Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

escuelas por correo
VIDA MODERNA
EN SU CASA, POR CORREO, SIN QUE IMPORTE LA EDAD
En realidad, nada importa. Se sabe, sí, que lejos, seguramente en la provincia, en la intimidad de una pieza, alguien ha sido encandilado; alguien ha sucumbido a la rutilancia de un folleto en colores, al esplendor de sus promesas, a la gratificante necedad de sus justificaciones. Las academias especializadas en instrucción por correspondencia, hoy satisfacen buen porcentaje de la miseria intelectual de la Argentina: agrestes mucamas, jubilados tediosos, adolescentes desconcertados o indolentes, enruleradas amas de casa, recortan cupones en revistas de chismes o historietas y los envían a institutos que, a menudo, se encubren tras las facilidades de la Casilla de Correo. Días después, los interesados reciben el consabido libreto: en algunos casos, un delirante fárrago de exageraciones, que no reconocen siquiera el límite impuesto por la conmiseración. Por cada cien folletos enviados, las academias reciben unas veinte respuestas positivas: como el ciclo lectivo comienza cuando se pesca al alumno, a vuelta de correo éste deberá colocarse su imaginario guardapolvo blanco. Manuel Gila, uno de los más exquisitos discípulos de Enrique Jardiel Poncela en el arte de demostrar al mundo que la risa, más que un remedio infalible, es un arma de peligrosa ductilidad, encaró alguna vez un texto didáctico. 'Hágase el idiota en sus ratos libres', era el título. En su casa, por correo, sin que importara la edad, el interesado también podía diplomarse.
“Si no piensa en Ud. piense en los suyos [...]. Sus familiares más queridos dependen y confían en Ud. ¡Decídase! Estamos seguros que podemos hacer de usted un capacitado mecánico dental en poco tiempo estudiando en su casa, por correo.” Así, dribleando todo asomo de fervor sintáctico, pero anteponiendo a cada frase un ceremonioso tratamiento, pletórico de respeto y caballerosidad, el Instituto Americano de Mecánica Dental, fundado en 1948 por el odontólogo Eduardo Gregorio Décimo Urbini, transcurre sus días sin mayores sobresaltos: en la sede central, Cerrito 236 las solicitudes de inscripción se acumulan con frecuencia.
Con la viuda del fundador, Rosa Ana Scheinsun, y su hijo, Ricardo Urbini, al frente, el instituto ofrece un plan de instrucción que durante un lapso no mayor a seis meses presume de convertir al alumno en un hábil mecánico dental. Para ello, el clan instructor brinda, según consta en el folleto, la sapiencia de expertos en la materia, lecciones claras con cuatrocientas ilustraciones, asesoría técnica durante y al término del curso. Todo, al alcance de quien sepa leer y escribir, y consienta en oblar 12.000 pesos divididos en tres cuotas idénticas y 1.000 adicionales en concepto de matrícula. “Nuestro interés —se cubre Urbini— es que la gente quede conforme: salvo algunos atrasos debidos al correo, nunca hemos recibido quejas. En la actualidad, tenemos quinientos aprendices, pero los aumentamos día a día.” Sus esperanzas recaen en los avisos que ubica en la revista Nocturno. “Es la más cuponera —filosofa el vástago del fundador—; cada mes recibimos cerca de cien pedidos de información.”
Para que las prótesis fluyan más alegremente, cada educando recibe, al comenzar el curso, un impresionante equipo de trabajo: “Espátula para yeso, cuchillo, lámpara de vidrio, dos impresiones en stens, y dos hojas de cera”. Aunque parezca una fantasía digna de Bradbury: gratis. “Y... uno se entusiasma cuando recibe el material, y le da con todo —infantiliza Segundo Mario Negri, 53, casado, dos hijos—. Hace años, yo estudié la profesión de refrigerador en tres meses; ahora quiero ser mecánico dental: es tan lindo hacer paladares de cera y dentaduras de yeso.” Aspiraciones que se verán concretadas el día en que el diploma del instituto —carente de toda validez oficial— cuelgue inadvertidamente de alguna pared hogareña. Trabajo quizás no encuentre, pero ¿quién le quita lo extraído?

LA PESADA DEL BANG BANG
El abogado Máximo Dabbah alardea un sólido prestigio entre los incautos: es el director responsable de la Primera Escuela Argentina de Detectives. “Curso único y exclusivo en América”, que permite, a quienes demuestren “vocación. voluntad y deseo de superación”, ingresar al “fascinante mundo de los detectives, sin distinción de sexo, ni límite de edad”. Instalado en el décimo piso de Diagonal Norte 825, Dabbah se muestra reacio a los interrogatorios. “Ya estoy muy quemado —se encrespa—; en este sentido, soy como los gatos que han tocado una vez la plancha caliente: la segunda, no me agarran.” Apelando a justificaciones en las que no se excluye la palabra réditos, el abogado prefiere dejar en receloso incógnito el curriculum de sus profesores, y la pequeña historia de su academia. Exenta de anonimato, la céntrica oficina aglutina a una clientela ansiosa que, a través de diez empleados, deposita dinero para matrícula, inscripciones varias y libros complementarios. “Aconsejamos este texto, Maquillaje Teatral —asegura uno de los dependientes—, porque, como todos saben, para el detective es muy necesario cambiar de personalidad.”
Con el lógico fin de reclutar futuros pesquisantes particulares, Dabbah preparó un altisonante folleto, abundante en perlas del más precioso cultivo: “La profesión de detective es la más altamente remunerada. Sea justo, triunfador, admirado. Sea un aliado de la causa de la Justicia y la Verdad”. Induciendo al alumno a convencerse de que “estaba en lo cierto cuando algo le decía interiormente que [...] había pasta para ser un buen detective”, la escuela ve engrosar sus arcas con desmesurada fuerza: los aranceles cobrados a émulos de Mike Hammer van desde los 26.000 hasta los 40.000 nacionales por el curso completo. Claro, alicientes no escasean: finalizada la instrucción, el egresado se acredita un diploma de considerables dimensiones, y una chapa metalizada que lo identifica como detective y experto en investigaciones. El local, abierto desde 1953, está inscripto en el Registro General de Establecimientos Privados de Enseñanza, sin que ello signifique un mérito mayor que los propuestos en el plan de estudios. Allí se amontonan tópicos increíbles, exaltados, imaginativos: estrangulación y asfixia, claves para descifrar escrituras secretas, fenómenos cadavéricos, el detective en el hogar, detector de mentiras, horca, biabistas, cuatrerismo, ladrones de bicicletas, método para determinar la profesión del sospechoso, manchas, secreto profesional.
Para alentar a los menos arrojados, el folleto recalca que “todo pueblo, por pequeño que sea, necesita un detective, y pocos lo tienen”: los provincianos son los destinatarios en esa llamada de amor policial. También se asegura que en Norteamérica, el ochenta y cinco por ciento de crímenes y delitos son descubiertos por pesquisas privados y que, actualmente, sólo “un 12 por ciento de los hoteles del país cuentan con detectives”. En un esfuerzo postrero, la escuela detalla los temas de cada clase: desarrollo de un punto teórico del programa, problema de índole detectivesca, relato comentado de un hecho verídico, minuciosa descripción de un cuento del tío, generalidades. Como si esto fuera poco, se compromete a guardar la más estricta y absoluta reserva: los cursos se envían en sobres cerrados, sin membrete.

CUATRO POR UN PESO
“No todo el mundo tiene tiempo para tomar clases; nosotros les hacemos ganar tiempo, y evitar gastos de transporte”, se ufana Norberto Sedó, 39, casado, gerente general de la Escuela Fotográfica Sudamericana, con asiento en Florida 835. El instituto, fundado en 1949, logró fama entre los chasiretes aficionados, especialmente los de La Pampa, Misiones y la Capital Federal,
centros desde donde se envían la mayor cantidad de solicitudes. Todos los aspirantes, Sedó dixit, presentan las mismas expectativas: deseos de incrementos económicos, anhelos de llenar horas libres con una ocupación independiente. El folleto, a dos colores, no escatima adjetivos: su curso de fotografía es, sin duda, un beneficio inapreciable, “porque las satisfacciones que le brindará le harán bendecir una y mil veces el momento en que el destino llamó a sus puertas para hacer de usted un auténtico triunfador”, y porque “es la profesión libre mejor remunerada en todas partes del mundo”. Sin embargo, ni Ron Galella ni Lord Snowdon figuran en sus registros. Justificando ulterioridades. Sedó pone su negocio a cubierto: “Nosotros somos serios, no engañamos a la gente, cumplimos con la entrega de las clases. Más aún, damos becas a los que cumplen condenas en la cárcel, enviándoles las clases gratuitamente. Esta es una obra de bien, que ninguna otra escuela lleva a cabo”. Y aun posee resto: “Tan interesados como están en la ganancia monetaria”. Para el egresado, la Escuela Fotográfica Sudamericana también distribuye recompensas: un gran diploma rubricado, con filetes dorados artísticamente.
Anexas al criadero de papparazzi funcionan otras tres academias cuya sede, según el pomposo cartel de entrada, se erige en Miami. Modern School, Paramount Academy y Professional School se dedican a la enseñanza de materias dispares; a tal punto que bailan sobre el filo de lo incompatible: corte y confección, enfermería y obstetricia, dibujo. En sus lujosos folletos poco está librado al azar; la Modern School, dedicada al arte gráfico, sintetiza la historia de un aprendiz en cinco palabras: “Del anonimato... a la fama”. Los futuros caricaturistas recorrerán “un campo excitante y maravilloso”; según el manifiesto, los egresados “se relacionan con las más altas personalidades [...] y las remuneraciones percibidas son altísimas”.
Los pasos de las lecciones, eso sí, deben ser seguidos al pie de la letra: para dar vida a un muñeco regordete, de aspecto saludable, bastará con dejar correr el lápiz hasta pergeñar tres círculos de igual tamaño; luego, trazando hábiles líneas divisorias, cualquiera puede ensañarse con la nariz y los ojos saltones, con la boca desdentada. Meses después, se arriba a lo que pregona cierto párrafo: “Posición social, bienestar, felicidad, fama, dinero, prestigio: en suma, todo lo que una persona puede ambicionar en la vida”. Olvida mencionar el ansiado reencuentro del hombre con su esencia mística pero, en estos tiempos de alocado ateísmo, la omisión resulta perdonable.
Para alentar a los principiantes, la escuela envía gratuitamente potes de tinta china, pomos de témpera, pinceles y plumines. El valor de los estudios difícilmente equipare al costo: entre 45.000 y 60.000 pesos, de acuerdo a la duración por la que cada alumno haya optado.
Trepa hasta los 26.000 nacionales obtener un diploma otorgado por la Paramount Academy, en el rubro Profesora de Corte y Confección, Regina D’Angelo, directora general, firma una carta que, adjunta al folleto, sirve de nexo entre el instituto y la aspiranta. “Amiga mía: permítame que así la llame, amiga mía, pues presiento que hoy marca el comienzo de una gran amistad entre Ud. y yo, fuertemente respaldada por un mismo afán de perfeccionamiento y el dominio de una especialidad tan bonita, como es corte y confección”, ruboriza la misiva. Pese a ella, aun consiguen candidatas para la especialidad.
Una hora diaria, asegura un volante, bastó para que más de cien mil graduadas satisfechas recomienden el método exclusivo que, en sólo dos meses, cumplimenta con los requisitos educacionales. “¡Imítelas!”, clama la Paramount; por si aún persisten en su indecisión, otorga a las voluntarias, a modo de “Oferta Mes Aniversario”, una beca por un curso de camisería, valor 5.000 pesos.
Interesándose por aspectos más generosos de la personalidad humana, la Professional School realiza, en revistas de fotonovelas o historietas, un dramático llamamiento: “¡La escasez de personas instruidas en enfermería es alarmante!” Y prosigue: “Enfermería; un brillante porvenir para el hombre y la mujer. Altos salarios, respeto, trabajo interesante, independencia, viajes, una nueva vida”. Leopoldo A. Buntix B., firma así una carta a las personas que sucumban a esa vocación. En su calidad de presidente del instituto, mediante un mimeografiado panfleto, relata prolijamente las emociones de Cary Gómez M., una presunta ex alumna de la escuela, quien agradece las enseñanzas recibidas allí. “La extraordinaria calidad de las lecciones ha hecho de mí una persona que ahora mira al futuro con decisión y optimismo”, se conmueve la egresada. “Ahora me siento segura de mí misma”, termina exaltándose. Los profesores, se ve, también ofician el psicoanálisis carteado.
Con los magnos ejemplos de Florence Nithingale y Edith Cavel, los didactos “le abrirán las puertas a un mundo mejor, elevando su posición social y económica [...] y le ubicarán dentro de la noble comunidad de los que auxilian al prójimo”. El programa, generoso, incluye anatomía, primeros auxilios, vendajes, dietética, cuidados al enfermo. No olvida tampoco las posibilidades futuras, interesando a los remisos mediante una larga lista de factibles ocupaciones: secretaría de médicos, empleos en asilos de ancianos, chapetonas de inválidos, baby sitters. Luego de trasponer las cuarenta lecciones ilustradas, se estará tan lejos —como antes— de los diplomados. Pero, claro, luego del examen final, el instituto otorga una chapa.
“El noventa y siete por ciento de los estudiantes de enfermería son mujeres —reconoce Sedó—, pero en las clases de dibujo la cosa está más repartida: cincuenta y cincuenta.” Como en otros casos, la mayoría de los alumnos viven en el interior, por lo que el contacto con los educadores depende, exclusivamente, de la buena voluntad en los carteros. En cuanto al costo de las lecciones, la Professional School se muestra cauta: el curso, explica un folleto, “vale lo que puede pagarse por un futuro libre de preocupaciones, con independencia y con la seguridad de una ganancia mensual cómoda para usted y los suyos”. Distintivo, cofia, máscara, termómetro y carnet, son el regalo final. Pese a que uno de los acápites habla de “técnica de inyecciones”, la jeringa corre por cuenta del interesado.

¿TIENE USTED OJOS Y OIDOS?
Desde 1923, las Escuelas Latinoamericanas se ocupan de enseñarle cualquier cosa a cualquiera: cajero, caligrafía, velocigrafía, perito en enología, periodismo, gramática y ortografía, bobinajes, avicultor, técnico jabonero. El edificio, ubicado en Boyacá 932, inscripto en el Ministerio de Educación, sólo otorga diplomas que rozan la categoría de particulares. “No quiero tener problemas”, murmura el doctor Bernardo Korín, el poco explícito director de enseñanza, mientras ejecuta un mutis exento de lógica discreción.
Merced a las ventajas que les ofrece una imprenta propia, y varias sucursales, las Escuelas Latinoamericanas envían lecciones y exámenes a domicilio: en el caso de su curso de periodismo, no se exigen demasiadas luces para llegar a un entendimiento con las primeras lecciones. Como ejemplo de exquisitez didáctica, vaya un párrafo sobre la ciencia en cuestión: “Periodismo es la profesión del periodista, y la prensa surgió junto a ese instrumento imprescindible que es el periodista, ojos y oídos del periódico”. Por 35.000 pesos, se puede tener acceso a furibundeces semejantes.
Filial de una empresa española, el Centro de Cultura por Correspondencia (CCC) arrebata aspirantes a ocupaciones disímiles: acordeonista, publicidad, ortografía, formación de escolanías, maitre d’hótel, judo, canción moderna. “Somos un centro privado, pero serio”, se ataja Sixto Muchñack, 42, casado, ejecutivo de la firma. Para justificar la aseveración, el CCC entrega el curso completo al alumno, previo pago de la primera cuota; así, los problemas se invierten: muchos son quienes no abonan jamás la totalidad de los aranceles. Las edades oscilan entre los 15 y 65 años; los textos, simples, incluyen talonarios con preguntas, que el alumno deberá responder adecuadamente. Es posible que el curso con más éxito del momento sea el de canción moderna; allí se incluyen tópicos como “cuánto ganan y cómo viven los artistas; moralidad y ética; sacrificios; festivales de la canción; impostación; afinación; métrica; forma de construir el monstruo y su aplicación”. También el curso de maitre d’hótel presenta sus ventajas incomparables: rodeado de bellas señoritas, enjoyadas señoras, atildados caballeros, el profesional deberá compenetrarse en los secretos de su arte. El folleto ilustrativo adjunta preguntas que acicatearán el interés del ávido: “¿A quién se atiende primero en un banquete de bodas? ¿Cómo trinchar un pollo? ¿Qué es un scharzhofberger?”. Muchos matriculados provienen de Córdoba, Mendoza y Mar del Plata: la hotelería zonal reclama sus servicios.
En pleno Pompeya, Sáenz 737, el profesor Ismael García obliga a palidecer de insidias envidiosas a otros colegas menos imaginativos. La ciencia que él transmite por correo es infrecuente, casi irreal: embalsamamiento. “Por primera vez en la Argentina —proclama un fogoso reclame desde las páginas de Patoruzito—, se ofrece la más apasionante de las enseñanzas, abarcando la misma desde la preparación de las momias del antiguo Egipto, para llegar en apasionantes capítulos a los más modernos métodos de disección y taxidermia”. Los seis capítulos en que se divide el curso, se cotizan a 4.000 pesos cada uno, apuntando a la posibilidad de, una vez superado los escollos educativos, poder embalsamar aves y mamíferos. “Una vez visité el Museo de Luján, y se me ocurrió la idea de aprender esta profesión —se esperanza Enrique Martín, 19, soltero, barman—; pero me interesa más el aspecto artístico que el lucrativo”. Realista, Rubén Oscar Roveda, 22, pintor de obra, quiere aprender algo “que me permita ganar más; hay muchos cazadores que desean conservar sus piezas para lucirse”.
A Marta Porcellana, 22, soltera, estudiante de Veterinaria, secretaria en el Instituto Superior de Taxidermia y Conservación, le agrada su tarea: en su oficina, además de naufragar en un caótico océano de folletos, talones y matrículas, intenta criar un bambi, una yarará y una tortuga. “El curso —aclara la secretaria— comprende, al principio, el trabajo con peces y batracios; luego, con mamíferos de todo pelo y marca. Los ejemplares los debe conseguir el alumno.” A través del ardoroso aprendizaje, los discípulos reciben pinza, espátula, tijera, bisturí, drogas y compuestos químicos que facilitan su tarea. Eso sí, el Instituto no se hace cargo de los viáticos que originan las correrías en pos de animales para el sacrificio.
El día en que reciben sus diplomas, los graduados pueden detenerse y mirar hacia adelante: tienen un diploma de colgar. Detectives o embalsamadores, fotógrafos, mecánicos, enfermeras, llenarán sus bolsillos con desesperanzas, rara vez con dinero. Los domingos, días en que, mediante una docena de medias lunas, la buena gente se comunica, ellos se acercarán al muro galardonado. Entre mordiscos y cambios de bombilla, sobrevendrá el diálogo esperado:
—¿Y este diploma, ché?
—¿No sabías? Yo también soy un triunfador.
Revista Primera Plana
22.02.1972
• PRIMERA PLANA N9 473 • 22/11/72

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