Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

francisco lomuto
Francisco Lomuto
Príncipe porteño de la amistad

Don Pancho Lomuto, cargado de bonhomía, es, dentro del ambiente de la música popular, une de los valores más queridos, a la par de que goza de un alto prestigio entre el público amante de nuestra música. Dueño de una firme personalidad, conocedor profundo del gusto popular, ha sabido llegar al éxito sin retorcer sus esfuerzos, sino más bien conservando, a través de la interpretación y las composiciones, esa simpleza cuyo logro es el resultado de un verdadero dominio sobre su arte y sobre el gusto de los demás.

DON PANCHO EL MILLONARIO
Lomuto, junto con Francisco Canaro, está considerado como uno de los hombres que más fortuna lograron atesorar con el cultivo de la música popular. Esfuerzo sobre esfuerzo. Peso sobre peso. Primero las horas difíciles. Después la cosecha de esa siembra. Pero siempre, de pobre o de rico, la misma ley: el trabajo. Ese es su secreto. Otro, a estas horas, hubiera buscado la molicie del descanso. Él, en cambio, sigue como el primer día: infatigable. Lo mismo que cuando era telegrafista en el Ferrocarril Pacífico. Lo mismo que cuando era empleado
en la sección música de la casa Cabezas. Lo mismo que siempre.
Visitamos a don Pancho, nombre ganado más por su corazón que por su fama de buen burgués, y en su casa, rodeada de buen gusto y comodidad, recibimos la acogida cordial de su afectuoso espíritu. Y nuestra pobreza no siente envidia ante tanta comodidad y holgura. Es que Lomuto lleva su fortuna humildemente. Sin hacerla pesar como un desprecio sobre los demás. Tanto, que nos olvidamos de su suerte para acordamos de sus luchas. De sus largos esfuerzos.

LOS PRIMEROS MAESTROS
—¿Cuáles fueron sus primeros maestros, don Pancho? —preguntamos repantigados en el muelle sillón de su escritorio.
—Mis padres —responde con amorosa satisfacción—. Ellos, los dos conocían música; me adentraron en los primeros misterios del solfeo y del piano. Después, ya más grandecito, me perfeccioné en el conservatorio Santa Cecilia, pero no para dedicarme a la profesión, sino para satisfacer mi vocación artística. Mi más grande satisfacción era deleitarme ejecutando aquellos tangos de la época heroica.
¡Qué lindos eran! ¡Cómo me gustaba hacer sonar el canyengue de su ritmo cortado y compadrón!
—Y mientras tanto, ¿a qué se fué dedicando usted, maestro?...
—A lo que venía. Primero fui telegrafista. Después vendedor de música. Al poco tiempo me hice socio de la casa Castiglione y Cía. Pero lo que me gustaba más era el piano. En mi trabajo, tratándose de casas de música, había pianos a mano; me pasaba ejecutando y componiendo todo el día. Era un propagandista sin darme cuenta. El público entraba y después compraba las músicas por mí ejecutadas. ¡Qué lindo tiempo! Recuerdo que llegaban al negocio los pianistas más celebrados de la época: Delfino, López Buchardo, Gentile, Praccanico. Con cualquiera de ellos acostumbraba a hacer ejecuciones a cuatro manos. ¡ Había que ver lo que hacíamos con los tangos! ¡Los tocábamos con alma y vida!
—¿Cuál fué su primera composición?
—El “606”. Era entonces un modesto telegrafista. Hice conocer mis composiciones a mis compañeros de trabajo y éstos se enamoraron tanto del “606” que hicieron una colecta y con los cincuenta pesos así conseguidos edité la obra. ¡Me vieran ustedes en ese entonces! Salía con la música debajo del brazo y me iba a los cafés que tenían orquesta. Entregaba el tango al director y al lado de un café de diez centavos me pasaba la noche a la espera de que lo ejecutaran. Pero casi siempre volvía sin esa satisfacción. La primera vez que oí un tango mío por una orquesta creí llorar de alegría; me parecía la consagración, la gloria, el éxito.
—¿Ese tango tiene importancia en su vida?
—Mucha. Fué como mi amuleto. Vea usted. Una tarde entré a una casa de música y oí que un señor preguntaba al dueño por el autor del “606”. Quería editarlo. Me di a conocer. Era el gran editor Valerio. Hicimos trato. Me pagó los primeros derechos. Con ellos pagué la deuda de aquellos grandes compañeros que, a costa de sacrificio, achicaron sus sueldos para ver mi triunfo. Nunca los podré olvidar a aquellos muchachos. Ellos me enseñaron a creer en la amistad y a ser bueno con los hombres. Ellos, además, me alentaron en la hora de pobreza, de la dificultad. Los elogios de ahora, cuando he triunfado, no tienen el mérito de aquellos estímulos. Cuando recorro mi destino no puedo olvidarme de aquel gesto.
Estas palabras de Lomuto nos alegran. Lo sabíamos amigo y de corazón; ahora vemos que su capacidad de estima es el de una actitud consciente, reflexiva. La amistad es la filosofía de su vida; cosa que, además, es muy porteña, muy nuestra. Tal vez por eso la ciudad eligió a Lomuto como a uno de tus niños queridos.

HISTORIA Y APLAUSOS
Sigue Lomuto narrando, modestamente, la historia de su triunfos. Anotamos; no tenemos apuro. La silla y su corazón desparraman comodidad.
—Después compuse “La Rezongona”, otro tango. Fué un triunfo sensacional. Todo Buenos Aires lo silbaba y lo cantaba. Vendí sumas astronómicas de ejemplares. Los discos salían a chorros. Eran los primeros pesos grandes que me brindaba la música, esa música que, como un recreo para mi espíritu, me enseñaron mis queridos padrea. Entonces resolví organizar una orquesta y con ella actué en la grabación de discos. Mientras tanto, componía y afirmaba, con gran suerte, mi nombre entre el público.
’’Actué repetidamente en las temporadas veraniegas de Mar del Plata. Fui encargado de animar con mi música los cruceros marítimos entre Buenos Aires y Río de Janeiro. Más tarde me presenté en salas de espectáculos, y luego, en 1925, presenté a mi conjunto ante el primer micrófono. Era el de Radio Sudamérica. A veces me presentaba con un armonio de mi propiedad, y que llevaba desde mi casa, como solista. Por todo ese trabajo no recibía un centavo, pero sentía la satisfacción de llegar a miles de oyentes. Eso, para un espíritu luchador como el mío, era también una moneda. Más tarde pasé a la Radio Splendid, y luego a la clásica Radio Nacional de la calle Boyacá; pero siempre gratis. Ni concebía que en radio se pudiera cobrar un centavo. En ese tiempo, más o menos, compuse el tango “Nunca más”. Lo dediqué a un médico, al doctor Quintana. A él le debo la mano derecha. Cuando ya me la iban a amputar, a raíz de una infección ocasionada por una tecla, el doctor Quintana me sometió á una operación y me salvó la mano. Cuando mis parientes venían a visitarme, para alentarme, me decían que pronto volvería a ejecutar al piano; yo contestaba que eso no lo podría hacer “nunca más”. Cuando me salvé di ese nombre al tango que había compuesto mentalmente estando enfermo. Será por eso que es el tango que más quiero, y también el que logró más popularidad.
—¿Cuál fué su primer sueldo en radio?
—Cincuenta pesos. Me los pagó Radio Splendid.
—¿Y cuál es su último precio?
—No lo debo decir. Es algo más grande.
Este Lomuto es caballero y discreto hasta en eso. Teme que su sueldo, que todos presumen, sea tomado como una petulancia. Un galardón más de su espíritu.

AMBIENTE CORDIAL
Nos despedimos de don Pancho. Al salir, nos detenemos ante cada retrato que adorna su pared. Él da explicaciones sobre el significado de cada uno. Dedicatorias de amigos. Banquetes. Discursos. Agradecimientos y salutaciones de grandes artistas de todos los rincones del mundo. Un diploma del ministro del Japón a raíz del premio de “Churrasca”. Medallas. Varios premios de concursos musicales ganados por su inspiración. A cada uno le resta importancia. Rehúye nuestro elogio. Sólo se detiene con emoción ante la primera edición del “606”. Es que allí está concentrado el recuerdo de aquellos compañeros de sus horas pobres que, pobres como él mismo, supieron agrandar el corazón para brindarle la primera oportunidad.
Sólo ante este recuerdo Lomuto se emociona y no resta importancia. Es que para él, príncipe porteño de la amistad, ese humilde recuerdo es algo así como un himno al corazón bueno de la gente sencilla.
Han pasado muchos años desde entonces. Hoy, el muchacho que necesitó cincuenta pesos para editar su primera composición ha ganado muchos miles de pesos. Pero rico, mimado por la popularidad, en plena consagración, todavía tiene la humilde virtud de ser tan adicto como en aquella época.

Revista Radiolandia
17/7/1937

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