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La Argentina de los años 30
- El Congreso Eucarístico
En octubre de 1934 —entre el 10 y el 14—, Buenos Aires fue sede del XXXII Congreso Eucarístico Internacional, uno de los episodios que más influyeron en el espíritu político de la década y que los sectores nacionalistas de derecha explotarían en provecho propio.
Dos símbolos lo distinguieron: el escudo y la inmensa cruz de 35 metros de alto, obra de Amancio Williams y Jorge Mayol, que encerraba al monumento de los Españoles. El primero fue tachonado en miles de puertas de las casas de Buenos Aires; la cruz ("a cuyos pies hemos gustado de emociones de paraíso y honores de cielo”, según una metáfora de Dionisio Napal, vicario de la Armada y locutor del congreso) sintetizó una de las más grandes demostraciones que conociera el catolicismo hasta ese momento. El Vaticano retribuyó de la misma manera, enviando a su secretario de Estado, el cardenal Eugenio Pacelli, como representante del Papa, jerarquía que no traspasaba sus fronteras desde que Hércules Consalvi (Pío VII) decretara la clausura de sus dominios ante la prepotencia de Napoleón Bonaparte, en 1808.

LA ORGANIZACION. Durante el congreso de Amsterdam, en 1924, la delegación argentina integrada por Tomás Cullen (abogado, representante de la Tercera Orden Franciscana) y José María Liqueno (sacerdote, enviado por el obispado de Córdoba) lograron que se tuviera en cuenta a Buenos Aires como futura sede. En 1930 se confirmó la elección de esta ciudad para que cuatro años más tarde organizara un congreso.
En 1932 el comité ejecutivo quedó integrado por dos comisiones bajo la presidencia de Fortunato Devoto, provicario de la arquidiócesis, quien renunció, según se dijo, “por razones de salud”, recayendo la designación (por orden de Santiago Luis Copello, arzobispo de Buenos Aires) en el cura rector de San Nicolás de Bari, Daniel Figueroa. Vicepresidentes fueron elegidos María Adelia Harilaos de Olmos, María Unzué de Alvear, Tomás Cullen y Martín Jacobé.
La organización deparó una ola de amor eucarístico en toda la Republica En Tucumán primero, después en Córdoba (15 mil chicos tomaron la primera comunión en el parque Sarmiento), luego en Rosario, Corrientes, Paraná, Salta, La Plata, Santiago del Estero y Mendoza se realizaron congresos regionales bajo la advocación de la Eucaristía.
Manuel Gálvez profetizó en un artículo escrito para Caras y Caretas: “Vamos a ver en Buenos Aires, por primera vez, inmensas multitudes católicas que irán cantando cánticos religiosos. Los que, por ignorar el ambiente católico, suponen que aquí nadie cree, tendrán una, para ellos, ingrata sorpresa. Y el pueblo trabajador, el que sólo se entera de lo que pasa en el mundo por los pasquines de izquierda, verá que, lejos de ser cosas de ignorantes el creer, es cosa de inteligentes".
El trabajo de las comisiones fue impecable. En septiembre fue editada la Guía oficial del Congreso Eucarístico, de 255 páginas, impresa por Kraft con una tirada de 300 mil ejemplares, para que los peregrinos se manejaran en la ciudad. La comisión de alojamientos preparó una lista de casas a donde se hospedaría a los representantes extranjeros, y Sara Cárdenas de Montes de Oca compuso el Himno del Congreso, con música de José Gil. Manso rey que sellas / la tierra Argentina / con el sello blanco / de la Eucaristía: / La patria se aroma / de incienso de Misa / tú rozas los labios / y alientas la vida, decía una de sus estrofas.
Desde Namur (Bélgica), Tomás Heyken, presidente de los Congresos Eucarísticos Internacionales, dirigió una pastoral invitando a los prelados de todo el mundo a colaborar con el congreso que se realizaría en Buenos Aires, "el que no habrá de ser inferior en solemnidad a ninguno de los hasta ahora realizados”. Sería el primero en celebrarse en Sudamérica y el tercero en todo el continente, precedido por el de Montreal (1910) y Chicago (1926).

EL CARDENAL EN BUENOS AIRES. El legado de Pío XI, Eugenio Pacelli, ascendió al Conte Grande el 24 de septiembre de 1934 en el puerto de Génova, y el 9 de octubre, a las seis de la mañana, el buque navegó en aguas argentinas. Dos cruceros (el 25 de Mayo y el Almirante Brown) y cuatro exploradores de la Armada salieron al encuentro del trasatlántico para escoltarlo hasta Buenos Aires. El presidente Justo le envió a Pacelli un telegrama de bienvenida: “Vuestra Eminencia —expresaba— es esperada con un anhelo que trasunta la feliz disposición de todo el país”. El legado agradeció llegar “acompañado del retumbar del cañón de vuestra gloriosa flota”.
A las tres menos veinte de la tarde el Conte Grande entró en la dársena Norte y fue recibido por las sirenas de los barcos, mientras la ciudad era ensordecida por las campanas de todas sus iglesias “echadas a vuelo para acompañar el arribo de Su Eminencia”.
Media hora después el barco quedó amarrado y los oficiales anunciaron que Pacelli salía de su camarote. Seguido por Ludovico Kaas, su secretario privado, y Camilo Caccia Dominioni, maestro de cámara del Vaticano, apareció en la planchada y sin detenerse, descendió. Con la mirada localizó a Justo entre las personas que lo aguardaban y luego estrechó su mano. Napal, perdido entre la multitud, con un micrófono portátil gritó: "¡El Legado de Su Santidad está ya en América, católicos del mundo!".
La banda de la Escuela Naval interpretó el Himno Pontificio primero y el Himno Nacional después, mientras desde la baranda del Conte Grande los oficiales hacían el saludo fascista.
“Hay millones y millones de seres humanos —explicó en su discurso Mariano de Vedia y Mitre, intendente de Buenos Aires— que carecen de pan y trabajo. La miseria sacude muchas vidas, quizá más que nunca, y los pueblos tratan afanosamente de hallar la luz que los libere de esa oscuridad.” Después, Justo le presentó a quienes serían sus edecanes: el general Rodolfo Martínez Pita y el contraalmirante Julián Fablet, y ascendieron a la carroza para dirigirse, a marcha lenta, hasta la Catedral. Aclamado, Pacelli respondió levantando la mano para impartir la bendición, a la vez que el presidente devolvía los saludos arrellanado en su asiento. Al llegar al templo cambió su capote por la capa cardenalicia. El coro estalló con el Tu es Petrus y luego con el Ecce, Sacerdos Magnas. Después de la misa, Pacelli ascendió nuevamente a la carroza, esta vez acompañado por el canciller Carlos Saavedra Lamas, para dirigirse hasta Montevideo y avenida Alvear, donde la mansión de Adelia María Harilaos de Olmos le serviría de residencia durante su estada en Buenos Aires. Justo partió hacia la Casa de Gobierno, adonde Pacelli volvería a las seis y media. En el Salón Blanco fue recibido por el gabinete y le fue presentado el cuerpo diplomático. "Mirando los días que ahora comienzan, los vemos como días de paz evangélica, de labor apostólica y de fervor sobrenatural”, dijo en un español perfeccionado durante el viaje con monseñor Restrepo. Cuando se retiró, se detuvo un momento en la explanada para saludar a "un amigo”: el ex embajador argentino en Berlín, Luis V. Molina.

LA INAUGURACION. "A principios de este siglo no existía en Buenos Aires, salvo en lo individual y en muy pequeños y aislados grupos, ninguna vida religiosa. Pocas personas frecuentaban los
templos. Hombres y mujeres, escasos hombres, asistían a misa los domingos; pero no se veía verdadero fervor, sino más bien frialdad e indiferencia. El ser católico constituía poco menos que una vergüenza y, en todo caso, una manifestación de inferioridad intelectual; y necesitábase valor para declararse creyente”, escribió Gálvez con su precaria literatura en vísperas de la inauguración del congreso. Para declararlo abierto se eligió el 10 de octubre, Día del Sumo Pontífice; pero una imprevisible noticia lo borró de la primera página de los diarios: en Marsella —donde acababa de desembarcar como invitado oficial del gobierno francés— el rey Alejandro de Yugoslavia fue asesinado a tiros, junto con su ministro de Relaciones Exteriores, León Barthoux. Ese crimen, que volvía a convulsionar a los europeos, colocaba otra vez al mundo al borde de una nueva guerra.
El día 10 amaneció frío y ventoso. A las seis de la mañana Buenos Aires adquiría un matiz distinto: los peregrinos deambulaban por las calles del centro en grupos y se detenían asombrados ante las vidrieras de los negocios o regateaban precios en un idioma incomprensible. Muchos de ellos eran guiados por los cicerones, un oficio que improvisaron los porteños para obtener algunas ganancias. (Por unas monedas paseaban a los italianos hasta el monumento a Garibaldi, y a los españoles a lo largo de la avenida de Mayo.)
Alrededor de 15 mil peregrinos extranjeros y casi 30 mil del interior del país produjeron beneficios de importancia en la venta de recuerdos. El escudo eucarístico era el más preciado. Costaba desde 100 pesos (oro, plata y esmalte) hasta 40 centavos, y de la diversidad de ofertas resaltaba este reclame: "Visitan ti italiani: portati al vostri cari un ricordo caratteristico de questo paese. Dolce di latte, dolce de patata americana, cotognata (dulce de membrillo). Richiedeteli ai rivendetori de commestibili”. Otro buen negocio resultaba la venta de un cuadernillo conteniendo el Himno del Congreso, jaculatorias y plegarias "al solo precio de 25 centavos”.
A las nueve de la mañana, en Palermo, ya no había sitio a quinientos metros de distancia de la gran cruz emplazada en avenida Alvear y Sarmiento. "Atención. Atención —resonó por los altoparlantes la voz de Napal—: el público no debe perder su calma. Mire su boleta. Observe el plano y diríjase inmediatamente a la zona que le corresponde.” Los 200 mil asientos ubicados por avenida Alvear fueron ocupados desde temprano, y los 25 puestos de socorro comenzaron su infatigable tarea de reanimar al público de los sofocones. El cansancio de algunas matronas fue aprovechado por los vendedores ambulantes de sillas, mientras los quioscos liquidaban su existencia de comestibles en las horas de espera.
A las diez menos cuarto el automóvil que conducía a Pacelli llegó al pie de la tarima donde se alzaban los cuatro altares; tras él los demás cardenales y obispos de las secciones extranjeras. La misa inaugural fue sobria y una vez finalizada, Kaas leyó la Bula Pontificia fechada en Castel Gandolfo el 16 de septiembre de 1934 por Pío XI. "Con sumo regocijo hemos recibido la noticia de que la República Argentina no quería ceder a ninguna otra nación el honor de la preparación del fausto acontecimiento —decía el documento leído en latín y en castellano—; la ciudad de Buenos Aires se distingue no sólo por su amplitud en las ciencias y en las artes, sino también por sus prácticas de la fe cristiana.” Las 560 voces del coro de la Schola Cantorum entonaron entonces el Christus Vincit, y la voz de Napal reclamó: "¡Poneos de pie! Tened la mano derecha en alto y dad un ¡Viva Su Santidad Pío XI! ¡Viva Su Eminencia el cardenal Pacelli!". “La hora presente es como un amanecer de primavera —dijo después el Legado—; se forma la aurora de luces indecisas pero arrobadoras y de rumores indefinibles pero penetrantes. Rumores y luces traen al alma, como dijera San Juan de la Cruz, un no sé qué, que queda balbuciendo.” "Un Congreso Eucarístico —sentenció después— entronca siempre con las grandes tradiciones eucarísticas de su pueblo. Vosotros no sois un pueblo neófito. Cuatro siglos de cristianismo habéis vivido y esos siglos están repletos de hazañas eucarísticas."
Después de almorzar, Pacelli avisó a los oficiales de la compañía del regimiento Patricios (quienes le rindieron honores permanentes en la residencia de Harilaos de Olmos) sus deseos de dar un paseo por la ciudad. Distraídos en los preparativos, los oficiales no repararon en que el cardenal llamó a Kaas y juntos, sin otra custodia que el chofer y el ayudante Rafael Ferraro, escapó hacia los Rosedales.

LOS ENEMIGOS. No todo el país brindó su apoyo a ese congreso eucarístico. Algunos juzgaron que era una simple maniobra de Justo “para prestigiarse”; otros acusaron a la Iglesia de "violentar el espíritu laico del pueblo argentino.” Esa oposición se tradujo, por ejemplo, en el absoluto silencio que esgrimió Crítica (no consignó una sola noticia de la asamblea) y en las crónicas de La Vanguardia, en donde los socialistas dijeron todo lo que consideraban “nefasto y retrógrado para el país”. El 12 de octubre los radicales fueron a la Recoleta a rendirle homenaje a Yrigoyen, quien había instituido con carácter de fiesta nacional el Día de la Raza. Crítica aprovechó la oportunidad para alabar a la España Republicana de entonces, "no a la fanática y tétrica que obsequia el enteco Felipe II a Roma”. Su alusión contra el congreso quedaría grabada en esta advertencia: "La Argentina no se dejará atrapar por la toga romana ni por mensajeros germanos que la esclavizarían”.
La Vanguardia, por su parte, iría más allá. Un día antes del arribo del legado papal, previno a sus lectores sobre sus "santas intenciones”, y dijo: “El cardenal Pacelli no creía llegar a una nación independiente, como pensaron algunos .ingenuos argentinos. Para el Vaticano, la Argentina es nada más que una provincia de su desperdigado imperio. Es el veedor que el supremo jerarca envía a sus dominios allende el mar”. Y avisaba: "La sucursal argentina de la Iglesia Romana ofrecerá al cardenal el agradable espectáculo de un mecanismo en funcionamiento”.
La opinión de los socialistas irritó al diario oficialista La Fronda. El órgano rojo de la Casa de Marx —respondió—, se ha permitido hacer una serie de digresiones sencillamente estúpidas”.
Además, La Vanguardia hurgó en los vericuetos de la organización del congreso y consignó: "Nuestros medios propios de información nos permiten ilustrar a los lectores sobre el delicado conflicto femenino eucarístico con motivo de la llegada del cardenal legado. En efecto: entre dos damas vinculadas a la organización del congreso habríase suscitado una enojosa cuestión a propósito de la casa en la que se albergaría el embajador papal. Cada una de ellas aspiraba a contarlo como huésped. Informado del lío, el legado vaticano había resuelto hospedarse en la Curia. Mientras tanto, las damas discutían. Esta se decía condesa de la nobleza papal; la otra contestaba que era princesa. La condesa optó por telegrafiar a Roma y desde allá arreglaron el asunto. El cardenal iría a la dorada jaula de la condesa. La princesa, en venganza, le mandó, por anticipado, un cardenal entrerriano a su rival”.

LA DEFENSA. Desde la revista Criterio, monseñor Gustavo Franceschi acusó a la United Press de distorsionar el sentido y la imagen del congreso. "El sensacionalismo sin escrúpulos —escribió— ha lanzado al mundo un relato que constituye una calumnia para nuestra fe y nuestra cultura, la desfiguración más audaz de un acto religioso que llenó de reverencias y pasmó hasta a los adversarios del catolicismo. La admirable comunión de hombres del Congreso Eucarístico ha sido trasformada por la United Press en ridículo carnaval. El autor de esa enormidad, siendo extranjero, será expulsado del país por indeseable. Pero es preciso ver más allá.”
En el número 345 de Criterio, Franceschi redondeó su pensamiento: "Muchas circunstancias parecían desfavorables a la celebración, y más todavía al éxito de un Congreso Eucarístico entre nosotros. El materialismo del ambiente, la preocupación por lo económico, la crisis financiera, los enconos políticos, y hasta la falta dé contacto con acontecimientos de esta índole, ninguno de los cuales se había celebrado en nuestra América, la forzosa inexperiencia de los organizadores, todo inducía a pensar que, si no un fracaso, por lo menos resultaría el Congreso muy mediocre frente a los verificados en otros países”. "La hostilidad al Congreso —detalló— se concentró antes de su apertura en tres grupos: algunos viejos liberales que temen al catolicismo colectivo; el Partido Socialista y sus aláteres y dominadores comunistas, el protestantismo que en diversas formas, la mayor parte de ellas muy poco francas, hizo lo posible para rodear de sospechas, de inquina y aun de aversión el acto. Nunca se ha visto un fracaso tan rotundo. Desde las
hojitas metodistas enviadas por correo hasta los carteles rojos amenazando con bombas y otros medios terroríficos, todo fue barrido por el fervor de la multitud.”

LA COMUNION. Organizados por el cura José Borgatti, 107 mil chicos tomaron su primera comunión el 11 de octubre en Palermo. La misa fue oficiada por cuatro cardenales: Augusto Hlond, primado de Polonia; Manuel Gonçalvez Cerejeira, patriarca de Lisboa; Jean Verdier, arzobispo de París y Salvador Le-me, de Río de Janeiro, asistidos por 260 sacerdotes que administraron el sacramento en tandas de dos mil chicos. La comunión sirvió también para que la fábrica Saint Hermanos obsequiara a los pequeños con una taza de chocolate Clan y dos bizcochos.
Por la noche, en plaza de Mayo, los hombres confesaron y comulgaron en la calle. Cientos de presbíteros se dieron a la tarea de confesar a los que no pudieron hacerlo por la tarde. "Son las dos de la madrugada: vuelvo de la comunión nocturna de hombres en plaza de Mayo —recordaría Federico Ibarguren en su Orígenes del nacionalismo argentino—. ¡Quinientas mil comuniones! Espectáculo inolvidable. En medio de cánticos y oraciones, la enorme multitud cubría la avenida de Mayo totalmente, desde el Congreso hasta la Casa de Gobierno. Tuve oportunidad de presenciar escenas verdaderamente milagrosas. Malevos de alpargatas y pañuelos al cuello, vendedores de diarios, guardas de tranvía con uniforme, etcétera, se precipitaron a la calle en busca de un sacerdote y se confesaban con una unción increíble.”
El sábado 13 se realizó la comunión de los soldados, también en Palermo, que dio motivo para que el general Francisco Fassola Castaño pronunciara un discurso inflamado de catolicismo. Refiriéndose al apoyo que los hombres de Estado brindaban a la religión, dijo: "En esa política (el materialismo) se deja libre a la bestia y se cortan las alas al ángel que todos los hombres llevamos en el corazón. Por eso los más grandes hombres de Estado de los tiempos modernos, a cuya cabeza coloco a Benito Mussolini, que —según Bossuet— la Divina Providencia debe haber enviado a Italia para que plasme la Humanidad y el Estado en nuevas formas espirituales, sociales y jurídicas; ese genio, repito, en vez de alejar a las masas de la religión, las empuja hacia ellas”. "Discurso imprudente”, acotó La Vanguardia al día siguiente.

LA CLAUSURA. El domingo 14 fue la jornada más extensa y brillante del Congreso. Como en días anteriores, desde casi el amanecer, el público se volcó sobre los jardines de Palermo. Era el establecido para clausurarlo y, lo más importante, iba a escucharse por radiotelefonía la voz de Pío XI.
A las 10, rodeado por sus edecanes, llegó Pacelli. Vestía su capa púrpura sin armiño, y los gentileshombres del séquito iban en trajes de moaré. Con la presencia de Justo se izó la bandera argentina y se celebró la misa, interrumpida después de la lectura del Evangelio para que el legado pudiera pronunciar la homilía sobre el cuerpo eucarístico. “El mundo de hoy —puntualizó—, doloroso es decirlo, presenta un aspecto que se asemeja al Pretorio. Voces de multitudes sin fe repiten el grito que junto a la apostasía revela la más negra ingratitud.”
A las 11.30 Napal anunció que el Sumo Pontífice iba a dirigirse al pueblo argentino. A las 11.40 su voz llegó no solamente a Palermo sino a otros barrios de Buenos Aires en los que se habían conectado altoparlantes. En seis minutos de latín, Pío XI colmó de bendiciones a los congresales y a la República entera, votos que completó su enviado levantando la mano para derramar indulgencias plenarias a quienes hubieran confesado y comulgado.
Napal, por su parte, leyó las aspiraciones de la Comisión Ejecutiva del Congreso entre las que se pedía reproducir en las mismas dimensiones "la cruz del congreso en la prolongación de la avenida Sarmiento, junto al río de la Plata, sobre un espigón en forma de nave que emprende viaje con la bandera argentina al tope”.
Por la tarde se realizó la imponente procesión que arrancó desde la iglesia del Pilar, en la Recoleta, y derivó durante casi dos horas por la avenida Alvear hasta la cruz de Palermo. Los Caballeros de la Archicofradía del Santísimo Sacramento, vestidos con jaquet, condujeron los cirios y el palio bajo el cual Pacelli iba orando.
Finalizadas las ceremonias religiosas, el locutor anunció: "Esta mañana la multitud oyó la palabra del representante del Sumo Pontífice que bajaba del cielo; ahora va a escuchar la palabra del primer mandatario que sube al cielo”. "Señor del Universo —comenzó Justo—. Haced que sobre el pueblo argentino descienda la paz, que ella reine en el espíritu de todos sus hijos.” A su turno Pacelli le dio seguridades de que "vuestro congreso ha superado las previsiones más optimistas”.

LA PARTIDA. El último día de permanencia en Buenos Aires fue repartido por Pacelli en un rápido viaje hasta Luján donde escuchó misa en compañía de Federico Martínez de Hoz, gobernador de la provincia, y regresó para almorzar en su residencia. A las cuatro de la tarde, y por un pedido que formuló a su edecán militar, voló sobre Buenos Aires durante media hora en un Stimson, piloteado por Jorge Luro. Antes de embarcarse fue a inaugurar las instalaciones del Ateneo de la Juventud (en la calle Riobamba. entre Bartolomé Mitre y Cangallo) sorprendiendo a todos con este grito ante el micrófono: "¡Viva la juventud católica argentina! ¡Viva el recuerdo del Congreso Eucarístico! ¡Viva el presidente de la República!”
Como ocurriera una semana antes, el público invadió el puerto. A las ocho de la noche, Justo —como marcaba el protocolo— se despidió de Pacelli. "El cardenal legado, en cubierta, saludaba con un enorme pañuelo blanco a la multitud de fieles que lo aclamaba desde tierra —evocó Ibarguren—; los cuatro puentes del gigantesco trasatlántico italiano estaban totalmente iluminados. Un revuelo alegre de palomas agitó la oscuridad de la noche por un momento. Al poco rato ya no se veía sino un puntito de luz en el horizonte. La ciudad porteña volvía de pronto, sin más, a ser la misma de antes: Pacelli se había ido.”
En el país quedarían significativos resabios de aquel congreso: la formación de nuevos contingentes nacionalistas, inspirados en el catolicismo ultramontano que empezaba a triunfar en Italia y Alemania y que se preparaba en España para abatir al régimen republicano. Era el comienzo de un ardoroso combate entre fascistas y liberales. ♦
Carlos Russo
PANORAMA, DICIEMBRE 22, 1970


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