Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Duke Ellington
MUSICA
La amante de Duke Ellington
Por segunda vez en tres años, al mediodía del lunes 22 de noviembre, el hombre-jazz, Duke Ellington, llegó a Buenos Aires a pocas horas de actuar en el Palacio Peñarol de Montevideo. No se le facilitó una conferencia de prensa sino un caos: apenas, entre cazadores de autógrafos y cámaras de televisión, lo dejaron contestar premiosas preguntas en el aeródromo. En La Prensa de ese día pudieron leerse mejores aunque lacónicas declaraciones, adelantadas al público argentino desde San Pablo, con la noticia de que sus memorias (un volumen titulado La música es mi amante)
están imprimiéndose y, al pasar, una casi definición de su obra: “Se me ocurre que sólo puede ser llamada música de Duke Ellington”, afirmó.
Cuando en una suite del hotel Continental, el Duke descansaba sus 72 años (visibles en el rostro surcado, en contraste con un cuerpo juvenil y flexible) de los trajines de la gira, para presentarse esa noche en el Gran Rex, los fanáticos del jazz acudían a las disquerías en busca del último álbum de Ellington: Concierto sagrado (2 longplays, United Artists Records-Emi, mono). Fue una deliberada pero estimulante coincidencia.

DIOS Y LA LIBERTAD. Hace seis meses había irrumpido otra importante entrega discográfica del gran negro, lanzada por el mismo sello: el Concierto de su 70° cumpleaños. Esta cúspide de madurez, entre la ortodoxia jazzística y una rebeldía sin fronteras para encarar el hecho musical, desbordó nuevamente un propicio clima ellingtoniano, apto para que Víctor apelara a registros de cuarenta y más años atrás: a los días de The Jungle Band, al frenesí de Rag de la calle 12, a los ritmos de los años locos. Entre ellos, el Concierto sagrado y los recientes recitales en vivo, no hay oposición ni diferencias esenciales; son distintos tramos —tonos, matices, transiciones— del largo camino de Damasco de uno de los grandes artistas del siglo XX. La raíz negra, la obsesión de Dios y la libertad, lo abarcan.
El Concierto sagrado, segundo que Ellington especificó así, data de 1968 y fue estrenado en una catedral norteamericana. Son 13 movimientos de reflexión religiosa, sin relación con la liturgia. Bordean lo sinfónico sin que deje de prevalecer el swing inconfundible del director. Cantantes y coros le dan otra variante, desde lo circunstancial hasta las cumbres de la intervención de la soprano sueca Alice Babs (entre la balada, reminiscencias de blues e improvisación) o el impresionismo coral de Libertad. Este culmina cuando esa palabra (freedom) se repite en 20 idiomas y el propio Ellington habla de la libertad en serio e irónicamente, como de un significado hondo que se trasfiere a un vocablo, como de un vocablo que a veces se ha empleado —también— en función de lo que entraña.
Las excelencias de composición parten de un profundo fervor religioso y convergen a su expresión trascendente, fuera de las convenciones. Los títulos de los movimientos inducen la intención: Alabanza de Dios, Ser Supremo, Paraíso,
Algo cerca del Credo, Dios Todopoderoso, El pastor, Libertad, Meditación, El cruce más bullicioso, T. G. T. T. (Too Good to Title), No te arrodilles para rezar, Padre Nuestro, Alaba a Dios y baila. La intención descarta limitaciones confesionales. ¿Por qué arrodillarse si se puede bailar? La libertad es una norma, inclusive musicalmente, porque tampoco es cuestión de encasillar al jazz. Duke es permeable a todo, desde Bach hasta el rock. El panorama tiene enorme amplitud. Puede ser el solo de piano del maestro, quien en la fugacidad de Meditación se da a un complejo cavilar. O la simbiosis de tradición y vanguardia que se propone “in extenso”, ocasionalmente en recodos clásicos, ora apoyado en un instrumento fuera de serie (el saxo tenor Paul Gonsalves en Alaba a Dios y baila), ya insistiendo en la proclividad de los blues (El pastor) o en imaginativas improvisaciones de Johnny Conejo Hodges, el peculiar saxo alto que murió en 1970 y cuya intervención en al primera parte de Libertad excede previsiones.
Concierto sagrado deja enhiesto un mensaje sin palabras de conclusión, un elaborado torrente musical que se convierte en intemporal legado del compositor.

EL CONJUNTO EN VIVO. La orquesta de los tres recitales de la semana pasada (el último en el Metro, para Quinta Dimensión) difiere de la que grabó Concierto sagrado y vino en 1968. A la muerte de Hodges se sumaron, entre otras, las deserciones de Lawrence Brown (trombón) y Cat Anderson (trompeta). Pero si las grandes ausencias se lamentan, el talento de Ellington puede mucho más. Sigue siendo su orquesta. Perviven baluartes tan fuertes como los idos —tal el caso del excepcional trompetista Cootie Williams, clave en el concierto—; está la mayoría de siempre y el ascendiente de Duke director permanece inalterable. Por otra parte, su autoridad en el piano —un tono decisivo para el conjunto— sigue teniendo la fascinación de siempre. El solo de Lotus blossom fue inequívoca demostración.
El recital siguió la tónica previsible que Ellington imprime a sus presentaciones regulares, en base al repertorio que ha hecho su fama y su leyenda. Notoriamente, las obras extensas en que ha ido replegándose como compositor quedan reservadas a ocasiones especialísimas. No faltaron novedades (Retrato de Sidney Bechet, Afro Eurasian Eclipse) pero menudearon las piezas que el público espera y reclama, a partir de Toma el tren A y Fantasía en negro y canela.
A esta memorable presentación del Duke se integraron los vocalistas de color Nell Brookshire y Tony Watkins con menos jerarquía que espíritu y simpatía. La orquesta los excede; pero, claro, es una cima difícil de alcanzar.
Jorge Couselo
PANORAMA, NOVIEMBRE 30, 1971


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