Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


tornquist


UN TEMPANO DETERMINO EL TRAGICO DESTINO DEL BUQUE "ERNESTO TORNQUIST"
Por RODOLFO O. SCHELOTTO SERGIO
EN el lejano sur argentino, entre las salvajes caricias del Atlántico y los brumosos fantasmas que dibujan los témpanos gigantes. se encuentra enclavada la isla Georgia del Sur. Sólo montañas y nieve, como monjes blancos en eterna oración, emergen de su limitado horizonte. Y allí, en un formidable abrazo de rocas que le ofrecen refugio, está nuestra estación ballenera Grytviken. Y luego,
soledad. Una soledad blanca que deprime y angustia.
Un día de septiembre —hace un año — partió rumbo a ella desde Sande Fjord, Noruega, el buque-tanque Ernesto Tornquist con 208 pescadores de aquel país y 51 hombres de tripulación. Llevaban a Grytviken el preciado oro negro que movería su industria aceitera y la valiosa reserva de alimentos que sustentaría a sus solitarios trabajadores.
San Vicente. Cabo Verde. Pequeñas escalas de ruta. Y después el majestuoso océano y el Ernesto Tornquist como protagonistas de una lucha tremenda entre el hombre y la Naturaleza. Hasta el sur argentino venció el hombre. Pero más adelante...

LA MADRUGADA TRAGICA
— ¡Todo timón a estribor! ¡Toda máquina atrás!
Desde el comando del buque la voz de mando partió como una saeta acerada que se abriera camino entre la obscuridad y el frío. Eran las 2.7 de la madrugada del 15 de octubre cuando se avistó desde la nave la sombra traicionera de un témpano que emergía 20 metros del nivel del mar. El Tornquist viró casi completamente, quedando en posición contraria a la que llevaba, pero cuando el obstáculo parecía salvado apareció entre la cortina blanquecina que formaba la nieve al caer, el telón imponente de la costa rocosa con más de 250 metros de altura. Era el Cabo Constance. A las 2.16 el barco tocó fondo rocoso y quedó inmóvil en una lenta agonía cíe acero y en. una vibrante angustia de centenares de hombres que temían por su suerte. Pero, viejos lobos de mar, adiestrados en la dura vocación del peligro. desafiaron a la adversidad y pusieron frente a ella el vigor de su espíritu.
La hélice y el timón no respondieron. Y el Tomguist quedó a merced del mar y el viento, empujado constantemente contra las rocas. Fueron arriados los diez botes, como precaución. y la radio inició una serie de emisiones de “urgencia”, que no obtuvieron respuesta durante nueve horas.

ESCUCHAN EL S.O.S.
Pasado ese plazo, el comandante del Tomquist decidió emitir el S. O. S. Los puntos y rayas que llevaban el mensaje angustioso de auxilio fueron captados al fin por el capitán noruego Jacobsen desde su ballenero, comunicando rápidamente la novedad a la base de
Leith Harbour. Poco después, tres barcos salían rumbo al Cabo Constance.
Mientras tanto, los tripulantes del buque-tanque tendieron cabos y a la orden del comandante abandonaron la nave en los botes salvavidas, asiéndose a las sogas a modo de remo, pues la correntada impedía cualquiera otra maniobra.
Quiso la Providencia que una pequeña playa, rocosa y cubierta de nieve, permitiera el desembarco. A ambos costados, la montaña caía verticalmente sobre el agua. Al mediodía, cuando se dio por finalizada la operación, avistáronse en el horizonte los tres balleneros que traían su auxilio.

SE DESATA UN TEMPORAL
La esperanza nació con la visión del mástil de los barcos salvadores. Pero nuevamente la Naturaleza mostró sus garras y desató un terrible temporal. Vientos superiores a los 100 kilómetros arreciaron furiosamente, y, ante el peligro de zozobra, los pequeños balleneros-debieron postergar su misión y regresar a su base. Otra vez la inquietud, ahora dramática, se apoderó de los tripulantes del Tomquist. A las 18, en plena obscuridad y cuando las bodegas y salas de máquinas estaban completamente anegadas, abandonaron la nave los últimos hombres: el capitán Augusto Ferro, el jefe de máquinas Alberto Hollio y el radiotelegrafista Elias Ravinovich.
La Providencia era el último asidero de aquellos hombres. Y en ella depositaron su fe cuando frente al misterio de la noche y la furia de la tormenta, se guarecieron en los boquetes que el mar había cavado en las rocas.
Noche angustiosa y tremendamente fría. La disciplina había sacrificado la existencia de bebidas alcohólicas —arrojadas al océano— y fueron dos botes salvavidas los que con sus tirantes de madera ofrecieron el renunciamien to de su materia inanimada para brindar la llama vivificante de su calor. Las cavernas rocosas no pudieron albergar a todos, y sobre la nieve fué preciso improvisar refugios, cuyos techos se construyeron con los remos.
La noche se hizo interminable. Eterna. La nieve, derretida por las fogatas, caía desde la parte superior de los boquetes y, como un dramático suplicio chino, mojaba continuamente, sin pausa, los endurecidos cuerpos de los náufragos.
Una súplica desgarradora y muda ascendió entonces a esferas divinas:
— ¡Dios nuestro!... Impide que las aguas invadan la playa...
Si el temporal hubiese cambiado de rumbo en dirección a la costa, todos, irremisiblemente, habrían sido sepultados en la tumba helada y profunda del océano...

TRANQUILIDAD AL AMANECER
A las cinco de la mañana del 16 de octubre las primeras luces devolvieron la tranquilidad a los sacrificados pescadores y tripulantes. Y ella alcanzó matices de enloquecedora alegría cuando sobre la línea del horizonte asomaron, como mensajeros de salvación, los palos de los balleneros que regresaban en su búsqueda.
En los botes que se salvaron de la quemazón trasladáronse a los pequeños barcos y poco después navegaron rumbo a la vida, rumbo al descanso para tanta desesperación pasada.
El peligro y la muerte parecieron entonces una cosa lejana, intangible. Ya en Grytviken y alojados en el buque Harpón, se repusieron lentamente y entretuviéronse observando el esforzado trabajo de las faenas de lobos y ballenas, realizados con maravillosa maestría por los empleados de la factoría. Mientras tanto, allá a lo lejos agonizaba en un monstruoso suspiro el Ernesto Tornquist. Su armadura de acero era insistentemente llamada por el enorme imán del fondo del océano, y el 19 de octubre, en un saludo eterno, dejó, como un pañuelo de despedida, un remolino de agua que fué aquietándose pausadamente sobre la superficie del mar.

EL REGRESO A BUENOS AIRES
Los tripulantes del Tornquist permanecieron en la estación ballenera de Grytviken hasta el 31 de octubre. Poco a poco se fué disipando de sus recuerdos el hondo drama que vivieron en la endiablada trampa de Georgia y la zozobra de una noche arrancada a una novela de increíbles aventuras.
El citado día partieron rumbo a Buenos Aires felices del epílogo de aquella odisea, pero inmensamente tristes porque en las heladas aguas del sur quedaba para siempre, en una travesía sin retorno, el Ernesto Tornguist.

Revista Mundo Argentino
24.10.1951
los ranqueles

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