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de perón a rosas


De Perón a Rosas
Por razones político-sociales cambia desde 1945 la visión popular de la historia: se enaltece a los caudillos y el tropel montonero irrumpe en la vida ciudadana promoviendo el éxito de libros y discos con profundas raíces en nuestra nacionalidad

“Ningún personaje hispanoamericano — escribía Manuel Gálvez— excepto Bolívar, ha apasionado tanto como Rosas a los pueblos que descienden de España... Rosas es el más serio problema que nos divide.”
—¿Por qué termina sus cinco tomos de historia argentina con la caída de Rosas? —preguntamos a José María Rosa, máximo exponente de la escuela del revisionismo rosista.
‘‘Porque para que haya historia —contestó— se necesitan elementos nacionales: un pueblo, jefes populares, política exterior. Después de la derrota de Caseros esos elementos no se encuentran. Somos una colonia. Y las colonias felices, como las mujeres honradas, no tienen historia”.

Un solo corazón
A menos de un siglo de su muerte en el exilio inglés, don Juan Manuel de Rosas perdura como virulento tema de polémicas políticas. Su figura contradictoria, su actuación pública es, sin duda, la clave del movimiento revisionista que reaccionó contra la historia liberal escrita por Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López.
Los observadores de este fenómeno nacional —hasta ahora no se dio en ninguna otra parte del mundo— señalan que fue la caída de Perón lo que apremió a los argentinos ‘‘a proyectarse hacia adentro”. La gente quiso encontrar una razón, una explicación de todo lo ocurrido. ¿Qué significó Perón? ¿Fue un líder popular o un demagogo? Pero, por sobre todo, se quiso saber qué fuimos, quiénes somos, adonde vamos.
Durante el peronismo se enalteció, por primera vez, a Rosas. En los textos escolares y en la prensa se lo caracterizó como caudillo popular y necesario y no como un maniático criminal. Varias razones sustentaban esa inexplicable admiración del rosismo. Oponerse a Rosas era oponerse a Perón, porque sobraban las similitudes. Uno y otro cultivaron la apología de sus figuras mesiánicas, el despecho nacionalista, la enseñanza religiosa, la soberbia del poncho o la alpargata contra el intelecto y los libros.
Simultáneamente surgen el culto por el folklore, la moda de las antigüedades autóctonas, la irrupción de la literatura nacional y el consumo masivo de los libros de historia.
Siguiendo las huellas de ese cambio, los editores imprimen canciones, revistas, discos y libros a raudales. Narran hazañas históricas (olvidadas o ignoradas), epopeyas de caudillos, el resentimiento provinciano contra la capital portuaria.
De ahí en adelante hay en danza una constante búsqueda de definiciones. ‘‘¿Y todo esto —interrogan los sociólogos— no obedece acaso a la actual ausencia de caudillos?” La analogía con el presente se convierte en la vía obligada de análisis cuando se estudia el pasado. Perón no se diferenciaría de Rosas y Rosas es igual a todos los caudillos. Asimismo, todos: Perón, Rosas, los caudillos, son paradigmas de movimientos populares.
El alarido, la lanza, el tropel montonero, Irrumpen en las páginas de los ensayos y en las manifestaciones ciudadanas como elementos del odio, la justificación y el ditirambo.

El hombre
El telón se levanta en 1820. Los restos del antiguo Virreinato no son más que un puñado de provincias aturdidas por guerras civiles. La Mesopotamia, bajo la hegemonía de Ramírez y López, apresta lanzas contra Buenos Aires, administradora de la Aduana, enriquecida a espaldas del interior.
Por entonces, don Juan Manuel de Rosas, hijo de latifundistas, es dueño o consejero de grandes estancias en las cercanías de Quilmes, Magdalena y a orillas del Salado.
“Señor de horca y cuchillo” —parecía un gentleman farmer de la campiña inglesa, narra Manuel Gálvez—, es un moralista que castiga en sus gauchos el ocio y el robo. “Los somete —acota Adolfo Saldías— a la disciplina rigurosa del trabajo que educa y ennoblece.”
Es un terrateniente espectador de la pampa y de sus hombres, ajeno por el momento a la política. Pero ya por entonces sabe atraer, encantar y dominar. Humedece los ojos frente a un interlocutor culto y se llena la boca de malas palabras en el fogón campero. Trata al pobre igual que al rico, sonríe con facilidad y tiene “una voz simpática hasta la seducción”.
De pronto, propone acciones de defensa contra el indio, rinde alabanzas a Manuel Dorrego como héroe federal, comienza a imprecar contra el unitarismo centralista y en pocos años escala al poder. Llega para traer paz, orden, jerarquía. Pero entre 1829 y 1852 la Confederación Argentina (que él fundó) y el bravío mundo provinciano seguirán desangrándose en una cruenta orgía de rivalidades políticas, de caprichos personales.
Quiroga odia al santafesino López por haberle robado su caballo blanco. Los cordobeses Reynafé asesinan a Quiroga. El bonaerense Rosas fusila y cuelga a los Reynafé. Las provincias se sumergen en el saqueo, el asesinato y la depredación.
“Si quieren sangre —pontifica Rosas—, sangre correrá y nuestros adversarios verán que sus horrendos atentados se van a convertir en una plaga de muerte contra ellos.”
Los fieles de Rosas proclaman la violencia. El periódico federal El Lucero sentencia: “Un país se gobierna con prescripciones y golpes de autoridad. Un partido no es nada cuando se tiene la intención y los medios de destruirlo.”
Se equivocan quienes dicen que Perón se copió de Mussolini, nos dijo un estudiante: “Lo único que supo hacer bien fue imitar a Rosas.”

El dictador
“Los caudillos, al absorber la fuerza de las masas, se convirtieron en mandones irresponsables, se perpetuaron por la violencia en el poder y, árbitros de las voluntades de sus subordinados, los arrastraron tras sí y los condujeron al campo de la guerra civil.” La acusación es de Bartolomé Mitre.
Toda una corriente de historiadores argentinos centra su ataque al caudillo y a Rosas en el nepotismo, la arbitrariedad y la antidemocracia que ellos representan.
Utilizan, como el profesor Enrique Barba, la analogía: “Rosas se transforma en el primer dictador a la moderna. Al antiguo apacentador de vacas sucede en el gobierno un administrador que no tiene noción del tiempo. Su personalidad avasalladora le incita a conocer y dirigirlo todo. En los últimos años de su gobierno permanecía recluido en su escritorio; nadie lo veía, pero todos estaban pendientes de él. Tenía una preocupación enfermiza por cuidar el detalle del manejo político. Es autor de una carta que firma como M. Corvalán y otra en que se hace pasar por Manuelita, su hija, agradeciendo un obsequio.”
Luego agrega: “Todo el sistema rosista parece haber sido calcado por regímenes dictatoriales modernos. No habían sido inventados los ministerios de propaganda cuando Rosas hacía del mismo uno de los puntales del régimen. No habían sido creadas las famosas camisas negras de las dictaduras centroeuropeas, cuando Rosas uniformaba furiosamente de rojo al país.”
De hecho Perón, cien años después, hará lo mismo. Todo debía ser digitado por él y por sus hombres de confianza. La cadena oficial de diarios y radioemisoras, el buen trato, la afabilidad y la sonrisa ancha para ganarse todas las lealtades.
El color rojo —como medio de unificar sin discriminaciones a los paisanos— empezó, en 1830, con una cintita muy parecida a la utilizada por la Legión de Honor francesa, que gauchos, indios y negros del suburbio usaron orgullosos. En la segunda gobernación de Rosas todo se vestirá de rojo: puertas, zócalos, paredes, trajes, lavatorios. El país entero galopará al ritmo de tambores de guerra y banderas rojas al viento: Federación y Religión ... o Muerte.
Mientras la copla popular inmortaliza a Rosas como el gran conquistador del desierto: “Él, con su talento y Ciencia / tiene la patria segura / y es por esto que le ayuda / la Divina Providencia”, la seguridad prometida solo rige para los rosistas.
Para los unitarios no hay excusas ni lamentos. El peor castigo (como en las antiguas ciudades griegas) será el destierro. Así, la vasta producción poética de los emigrados en Montevideo, Chile y Europa que lloran la patria lejana. El primer intento de literatura realista arranca —por algo— con “El Matadero”, de Esteban Echeverría. que describe la furia de un unitario a quien los mazorqueros están a punto de marcar como a una res.
Son pocos los antirrosistas que desmienten el fervor y la pasión popular que acompañó a Rosas hasta Caseros. Deslumbrados, los intelectuales liberales del Salón Literario quisieron, por el mismo motivo, plegarse a sus filas. Echeverría sugiere al tirano “dar un puntapié a toda esa hedionda canalla de infames especuladores que lo rodea y patrocinar la acción juvenil a su lado”. Sueña con ver en su mano “una bandera de fraternidad, igualdad y libertad”. Desde Chile, Juan Bautista Alberdi —el primer revisionista— escribe: “A mis ojos, Rosas no es un simple tirano. Si en su mano hay una vara sangrienta de fierro, también veo en su cabeza la escarapela de Belgrano”.
No obstante, Rosas odia a los intelectuales. A los profesionales les obliga a jurar por “la causa nacional de la Federación” antes de entregarles el título. Para él, lo importante es la adhesión ancestral a la tierra frente al fervor culto y europeizante de los unitarios. Asume la defensa de la moralidad, recomienda a la Policía exterminar las casas de juego y arrear con las prostitutas y ordena quemar libros heréticos en la plaza pública. Sabe que sus enemigos son masones y aduce la defensa de la religión como factor aglutinante de las masas. “He admirado siempre a los dictadores autócratas —comenta Rosas un día— que han sido los primeros servidores del país.”
“Mentiras, no fue tal cosa —denuncia Francisco Echagüe, profesor y conferencista—; fue un señor feudal que no favoreció a su pueblo sino a la ralea que él sostenía.”
Ricardo Levene define el momento rosista como anárquico, caótico, providencialista. José Ingenieros va más lejos: iguala al régimen con las monarquías absolutistas que imperaron en Europa por la misma época.
El escritor, ex rector interventor y profesor universitario José Luis Romero corrige: “El movimiento rosista no es más que la cristalización del movimiento antiliberal que arraigaba en la tradición unitaria de la Colonia y se mantenía en vigor en las masas rurales”.
Gregorio Wainberg, profesor y director de la colección “El Pasado Argentino” de la editorial Solar-Hachette, apunta al proceso socio-económico: “El período rosista no facilitó el cambio, ni siquiera la modernización que es algo mucho menos sustancial e importante. Se consolidó la estructura ganadera tradicional. Se trabó el desarrollo de la agricultura y si se mantuvieron las manufacturas regionales, no se crearon las condiciones indispensables para el desenvolvimiento de un mercado nacional integrado. Fue el predominio de una ganadería primitiva y rutinaria sobre las posibilidades de diversificación de la producción y el quehacer económico, únicos capaces de crear las precondiciones del verdadero crecimiento hacia adentro”.
Algunos estudiosos, ateniéndose a la geografía, asimilan a Rosas con los intereses porteños. Aceptan el pensamiento de Alberdi cuando afirmaba que los unitarios y federales no existían sino encarnando la pugna entre Buenos Aires y las provincias.
Jorge Abelardo Ramos, dirigente marxista y autor de Revolución y Contrarrevolución en la Argentina, alega que “Rosas fue la primera expresión del capitalismo agrario en la provincia de Buenos Aires. El y su clase —puntualiza— eran exportadores de tasajo, cueros, sebo y demás productos de la provincia. Buenos Aires había usurpado desde la Revolución de Mayo la principal fuente de recursos del Virreinato: el puerto y la Aduana. Rivadavia, Rosas y Mitre, a pesar de sus antagonismos políticos, mantuvieron ese monopolio aduanero inquebrantablemente. Esa es la vinculación que une al partido federal porteño y al partido unitario porteño, evidente después de Caseros, donde todos se abrazan ante la amenaza de Urquiza de nacionalizar las aduanas”.
No es peregrina la identificación de los antirrosistas con la oposición a Perón y a su sistema. De los entrevistados, con la excepción de Ramos, todos, en su momento, y aún hoy, cuestionan al rosismo y al peronismo con los mismos argumentos. Están contra la dictadura, la demagogia, la dominación de “falsos líderes”, el peligro de las masas “tenebrosamente dirigidas”.

El héroe
En la vereda de enfrente, los que iniciaron el rescate y la apología de Rosas, tuvieron que gritar muy fuerte para hacerse oír. Se enalteció a Rosas pero se enlodó a Rivadavia, Sarmiento y Mitre. Desde Adolfo Saldías —a fines del siglo pasado—, el rosismo contará con políticos radicales (Dermidio González, Ricardo Caballero, Aristóbulo del Valle), nacionalistas (Ernesto Palacio, los hermanos Irazusta, Carlos Ibarguren, Manuel Gálvez, Fermín Chávez), forjistas (Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche) y peronistas (José María Rosa, Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Duhalde).
Acérrimos adversarios de la “dictadura de la historia falsificada” (apelativo usado para cuestionar la historia liberal) reaccionan contra lo que denominan “falseamiento documental por alteración u ocultamiento”.
Su mentado “nacionalismo” se opondrá al “cipayismo de los servidores del imperialismo inglés”: “Lo nacional está presente exclusivamente cuando está presente el pueblo”. Algunos revisionistas (entre ellos se cuentan ex admiradores de Primo de Rivera, Mussolini o Hitler) adoptarán las banderas peronistas de 1945, enrolándose como diputados, dirigentes y hasta consultores de Perón.
Trazan una galería de próceres que consideran indestructibles, según sus premisas: San Martín, Rosas (a veces Quiroga o el Chacho Peñaloza), Irigoyen y Perón. Ciertas agrupaciones —sectores del peronismo, Tacuara, Guardia Restauradora— reactualizan esos ídolos en el afán de identificarse con las montoneras. Añoran la pampa y la furia gaucha, desde las ciudades.
Ernesto Palacio, abogado, ex diputado peronista, afirma: “Rosas representa el honor, la unidad, la independencia de la patria. Si después del 53 seguimos siendo una nación, a Rosas se lo debemos, a la unión que se remachó durante su dictadura”.
Fermín Chávez, periodista, historiador, creador de la tira “El Chumbiao” (impresa en un matutino) insiste, por su parte: “El revisionismo ha enjuiciado los factores internacionales que jugaron y presionaron en el Río de la Plata. La historia liberal no explica nuestras frustraciones. Soy rosista porque el régimen cumplió uno de los más importantes papeles políticos de nuestra historia”.
Con reticencias, el doctor en Filosofía y Letras Manuel Benito Somoza, argumenta: “Rosas nos enorgullece porque es el autor de las dos más grandes victorias diplomáticas argentinas. Defensor de la patria contra el bloqueo de Inglaterra y Francia, bajo su gobierno, como nunca después, Argentina tuvo dimensión internacional”.
El polemista y escritor Arturo Jauretche sustenta: “Estoy con Rosas porque de ganadero devino en político para dar paso a los intereses nacionales. En contraposición con los unitarios, era un porteño que entendía el interior y buscaba una solución a sus problemas. Entre la tesis unitaria y la antítesis federal, Rosas representa la síntesis”.
Luego recapitula: “Muchos han intentado perjudicar a Perón vinculándolo a Rosas. El resultado es que han beneficiado a Rosas con Perón”.
La necesidad del orden y el respeto de las jerarquías es, quizás, el argumento más usado por los rosistas. “Para que existiera el orden, era necesario un acostumbramiento al orden.” Por eso sus críticos tratan de asimilar al rosismo con la colonia virreinal o la dictadura derrotada en 1955.
Pero hay rosistas que se mantienen en una posición ecléctica frente a los revisionistas o los representantes del liberalismo. Es el caso de los abogados sindicalistas Ortega Peña y Duhalde, para quienes Rosas es el adalid guerrero —un San Jorge blandiendo la tacuara— que lucha contra el “imperialismo inglés”.
Sostienen: “La interpretación revisionista se acentuó mucho más que en la política económica, en los aspectos religiosos, políticos. Si la historia liberal había tratado de presentar al Rosas sangriento, enfermizo, dictatorial, el revisionismo lo presenta como caudillo paternalista, católico, estanciero. Su odio al liberalismo lleva al revisionismo a un ensalzamiento hispánico absoluto, haciéndole descuidar las circunstancias reales de la Revolución de Mayo. La realidad demuestra que Rosas se propuso liquidar todas las instituciones económicas y culturales engendradas por la penetración británica. Con una amplia base de sustentación política y una producción del tipo capitalista (la estancia saladeril) Rosas se lanzó a promover, por intermedio de la Ley de Aduanas, la industria del interior del país”.
Entre los que no aceptan las medias tintas, figura el ortodoxo José María Rosa. El más vilipendiado de los historiadores rosistas, ex profesor universitario, hoy residente en la Barra de Maldonado (Uruguay) es quien aclara: “El afloramiento de las masas en el Plata por la Revolución de Mayo y su permanencia hasta mediados de siglo, es un fenómeno que no se produce en otras partes del mundo. Impregna de hondo sentido nacional nuestra historia. Las masas surgen con Artigas y sus “Pueblos Libres” y llegan hasta Rosas, que además de caudillo es un político. Enfrentado a la oligarquía colonial, apoyada en el extranjero, Rosas es la masa con sentido nacional. Por algo los coloniales le tienen esa fobia incurable: Rosas reunió condiciones nada comunes de patriotismo, energía y astucia”.
Los rosistas rescatan centenares de anécdotas para justificar a su prócer. Las hay humanistas, políticas, educativas. Fábulas y coplas lo enaltecen. Pero en el fondo no hacen más que describir la sordidez de su tiempo, agrios conceptos moralistas y una fría concepción jerárquica.
Que Lavalle, fusilador de su amigo Dorrego, aparezca en el cuartel del tirano y éste le ofrezca catre, mate y pan, demostraría “la bondad” de Rosas. “Sé que estoy en la tienda de un caballero —habría comentado Lavalle— y por eso he dormido aquí”. Que el general San Martín haya legado su sable sería el mejor motivo para caracterizar “la patriada rosista”.
Se solazan con sus cartas en las que Rosas se refiere a todo lo imaginable: al ejército, la alimentación, la ropa que ha de entregarse a los cautivos liberados, a las órdenes del día, los castigos al que diga obscenidades. Festejan su popularidad —hacen lo mismo con Perón— porque andaba por su barrio de Palermo solo, a caballo, sin escolta y el pueblo lo visitaba y adoraba como un “santo varón”.
Valoran su astucia, energía, altivez, orgullo y egolatría. “Rosas —dicen— nació para el mando; es un hombre de poder... un procónsul del Destino.”

“Rosas no nos importa”
Rotundamente, hay quienes no permiten que se los catalogue. No son rosistas ni antirrosistas. Muchos ejercen la profesión de historiadores; otros son lectores, estudiosos, o políticos sin partido. Forman una heterogénea colectividad silenciosa, apasionada por la objetividad, el análisis riguroso y la ciencia.
“Me niego a vivir en el ayer —contesta el economista y ensayista Enrique Silberstein— aunque forme parte de mi ser. No es que reniegue del pasado, sino que la opción Rosas sí, Rosas no, no existe, no tiene ningún sentido. Es lo mismo que estar con un “eclipse” o no, contra Pericles o en favor de Alcibíades”.
A. J. Pérez Amuchástegui, director del Departamento de Historia de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, afirma: “El historiador, como científico no tiene que estar con nadie ni contra nadie. Sería hasta cómico preguntar a un físico si está con la fisión nuclear o en contra de ella, sin perjuicio de que pueda disgustarle o gustarle que esa conquista de la ciencia se haya obtenido. Ya nadie cree que la historia sea juez y el historiador instrumento de la justicia póstuma’’.
Rodolfo Puigross, ex periodista, escritor y profesor en México, concuerda en que la perezosa tendencia a la simplificación histórica “parte de a prioris que nos hace maniqueos". También dice: “Nos pone ante anacrónicas opciones inapelibles. Tal es el caso de la dicotomía subjetiva que pretende repartirnos en rosistas y antirrosistas. Tiene consecuencias nefastas”.
León Benarós, poeta e historiador, finaliza: “No acepto la verdad parcial o interesada del revisionismo. Puedo sí aceptar verdades aun contra mis convicciones. Pero de ninguna manera puedo estar de acuerdo con la historia inventada, condicionada desde afuera por citas o preconceptos. No se trata de demoler próceres gratuitamente. Frente a la opción me mantengo en un punto intermedio. Mientras los rosistas queriéndolo o no se convierten en profascistas, los antirrosistas son propagandistas de un estado liberal que ya no tiene justificación”.
“Revisar la historia”, el derecho de “dudar de los héroes” ya no es pecado. La historia escolar no contesta a las preguntas. Relata cosas hechas con carácter definitivo, protagonizadas por hombres supuestamente extraordinarios.
Por eso el revisionismo ha dejado de ser exclusivamente rosista. La polémica Rosas sí-Rosas no, no tiene razón de ser.
El profesor Ricardo R. Caillet Bois, director del Instituto de Historia Argentina de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires concluye: “La Historia es una ciencia. Tomar partido equivaldría a falsear la historia, a convertirse en panfletista, a adoptar la investidura del fiscal o del abogado defensor. Lo que cabe es explicar a Rosas, para lo cual se deberá examinar el panorama en su vasta complejidad. No se podrá juzgarlo a través de un solo documento. Seguirán apareciendo fiscales implacables y defensores entusiastas del rosismo. Ninguno de ellos tiene en vista la verdad histórica, única meta para el historiador verdadero”.
Daniel Muchnik
Revista Panorama
9/1967
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