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Tucumán, reino del cursillismo
Son poco más de dos mil, pero sus manos están aferradas a todas las riendas del poder. Han formulado solemnes votos de piedad y acción cristiana (ver recuadro de páginas 62/63), pero no han conseguido zafar a la provincia de su marasmo económico ni apaciguar la miseria que devora a sus campesinos desde hace por lo menos un lustro. Los adalides del cursillismo empiezan a preocuparse. Adivinan que la beatitud no es contagiosa, que las enfermedades no se curan sólo con oraciones. Y temen, por supuesto, que el raquitismo de Tucumán acabe por identificarse con su movimiento. Buscan ahora la manera de quitarse ese incómodo lazo.
No les resulta fácil, sin embargo, porque los Cursillos de Cristiandad se han infiltrado ya en el tuétano de la provincia. A la cofradía pertenecen el Gobernador Roberto Avellaneda, el Ministro de Gobierno Ramón Gamboa, el de Salud. Pública Carlos Landa, el Secretario General de la Gobernación, el Secretario de Agricultura, el Subsecretario de Trabajo, el Director de Promoción. La gama de adeptos cubre el Ejército (general Aníbal Medina, comandante de la V Brigada de Infantería), la Corte Suprema (Miguel Ángel González, presidente), la Policía (su jefe, Eduardo Herrera), la Universidad (el Rector, Rafael Paz), la prensa (el director de La Gaceta, Enrique García Hamilton), la Intendencia de la Capital (el titular, Rodolfo Terán). Esa lista de notables es todavía precaria: entre los prohombres del movimiento cursillista hay que incluir a por lo menos dos dirigentes sindicales (de los Gráficos, de La Fraternidad), al presidente del Colegio de Abogados —Román Área—, al presidente de la Federación Económica, José Chebaia. La red es tan prolija que toda la plana mayor del Ministerio de Salud Pública está regida por veteranos de la cofradía: Landa, el titular, designó a cinco asesores (cursillistas) que controlan a los directores , técnicos de la repartición (no cursillistas).
Tucumán lleva cuatro siglos vanagloriándose de sus riquezas naturales, del brío de su industria azucarera, de su densidad de población (28 habitantes por kilómetro cuadrado), la más alta del país. Es curioso, sin embargo, que a partir del 11 de enero haya empezado a describirse también como un fundo miserable. No le faltan razones, si se atiende a su historia reciente, erizada de ollas populares, marchas del hambre, represión a balazos de los actos obreros.
Aquel sábado 11, el Gobernador admitió que la situación era “efectivamente difícil”, al refutar el boceto optimista de Tucumán que había trazado Carlos Ponce Martínez, entonces delegado de la Secretaría de Gobierno. Pero no explicó por qué los motoras de la provincia están frenados y todos los paliativos deben provenir del Poder central: en los últimos dos años y medio, este reino cursillista de 27 mil kilómetros cuadrados asistió al exilio de al menos un cinco por ciento de su población y fue alimentado desde Buenos Aires con préstamos y subsidios que ascienden a más de once mil millones de pesos (Nº 317). El miércoles 29, el Presidente Onganía —de quien Avellaneda fue maestro rollista hace tres años, en uno de los cursillos— decidió que el Estado nacional tomaría a su cargo la administración del ingenio Bella Vista, donde los brotes de rebeldía y las huelgas de hambre estaban sucediéndose, sin pausas casi, desde mayo de 1968.
Los Cursillos de Cristiandad, de los que han surgido casi todos los adalides actuales de la provincia, impulsan a la acción individual y a la piedad cristiana. Han logrado algunas conversiones resonantes —de hecho, el Gobernador admite que él es un converso—, pero no parecen haber removido ni una migaja del polvo y la desolación que ensucian la cara de sus habitantes.

Las cabezas de Goliat
Avellaneda es el abanderado del movimiento, pero su pontífice es Vicente Zueco Vásquez, un presbítero aragonés de 31 años que rige desde hace cinco la vida de Belén. Cuando habla de los cursillos, no le alcanzan los adjetivos ni el entusiasmo: describe el paseo alegre de los novicios por las terrazas de la Casa con tanta fiebre que las palabras se muerden el codo unas a otras. “La alegría que se ve aquí es la que da la Gracia santificante —dice, exaltado—. Y la Gracia se vive no como un acontecimiento cualquiera, sino como una relación personal con Cristo.”
Los cursillos argentinos empezaron en Belén —narra— cuando un párroco catalán, Joaquín Cucala Boix, obtuvo permiso para exportar la técnica a Tucumán. Ahora, Zueco está desbordado por el trabajo: una o dos veces al día asciende desde la capital al Aconquija, en su Fiat 600, luego de visitar a los obreros del movimiento (“Algunos creen que los Cursillos están copados por la derecha, ¿se da cuenta?”), de atender la parroquia de Montserrat, en el barrio Echeverría, y de conducir en la única emisora provincial de televisión, el Canal 10, su programa De cara a la vida.
A Zueco más que a nadie le inquieta la identificación entre Gobierno y Cursillos; supone que si aquél fracasa, es la Iglesia la que soportará los ramalazos del desprestigio. Ya se han encarnado, en el Gobernador al menos, un par de atributos nocivos que los profanos aplican, por extensión, a todos los cursillistas: insensibilidad social y cesarismo. Quizá para hacer más nítidas las fronteras. Zueco se abstuvo de saludar a Avellaneda el día de Navidad.
El Gobernador no se resiente por eso; todo lo contrario: reproduce, en su jurisdicción, los gestos del presbítero. A mediados de enero, permanecía recluido en una casa de Villa Nougués, cuyo propietario es el oculista Marcelino Artigas (suegro, a su vez, del Ministro de Economía José María Nougués).
La casa está cobijada por una hilera de enormes sauces, al final de un camino serrano donde las hortensias se esparcen suntuosas, incontenibles. Cualquier tucumano hubiera podido predecir el atuendo veraniego del Gobernador: campera gris, pantalones grises, medias grises. Es que el gris (o el azul, o el negro) es el uniforme obligatorio de los hombres de la provincia, cuyas camisas se desvían rara vez del blanco o del celeste. Sólo una dosis tan alta de recato indumentario puede explicar que se defina como play-boy al Ministro Nougués, convicto de usar trajes marrones con un dejo verdoso.
A los 48 años, Avellaneda es un espléndido muestrario de ademanes episcopales. Hay una subterránea desconexión entre su cara impertérrita, que rara vez desciende a la sonrisa, y la soltura con que habla de sí mismo: “Sí, es verdad —refiere—: conocí al Presidente Onganía en un cursillo, antes de la revolución. Pero no puedo revelar el momento ni las circunstancias. Debo ser discreto, usted comprende. Sin embargo, es necesario aclarar que no existe un movimiento cursillista. Cursillismo es una palabra confusa y peyorativa”.
El Gobernador saltará, durante el diálogo, por encima de algunos datos que lo contradicen: muchos de sus cofrades tucumanos hablan de movimiento, de comunidad. Él prefiere aludir a la objeción clave: la que enlaza los Cursillos ,con el Gobierno. “No es necesario ser cursillista para ingresar a mi equipo —asegura—, pero tampoco voy a privarme de un cursillista capaz sólo porque lo sea. Sin embargo, la inculpación de que Belén es la antesala forzosa para encaramarse en el Gobierno ha cundido tanto que me he visto obligado a actuar con la máxima cautela. Dejé de ir a las ultreyas y hasta me cuido de estar en contacto con otros cursillistas.”
De vez en cuando, un agente de vigilancia interrumpe el diálogo para anunciar a los funcionarios que emergen de entre las hortensias, cargados de consultas y carpetas. El Gobernador se distrae apenas: “A los 13 años dejé de practicar la religión católica —dice—. A los 44, fui aceptado en un cursillo: ese hecho es el más importante de mi vida”. Si se examinan los otros, quizá no le falte razón: fue apoderado de la Unión Conservadora, Procurador de la provincia, Intendente de la capital durante la Administración Aliaga García; está casado con Lucila López Isla y es padre de cinco hijos. Para este lector de San Jerónimo, el cursillo no es sólo el nudo de su vida; también —por el carácter sobrenatural que le atribuye— equivale a una culminación.
“Viví con infinita alegría las jornadas de mi noviciado —despierta—. Aquella atmósfera de sencillez me devolvió los recuerdos de la infancia. Desde entonces soy un militante fervoroso: comulgaba todos los días antes de ser Gobernador; ahora lo hago cada vez que puedo. Me eligieron dirigente de los Cursillos y asistí a catorce tandas como rollista. En los últimos meses he preferido apartarme, para aplacar todo tipo de sospechas.”

El redil de afuera
No hay un solo tucumano a quien la religión deje indiferente, sea para denostarla o abrazarse a ella. El Vicario General de la Arquidiócesis, Víctor Gómez Aragón, que desató en enero de 1968 un rosario de conflictos al protestar contra la política social de Aliaga García (Nº 265), está seguro de que ningún meridiano de la provincia se sustrae a la influencia de la Iglesia. Su hija predilecta es la Acción Católica (unos 620 adherentes), de la que fue asesor durante quince años: sostiene que se han formado en ella los dirigentes del Cursillo, del Movimiento Familiar Cristiano y de la otra media docena de corporaciones' que manejan los hilos de la provincia. “El fervor reina aquí como en ninguna parte”, dictamina. Y no exagera. Es la calidad de ese fervor el que confunde: las iglesias están abarrotadas durante las misas dominicales —es cierto— y las hostias se agotan en los cálices. Pero la desocupación y la miseria siguen mordiendo con la misma saña de siempre.
No sólo Bella Vista es una quejosa señal de humo; también Lules, desde donde los obreros y campesinos se descuelgan cada mañana en la capital, a la pesca de cualquier trabajo. Eran mil quinientos hace dos años; la cifra, alimentada por la parálisis de otros ingenios, se ha triplicado.
A nadie extraña que los Cursillos de Cristiandad estén más expuestos a la crítica que cualquier otro movimiento religioso de la provincia. Mosca blanca del Gobierno Avellaneda, renuente a todas las invitaciones que se le cursaron para ingresar a la secta de Belén, el Ministro Nougués es de los pocos que asumen una actitud de equidistancia para juzgarlos. “No creo que ninguno de los funcionarios actuales se haya afiliado al movimiento para conseguir un puesto —imagina—. Ocurre que los cursillistas se mantienen en contacto permanente, y la camaradería les permite conocerse bien irnos a otros. Al acceder a la función pública, es obvio que preferirán llevar a esos amigos como colaboradores. Saben de antemano cómo actuarán.”
Pocos están de acuerdo con él, porque quienes viven al margen de los Cursillos apenas saben de qué se trata. El ex Gobernador Fernando Riera (1950/52), reelegido en 1962 y defenestrado antes de asumir, maneja una información tan escuálida sobre el tema que se sorprende al enterarse de que Román Área, uno de sus acólitos, pertenece a la cofradía.
“Me parece raro —advierte, desplazando sus modales de abad por el infernal calor de la mañana—. Suponía que la mayor parte de los cursillistas eran hombres de derecha. Al menos no han influido para nada en la situación social de la provincia. Cuando oigo decir al Gobernador Avellaneda que el orden y la paz se han instalado donde antes reinaban el caos y la desesperanza, no puedo menos que espantarme: ¿toma él en cuenta que Tucumán tiene diez ingenios cerrados, y que diez fábricas instaladas por el Operativo no llenan el vacío de uno solo de ellos?”
Su tesis es casi idéntica a la del grupo Alfa (38 miembros), una comunidad de estudiantes peronistas y demócratas cristianos. En un chalet de la calle San Lorenzo admiten, a coro, que el Cursillo “produce excelentes padres de familia, fieles amigos, funcionarios honestos, pero no ha conseguido que ninguno de ellos supere sus instintos clasistas”.

Del lado de acá
Las alusiones al sectarismo de los hijos de Belén son frecuentes hasta entre el clero. Uno de los curas más incendiarios de Tucumán, Pedro Würschmidt, párroco de San Pablo y veterano del Cursillo, define el método como “profundamente sabio. Creo —dice— que el 90 por ciento de los que egresan están dispuestos al cambio. Luego, sólo la mitad persevera, pero ya es mucho. Los problemas comienzan con las reuniones de grupo y las ultreyas: los cursillistas se ven tan a menudo que no pueden vivir sin el oxígeno de la secta”.
Lo que le molesta a Würschmidt es la falta de una apertura hacia las clases bajas, la identificación del movimiento con una napa social que se encoge de hombros ante los dramas de la provincia. “El padre Zueco está empeñado en cambiarlo de rumbo —se entusiasma—. Pero las conversiones del Cursillo son individuales: la extensión de ese cambio a la comunidad no figura entre sus objetivos.”
Curiosamente, a los dirigentes sindicales que salieron de Belén no parece afectarlos ninguna de esas zancadillas clásicas. Manuel Prieto— de La Fraternidad— y Jesús Luis Rojo —del Sindicato de No Docentes de la Universidad— ingresaron con reticencias, como casi todos los obreros: “Me imaginé que sería un movimiento clericalista, alejado de los trabajadores”, cuenta Rojo. “Pero cuando por fin hice el cursillo, en 1966, me encontré con Jesús vivito y coleando.” Sus compañeros de grupo, confinados en una salita sindical con aire de estafeta, enumeran con orgullo que “estaban junto a nosotros algunos profesores, el presidente de la Bolsa de Comercio, industriales, militares, un maquinista que no había completado la escuela primaria. El primer día nos mirábamos con desconfianza, al segundo nos tomamos simpatía, el domingo se había instalado ya entre nosotros una hermandad a presión”.
Es Rojo el que vuelve a exaltarse cuando describe su segundo cursillo, en 1968. “Me golpeó mas duro que la primera vez —se solaza—. Y eso que fui prevenido. Había leído sobre lavado de cerebro, persuasión, psicodrama, y pensé que conseguiría mantenerme en guardia. No hubo caso. Esta experiencia es como la luna de miel: no se puede contar, hay que vivirla.”
¿Vivir para quién o para qué? Desde los tiempos del peronismo, una enorme porción de obreros y campesinos tucumanos sueñan con reformas sociales como una vía de acceso a la clase media, no como una afirmación de su propia clase. De algún modo, esas ilusiones parecen echar raíces también en los Cursillos de Cristiandad y en sus adeptos: los tres días de “relación personal con Cristo” —como quiere Zueco— remueven el corazón de los cofrades, les acercan —a lo sumo— la amistad de alguna gente. Tucumán, mientras tanto, exhibe la misma cara triste, se revuelve en conflictos más graves que los de hace diez años, cuando los Cursillos no existían ni sus adalides estaban en el poder. Basta enumerar algunos pasos del Gobierno Avellaneda para advertir que el camino es escuálido y que tal vez no lleva a ninguna parte: la Ley Seca de principios de julio, la apelación incesante a los dineros nacionales, el éxodo de casi cuarenta mil tucumanos en menos de un año.

Recorte en la crónica
BELEN: LA CEREMONIA SECRETA
Rodeada de zinnias y de malvones, en un recodo del camino que trepa por la falda húmeda del Aconquija, se despereza la Casa de Belén, catedral de los Cursillos de Cristiandad en la Argentina. El 6 de julio de 1962, la inauguró Juan Carlos Aramburu, que era entonces Arzobispo de Tucumán: aquel mismo día, los primeros 37 novicios entraron en reclusión. Setenta y dos horas más tarde saldrían transfigurados por la Gracia.
Un compromiso de absoluto secreto ha impedido, hasta ahora, que se conozcan las abluciones espirituales a que se someten: cualquiera creería, desde afuera, que es Cristo en persona quien se introduce en las reuniones para transformar dipsómanos en sobrios, abúlicos en trabajadores, indiferentes en cruzados. Cuando Juan Hervás, Obispo de Palma de Mallorca, creó los Cursillos hace veinte años exactos (en enero de 1949), sabía que la terapia de grupo y las revisiones colectivas de vida, enderezadas al servicio de la Iglesia, eran drogas de un poder tan incontestable como las predicaciones sobre el Juicio Final en vísperas del año 1000. La idea de Hervás tendía a unir en un solo haz las cofradías de laicos españoles dispersas por la Guerra Civil, a reconquistar los dirigentes fatigados por la rutina de la Acción Católica. No imaginó, tal vez, que los Cursillos estirarían sus seudopodios por el mundo hasta conquistar medio millón de adeptos: 9 mil en la Argentina, 50 mil en España, 35 mil en Venezuela.
La Casa de Belén tiene el aire de una fortaleza: sus 45 cuartos son aliviados cada mañana hasta de la última brizna de polvo por una flota de monjas. Alrededor, la capilla, el comedor, el aula de reuniones y las terrazas se abren hacia la llanura caliente, interrumpida aquí y allá por las chimeneas sin humo de los ingenios, por los perezosos pregones de la miseria.
Los Cursillos constan de tres tiempos: el primero, Precursillo, dura entre un año y 18 meses, según la importancia del aspirante. Es un período de espera, durante el cual se elige y se prepara a los novicios. Para admitirlos se toma en cuenta su vida anterior —“que ha de ser limpia o limpiable”, según dictamino uno de los cofrades—, su equilibrio psíquico, su influencia social (los reclutadores prefieren a los funcionarios públicos, médicos, maestros, dirigentes sindicales), su edad y su estado civil. Hasta fines de 1968, el tope de admisión eran los 30 años como mínimo, pero a partir del próximo otoño accederán a Belén hombres más jóvenes, a condición de que “ocupen un cargo de responsabilidad”. Un enorme porcentaje de los novicios está casado o es viudo, y a las mujeres se les interpone otro filtro: ingresan al Cursillo después que sus maridos han salido de él. Las solteras o viudas son admitidas sólo cuando se juzga que actúan “como vértebras en sus ambientes”. Esa enumeración de cualidades tiene obvios parentescos con los requisitos que exigen otras corporaciones (el Rotary Club o el Opus Dei, por ejemplo). ¿Por qué es preciso ser influyente en alguna área de la comunidad para incorporarse a la secta? ¿Cristo no fundó su Iglesia, acaso, para servir a todos los hombres? La contestación es siempre la misma: “En esta primera etapa necesitamos gente que sea capaz de expandir el movimiento y de dar el ejemplo”.
El Cursillo propiamente dicho se abre un jueves a la tarde y culmina hacia el anochecer del domingo siguiente. La conjetura de que en esos días se vive una especie de retiro espiritual a la vieja usanza es falsa: salvo en la primera noche (destinada a la meditación y regida por un silencio absoluto), los métodos tradicionales de los retiros no se observan en Belén. A partir del viernes, “las enseñanzas de Cristo son discutidas en una atmósfera de alegría, mechada con cantos y hasta bromas”, narra uno de los miembros. Los 37 novicios de cada ciclo son dirigidos por un equipo de dos sacerdotes, cinco laicos y dos auxiliares.
A lo largo de los tres días se desgranan quince conferencias o rollos (dos tercios son dictadas por laicos): los asistentes asumen la obligación de tomar nota, para discutir los temas en grupos de cinco personas, luego de cada sesión. Quienes hablan “anuncian” (kerigma) el misterio de la Redención, como los apóstoles a los catecúmenos en los primeros tiempos de la Iglesia, Todo maestro rollista narra una experiencia religiosa de su propia vida: para exaltar a los novicios se prefiere que las descripciones sean más emotivas que intelectuales. “Es por eso —dicen en Belén— que las palabras de un obrero resultan a menudo más eficaces que las de un profesor.” El clima va enfervorizándose con cantos y confesiones penitenciales: De colores, una tonada española que hizo furor entre 1950 y 1954, no sólo es la predilecta; también acabó convirtiéndose en el saludo habitual de los cursillistas. Ahora, desvanecida su popularidad, suena a los oídos de los no iniciados como una ñoñería hermética.
Los cofrades piensan sustituirla a corto plazo por una canción más al día (las que entona Leo Dan, uno de los cruzados del movimiento, suelen citarse como ejemplo). La reforma aboliría también las palabras rollo y ultreya (un derivado de ¡Ultra ella!, el grito con que se daba ánimo a los peregrinos de Santiago de Compostela), porque el poderoso españolismo que las impregna acentúa todavía más el aire sectario de los Cursillos.
Cada rollo dura una hora aproximadamente, con la excepción del que se destina a los Sacramentos (alrededor de cinco). En el primer día, los temas que se exponen son Ideal, Gracia Habitual, Laicos en la Iglesia, Gracia Actual y Piedad. Es éste, reservado a la denuncia de las falsas actitudes caritativas, el que promueve los primeros raptos emocionales del Cursillo: se oyen algunos sueltos mea culpa, promesas de enmienda, sollozos reprimidos.
Durante el segundo día, las lecciones versan sobre el Estudio, los Sacramentos, la Acción, los Obstáculos a la Vida de la Gracia y los Militantes. Los diques desbordan entonces con más estrépito. Mariette, la mujer de Leo Dan, reveló que al desplegarse el rollo de los Sacramentos “mi marido y yo lloramos durante las cinco horas seguidas”. Es que los novicios creen percibir en ese momento que su vida pasada fue un desperdicio de los dones de Dios, un desvío en el camino de la salvación eterna.
Al tercer día, casi todas las resistencias se han quebrado: los dueños de ingenio han servido el almuerzo a sus obreros, los profesores han ayudado a los campesinos semianalfabetos (si los hay) a redactar sus informes. Unos y otros han procurado excederse en ejemplos de humildad. El Cursillo se cierra entonces con los cinco rollos finales: Estudio del Ambiente, Vida en Gracia, Cristiandad en Acción, Seguro Total (que enumera los recursos para perseverar: reuniones de grupo, ultreyas) y El Cursillista más allá del Cursillo.
El domingo, antes de la caída del sol, sobreviene la clausura. Los veteranos reciben a los novicios en un acto solemne, quienes prometen intensificar su piedad, su estudio y su acción. La estada: $4.500 cada uno.
Es en el Postcursillo, sin embargo, donde se instalará y crecerá la semilla del cambio, de la nueva vida. Su estructura es simplísima: cinco a seis cursillistas amigos —en lo posible, de la misma parroquia— se reúnen una vez por semana para estimular mutuamente su vocación apostólica. Esas células, congregadas con otras en grupos de 300 a mil personas celebran periódicamente asambleas más vastas, las ultreyas, en las que laicos y sacerdotes ofrecen testimonios públicos sobre las excelencias del Cursillo.
Los remisos afrontan una curiosa forma de coacción: cuando faltan a los encuentros, reciben en sus casas una hoja llamada Termómetro de Voluntad, donde sus cofrades les informan que rezaron “un Padre Nuestro por aquellos que pudieron venir y no lo han hecho”. Una sola de esas trompetas suele ser suficiente para echar abajo cualquier muro de Jericó.
Revista Primera Plana
4/2/1969

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