Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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Soledades Operación Jackie: La dama desaparece Era una entrada demasiado frecuente como para sorprender a nadie: apenas apareció en la portezuela del Boeing 707 que la trajo desde Nueva York, el martes pasado, cada uno de sus movimientos pareció el eco, la repetición de otro. Su porte espartano ya había asomado en Arlington, el día que enterraron a su marido; su pasmosa seguridad en sí misma carecía de originalidad para quienes la vieron asistir, sin síntomas de emoción, al juramento de Lyndon Johnson en Dallas, dentro del avión presidencial; sus manos apretando la de los dos hijos, John John y Caroline, eran como la resonancia de otras manos mil veces tendidas para contener una travesura, un juego peligroso, un zapato de tacones altos arrastrado por piecitos demasiado pequeños. Quizá la culpa era menos de ella que de la publicidad aluvionalmente alzada a su alrededor: pero toda la gente que la esperaba en Ezeiza previó la sonrisa melancólica que iba a ensanchar su boca grande, a aplanar un poco más su nariz menuda. Y la sonrisa llegó prolijamente, en el momento debido. Es probable que Jacqueline Kennedy sea la primera en indignarse por el clima de lástima y congoja que sigue suscitando, y tanto a eso como a sus ganas de estar en paz puede responder su irreductible negativa a tomar contacto con la prensa argentina. Descendió por las escalerillas del avión con un tapado color mostaza, sencillo pero, a la moda. Sin embargo, el vespertino La Razón dispensó una descripción de ésas ropas en versos ocio-silábicos, copiados de Carriego: Sin joyas ni maquillaje, con un humilde tapado... “Sólo quiero un café”, le dijo al Embajador Edwin Martin, cuando las puertas del ex palacio de los Alvear, en Darregueira y Seguí (donde vive Martin), se cerraron para los curiosos. John John y Caroline, por el contrario, encontraron aburrida la casa: ganaron el jardín y empezaron a jugar a las escondidas. Que la desaparición de los dos chicos haya sido confundida con un rapto a manos de los periodistas es algo que define muy bien las prevenciones de Jackie. Después, cuando Martin y los policías de la custodia los encontraron bajo una mata del parque (a Caroline) y dentro de un armario (a John John), los fotógrafos y los corresponsales tomaron conciencia de que las travesuras no eran esta vez un alarde publicitario. A la una de la tarde del martes, Jackie prescindió de los chicos y enfiló hacia Olivos para almorzar con Arturo Illía. El protocolo presidencial había previsto que el ágape (Gran Paraná, Consomé al champagne, Roast-beef y Omelett Supreme) fuese enaltecido por representantes de las bellas artes argentinas: se eligió a Benito Quinquela Martín, pintor, y a Alberto Ginastera, músico; en ausencia del poeta Gustavo Soler, yerno de Illía, nadie representó a las letras. Antes de ese trance, Jacqueline decidió conceder diez minutos a los periodistas. “Mis hijos y yo estamos muy contentos de estar en la Argentina —dijo en español—. Este es el primer país sudamericano que visitó el Presidente Kennedy en su juventud. Quiero que mis hijos aprendan a querer a la América latina como la quiso su padre. Compartirán una felicidad que él conoció aquí y, a medida que crezcan, comprenderán por qué su padre quiso tanto a esta tierra.” No se sabe hasta el momento de otras declaraciones añadidas por Jacqueline a ese magro discurso. Con su aire hierático, Jackie se marchó de Olivos dos horas después de llegar. Aterrizó en Pajas Blancas, el aeropuerto de Córdoba, a las 17.27. Sin detenerse en la ciudad, partió hacia la estancia San Miguel, en Ascochinga, un vasto predio levantado por el ex Canciller de Frondizi, Miguel Ángel Cárcano. A las 18.15, las tranqueras de la estancia se cerraron tras el automóvil de Jackie. Ningún periodista argentino volvió a verla. La vida de las abejas Desde ese momento, dos policías provinciales montaron guardia junto a la entrada; otros vigías (de la Policía Federal, del FBI) estaban apostados en las lomas que rodean la finca. Por las noticias que se filtraron, ninguno de ellos iba a disparar contra los intrusos; pero la versión indicaba que los peones de la estancia no serían tan melindrosos. El casco donde viven Jackie y sus hijos es una copia de las English country houses; Cárcano, que lo hizo edificar hace treinta años, quiso dotarlo de una cancha de golf, otra de polo y una pileta natural formada por el río Ascochinga. Ese complejo está a cinco kilómetros de la entrada, y apenas una corte de quince invitados —rigurosamente elegidos entre la más alta burguesía porteña — pudo recorrerlo la semana pasada. “Estoy encantada — admitió Jacqueline ante un funcionario de la Embajada norteamericana—. Puedo dibujar y andar a caballo, mis dos diversiones preferidas.” Las cabalgatas de la señora Kennedy fueron un acicate para los obsesivos periodistas: enterados de que el miércoles, a las once y cuarto de la mañana, galoparía con John John y Caroline hasta las vecindades de la tranquera, los fotógrafos se pusieron en movimiento. Montaron cámaras con teleobjetivos sobre la carretera a La Cumbre, a dos kilómetros del casco, en la cima de un cerro llamado Piedra Blanca. En el momento en que se veía trotar un grupo de ocho jinetes, precedidos por un guía, los guardias ordenaron desmantelar los teleobjetivos. Esa misma noche hubo otra cabalgata bajo la luna llena. Pero la mayoría de los periodistas, que habían estado esperando desde las ocho de la mañana hasta la caída del sol, ya había desandado los 18 kilómetros que separan la tranquera del pueblo de Ascochinga. “Ella no quiere que la molesten y no vamos a dar ningún tipo de información”, insistió Santiago Sánchez Elía —uno de los invitados— ante el corresponsal de Primera Plana. El mediodía del jueves pasado se iba deslizando entonces hacia otra siesta aburrida, y los fotógrafos y enviados especiales, como un nido de abejas, empezaban a aglomerarse junto a los chivitos que habían resuelto asar junto a la tranquera. Sánchez Elía y Miguel Ángel Cárcano (h), con blue-jeans sobre los que revoloteaban los faldones blancos de las camisas, repetían ese jueves un ritual autorizado por la propia Jackie: verificar la eficacia de los guardias y vigilar si ningún intruso se había agregado a la lista de cortesanos preparada por el propio dueño de San Miguel. Hasta la Honorable lady Astor (Chiquita Cárcano para los amigos), que entró flanqueada por Francisco Soldati Láinez, Mario Hirsch y Pablo Alzaga, tuvo que tolerar la humillación del control policial pese a que su vestido verde nilo la delataba desde lejos. Ese mismo día Jacqueline aceptó que la visitara un grupo de escolares de La Cumbre. Uno de los directores entregó en manos de la señora Kennedy una nota escrita a los apurones por los periodistas. Se le pedía ir diez minutos a la tranquera para que le tomaran fotografías. Los peticionantes adelantaban su formal voluntad de no hacerle preguntas. “Con la demagogia de los Kennedy —sentenció un fotógrafo —, estoy seguro de que no se va a negar.” Otro fotógrafo conjeturó que quizá fuera más fuerte la demagogia de los Cárcano. Pero ni el ex canciller ni la ex Primera Dama dijeron sí ó no a la nota. La tentación de fotografiar a Jacqueline desde un helicóptero acabó por soliviantar a los corresponsales: ya dos emisarios del grupo habían salido hacia Córdoba para alquilar uno, cuando un agente del FBI aniquiló ese último recurso con una revelación. “Están prohibidos los vuelos rasantes sobre la estancia —dijo—. Los que se arriesguen perderán su licencia.” El domingo 10, al mediodía, la legión de fotógrafos empezaba a dispersarse, sin animarse a soportar otra cuota de desaliento. Los restos de un último chivo asado y unos pocos rescoldos humeando junto a la tranquera, daban entonces la espalda a los galopes de Jackie, a las travesuras de John John y Caroline. A esa hora, las campanas de la iglesia de Santa Catalina llamaban por última vez a misa. Pero ya a nadie parecía importarle que la señora Kennedy saliera o no de su refugio. ♦ 12 de abril de 1966 PRIMERA PLANA |