Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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JAPONESES EN MISIONES COLONIA DESESPERANZA Noventa familias de campesinos japoneses, llegados hace once años a Misiones, fundaron Colonia Luján. Pero la esperanza de los colonos se frustró muy pronto por falta de créditos y asesoramiento agrícola. Paulatinamente, la colonia se fue despoblando; hoy sólo quedan 40 familias Envueltas en la seda multicolor de sus quimonos, Akemi Nishiuchi, Etuko Onishi y Motoko Harada reviven una legendaria danza japonesa. Sentados sobre la tierra, veinte niños de ojos rasgados siguen atentamente la mágica coreografía que trazan las tres muchachas. Son las cinco de la tarde, y un sol rasante indica que, muy pronto, bailarinas y público volverán a sus cabañas para rezar las oraciones, comer el arroz con palitos y entregarse al sueño. Si no fuera por los lapachos y araucarias que recortan sus siluetas sobre el horizonte enrojecido, nadie sospecharía que la escena se ubica en Misiones, muy cerca del Alto Paraná. Ciento setenta kilómetros al norte de Posadas, sobre el camino que lleva a las cataratas del Iguazú, es posible rescatar aquellas imágenes del Japón milenario. Allí, en Colonia Luján, 3000 hectáreas conforman una suerte de tierra prometida. Fueron adquiridas en 1957 por el gobierno japonés para radicar a noventa familias de campesinos emigrantes: alrededor de 300 esperanzados, ávidos de trabajo, que once años después quedarían reducidos a la mitad. La promesa no se cumplió y, salvo excepciones, sólo piensan en abandonar Misiones. Los que ya se fueron optaron por afincarse en el Gran Buenos Aires —Villa Elisa, Burzaco — y ahora se dedican a la floricultura. Sólo unos pocos decidieron embarcarse para recomenzar sus vidas en Japón. Pero todos cobijan un amargo recuerdo: la tierra roja no les dio los frutos prometidos. De las cuarenta familias que permanecen en Colonia Luján, la de Harumi Hida, 49 años, 3 hijos, es quizá la más próspera. No es casual: el japonés Hida llegó hace tres años trayendo consigo algunos ahorros, un jeep y un arsenal de enseres agrícolas. Plantó naranjas, uva y maní; tres variedades que, si bien no lo enriquecieron, le permiten extraer buenas utilidades a sus 20 hectáreas. A la una de la tarde la familia Hida ya terminó de almorzar: sopa de legumbres, el infaltable arroz con palitos y, en lugar del té, humeantes tazones de porcelana con mate cocido. En seguida volverán a hincarse sobre la tierra, a plantar semillas, a fumigar los naranjales. Los cinco trabajan por igual: el curtido Harumi, su mujer Yoshiko, la quinceañera Shukie y sus hermanos mayores, Riuske y Shoki. Ninguno habla el castellano, pero un colono vecino aporta la clave del afán de Hida y los suyos por continuar en Misiones, trabajando infatigablemente sin pensar en el retorno. Harumi Hida tenía 22 años cuando en 1941 lo enviaron al frente de batalla, en el Pacífico. Cuando volvió a su ciudad natal, sólo encontró escombros. Sus padres y hermanos habían muerto: Harumi Hida vivía con su familia en Hiroshima. Takahei Shin tiene 77 años y tampoco piensa irse. Llegó en 1960 con su mujer, Sashiko, y sus hijos Seiko y Akisho. Recibieron 25 hectáreas vírgenes, donde ahora crecen ferazmente citrus, legumbres y yute. El anciano Takaheí, que camina encorvado en un increíble ángulo recto, sólo sabe balbucear "buen día” y "gracias”. Pero todas las mañanas, luego de rezar sus oraciones junto al rústico tablón cubierto de puntilla —a manera de altar shintoísta— que erigió en su cabaña de pino, se encamina hacia las plantaciones, a juntar porotos japoneses con los que hará dulce. “Se levanta cuando llega sol y se acuesta cuando llega luna”, dice su hijo Seiko, quien maneja hábilmente un tractor con sus discos de arado atrás. También explica que ellos no vinieron directamente del Japón, sino de la República Dominicana, donde trabajaron varios años con relativa suerte. “Pero allá muchas revoluciones, por eso vinimos Argentina. Aquí más tranquilo, ¿eh?” Sin embargo, otros compatriotas suyos no están tan tranquilos en Colonia Luján. Especialmente los que se dedicaron al tabaco, al tung, a la yerba mate. Erraron el camino, claro, y ahora contemplan, desolados, cómo las implacables lluvias ahogaron las plantas de tabaco y el tung sigue cayendo, mientras continúan las restricciones a la yerba mate. Es el drama de Eshiko Hashi, por ejemplo, en cuya chacra los frutos del tung se pudren en el suelo. Su hijo Yamato, de 17 años, prepara febrilmente su viaje a Posadas, donde estudiará radiotecnia. “Pagaré los cursos trabajando en cualquier cosa, aunque sea lavando platos. Pero al campo no vuelvo. . .” EL IDIOMA DEL MATE COCIDO La escuelita de Colonia Luján refleja mejor que nada los avatares de las familias niponas. Un edificio sólido, confortable, donado por la embajada del Japón. Sus aulas albergaron, hace diez años, a un centenar de alumnos. Hoy, no más de cuarenta japonesitos revolotean diaria- mente al entrar y salir de clase. Sólo tres o cuatro, los más pequeños, nacieron en tierra misionera. “Antes teníamos dos turnos —refiere Aldo Siminski, maestro y director—, pero ahora con uno solo basta y sobra. Si las cosas siguen así, mi mujer y yo tendremos que abandonar Colonia Luján por falta de alumnos”. La congoja del matrimonio Siminski tiene, además, otros motivos: el cariño por sus discípulos, “los más inteligentes y aplicados que encontramos en nuestra carrera de maestros”. Así y todo, aunque aprendieron correctamente el castellano, los niños no se adaptaron. “Les prohibimos que hablen japonés en el aula; pero cuando salen al recreo, si no los vigilamos de cerca, vuelven al idioma paterno. Lo único que aceptaron sin discusión es el mate cocido". El maestro Siminski intenta una explicación del drama japonés en suelo misionero: "En Japón los encandilaron con películas en colores sobre las riquezas de Misiones. No titubearon en venir al paraíso. Pero la mayoría inició cultivos a largo plazo, como el citrus, que requieren años para obtener utilidades. Sin créditos ni asesoramiento adecuado, sólo pudieron sobrevivir quienes habían arribado con algún capital de reserva. Nadie les dijo que las lluvias estropeaban el tabaco ni que el tung y la yerba mate ya no eran negocio”. Para los que se quedan, sólo aquellas danzas mágicas que Akemi, Etuko y Motoko suelen recrear en algunos atardeceres sobre la tierra colorada, les devuelven un momento de júbilo, de ensueño nostalgioso por el Japón lejano. ■ ALBERTO FIGUEROA Siete Días Ilustrados 23.09.1968 |