cambió; lo de afuera está como estaba.
—Una ciudad es muchas cosas, pero la estructura general de la ciudad, es decir, la cara de la ciudad, me ha parecido la misma. Lo vi al salir del subte. Me quedé asombrado al ver la calle Florida: estaba el monumento a Sáenz Peña, la casa Etam con su cartel luminoso, tal como yo los he visto siempre, tal como estaban hace veinte años.
—¿Y recordó que la palabra Etam era “mate” al revés?
—Sí, yo juego mucho con dar vuelta las palabras, porque además es un medio de conocimiento. Creo que los cabalistas tenían razón: en las palabras hay cosas muy extrañas.
—Además de los cabalistas, los reos usan el “vesre".
—Y seguro, porque los reos por algo son reos; no cualquiera es reo. Es una cosa que hay que merecerla, como ser loco. Desde luego: abogado es cualquiera, pero reo no es cualquiera; es una cosa muy importante.
—¿Usted se considera un reo?
—Bueno, yo soy muy bien educado, como se habrá podido dar cuenta.
—¿Pero se considera un tipo auténtico de barrio?
—¡Cómo no! Me crié en un suburbio, en Banfield, y me eduqué en el barrio del Once; viví en Villa del Parque y en Villa Devoto, que eran bastante espesos en esa época. He sido tipo de andar por los cafés de La Paternal y de Villa Urquiza, que tienen lo suyo. Son esas las zonas de Buenos Aires que conozco mejor. Y el centro también.

LA MEMORIA ARGENTINA. —¿Tipo del centro también?
—Sí, sobre todo a partir de cierta edad.
—Tipo de barrio, tipo de centro; usted es tipo internacional, de mundo, si se quiere. Creo que esto tiene mucho que ver con usted y con su lenguaje, donde parecen hablar a veces reos y locos, por citar personajes que le resulten respetables. Me llamó la atención cómo el otro día se interesó cuando yo dije la palabra “yeite".
—Claro, porque para mí era “guille”; “yeite” es una novedad. Las denominaciones del dinero, por ejemplo; la primera vez que oí la palabra “luca”, no supe lo que era, porque en mi tiempo no se decía “luca”.
—Creo que esto también tiene que ver. Que todo tiene que ver con todo.
—Yo también.
—Esto es, no solamente la vigencia argentina de su lenguaje, su fidelidad a ese lenguaje, sino también su conexión con el problema político latinoamericano, su compromiso. Su reconexión con la Argentina, por un lado, y por el otro( su origen popular; por un lado el centro, por el otro el barrio; incluso una vez usted me contó que había un problema de dinero, historias con un almacenero, cuando era chico.
—Sí, la libreta, el no poder pagar.
—En fin, veo en todo esto una relación, un hilo conductor.
—Creo que sí. Desde el principio, siempre para mí ha sido una cuestión de instinto, mucho antes de tener conciencia política cuando escribía mis primeros cuentos, cuando era el joven liberal antiperonista, bastante exquisito, totalmente alejado del destino de América latina e incluso de mi propio pueblo. Sin embargo, el lenguaje de mis primeros cuentos es un lenguaje de búsqueda de contacto en un plano estrictamente literario. Un cuento al que le guardo algún cariño, Las puertas del cielo, donde se describen aquellos bailes populares del Palermo Palace, es un cuento reaccionario; eso me lo han dicho muchos críticos con cierta razón, porque hago allí una descripción de lo que se llamaban los “cabecitas negras” en esa época, que es en el fondo muy despectitivo; los califico así y hablo incluso de los monstruos, digo “yo voy de noche ahí a ver llegar los monstruos”. Ese cuento está hecho sin ningún cariño, sin ningún afecto; es una actitud realmente de antiperonista blanco, frente a la invasión de los “cabecitas negras”. Y a pesar de todo, yo creo que inconscientemente en ese momento me estaba rescatando por la vía del idioma; ahí, en mi terreno, en el terreno del escritor, porque yo entablé un contacto con ese cuento. Ese cuento me conectó con una realidad argentina de la cual no tenía conciencia. En ese mismo momento, el señor Eduardo Mallea seguía escribiendo para las señoras con sombrero, es decir, haciendo una literatura clasista de la que no podrá salir jamás. Porque no ha nacido para salir; a mí me tocó, por caminos misteriosos, abrirme paso en ese sentido. Fíjese que hubiera sido muy fácil, por ejemplo, haber estado bajo la influencia de Elías Castelnuovo y Roberto Arlt y hecho así cuentitos que trascurrían en los cafés o en los piringundines. No, eso no era lo mío: era otra cosa. Yo tiraba para todo lo alto; he tirado siempre así, para arriba y, sin embargo, por la vía del lenguaje sé que tuve una conexión. Por lo tanto, después mi despertar a una conciencia política ha sido una especie de fenómeno complementario, aunque no coincidan en el tiempo.
—En este momento, usted ha juntado humanamente todos esos elementos que andaban dispersos por allí; ha ido a Cuba, ha sentido miedo al ir a Chile; está militando políticamente, está escribiendo. Hay elementos de la infancia, de la profesión, del barrio, del mundo. Me interesa entonces saber qué está escribiendo ahora; ya que en este momento de la vida está juntando todo, tiene que haber una situación crítica de trabajo, a lo mejor un intento de juntar allí también muchos elementos.
—Bueno, sí, pero por vías que me son propias; es decir, que posiblemente no serán consideradas como válidas por los que siguen reclamando un cierto compromiso que llega hasta lo temático. Eso no.
—No me refiero a eso.
—No, ya sé que no se refiere a eso. Pero estoy trabajando en algo que... no sé, si tengo suerte lo terminaré relativamente pronto. Sí, creo que va a ser una especie de síntesis de una serie de tentativas diferentes que se traducen en distintos libros. Por ejemplo, por un lado los cuentos, por otro lado Rayuela y por otro lado una novela muy discutida y discutible, como es 62. Yo creo que de todas esas, para mí, líneas de fuerza puede salir, espero que salga —todavía eso está apenas empezado—, una especie de síntesis que contestaría a su pregunta. Es decir, que me reflejaría a mí como escritor que se va a morir sin aflojar una pulgada a cualquier demagogia en el terreno literario que pretendan hacerme, y creo que va a dar la medida del compromiso como yo lo entiendo. Y creo que será comprendido y que será tal vez una experiencia válida de lectura en América latina; especialmente aquí, aunque pueda serlo para otros países. No sé: se me ocurre que estoy hablando de una manera bastante sibilina. Quiero decir, no es que yo me haya propuesto esa síntesis, como si me dijera “Bueno, ya que voy a tener sesenta años tengo que escribir mi Doctor Fausto o mi Montaña Mágica; eso no, en absoluto. Porque resulta que a lo mejor por ahí escribo otro libro, qué sé yo. No es eso; pero lo que estoy escribiendo se me está dando como una síntesis de todas esas experiencias precedentes, en todos los planos.
—Sería entonces, por lo que usted está diciendo, una especie de anti-Rayuela. Si es que Rayuela expresa, al menos eso me parece, los problemas de escisión.
—Sí.
—y esta nueva novela tendría el signa de las integraciones.
—“El signo de integraciones”. Está muy bien, me parece muy bien esa fórmula. Sí, una integración polémica, si usted quiere. Una integración tal vez a niveles críticos muy debatibles. Pero integración, sí: exactamente. Yo creo que sí.
PANORAMA, NOVIEMBRE 24, 1970

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