Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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LUNFARDO UN CHAMUYO MISTERIOSO Escribe Horacio Salas Como todo gremio o grupo técnico que se precie, el de los ladrones también necesitaba —a fines del siglo XIX y principios del XX— un lenguaje críptico que además de identificarlos entre sí, les permitiera despistar a la policía o a los incautos a quienes pretendían despojar. Así nacieron términos y vocablos especializados y se originó lo que dio en llamarse “idioma canero”. Así al reloj se le llamó bobo, por la facilidad con que podía robarse; se denominó “patear el burro” al acto de apretar la alarma en un asalto, por lo inesperado y eficaz del hecho; a los instrumentos necesarios para efectuar un asalto lo definieron “ferramentusa”, y al que caía preso —según decían— lo habían “encanastado”. A fines de la década del setenta comienzan a difundirse en Buenos Aires, merced a algunos eruditos o simples policías con veleidades de coleccionistas lingüísticos, las primeras manifestaciones de ese idioma singular. A principios de 1879, Benigno B. Lugones, publica en La Nación, un par de artículos en los que da a publicidad varias designaciones lunfardas, casi desconocidas por la población. Así se divulgaron en otro medio, giros que solo habían alcanzado los suburbios o sencillamente el hampa porteña: “hacerse humo”, “cotorro”, “fija”, “colgar la galleta”, “macana” y sus derivados, “mamado” y “boliche”, entre otros muchos términos. En la década siguiente, los especialistas en noticias policiales se dedican —casi como un juego— a recopilar palabras utilizadas ya no sólo entre delincuentes sino también en los conventillos orilleros. Según señala Soler Cañas en Orígenes de la Literatura Lunfarda, recogiendo una nota aparecida en La Broma en enero de 1882 se especificaba: “El lunfardo no es otra cosa que un amasijo de dialectos italianos de inteligencia común y utilizado por ladrones del país que también le han agregado expresiones pintorescas; esto lo prueban las palabras anccun, estrilar, shacamento y tantas otras”. Varios años después Jorge Luis Borges, cuando todavía se preocupaba del lenguaje nacional más que del anglosajón antiguo, aseguraba: “El lunfardo es un vocabulario gremial como tantos otros; es la tecnología de la furca y de la ganzúa”. Sus dotes proféticas se equivocaban una vez más: el lunfardo, con el tiempo se convertiría en una jerga que lentamente trataría de introducirse en el idioma cotidiano hasta lograr incorporarse al verdadero lenguaje de los argentinos, en especial de los porteños. Ni el argot, en Francia, ni el caló en España, ni tampoco el slang consiguieron arrinconar al idioma madre, ni producir —salvo excepciones— grandes obras, pero sí, enriquecieron el lenguaje común. Su elemental pobreza no fue obstáculo en cambio para que algunos grandes poetas crearan obras de real trascendencia, cuya perdurabilidad ha excedido, más allá de la opinión de los intelectuales químicamente puros, los escasos límites del humor, o la curiosidad. La aparición de poetas de la talla de Felipe Fernández (Yacaré), creador de una obra inigualada en cuanto a lo que a acumulación de vocablos se refiere: Versos rantifusos o del genial Carlos Raúl Muñoz y Pérez, el Malevo Muñoz, o más sencillamente Carlos de la Púa, tal como él mismo prefirió rebautizarse, demuestran que los límites de un género o de un vocabulario se pueden superar en base a ramalazos de talento. El sainete, en especial por obra de Alberto Vacarezza (Tu cuna fue un conventillo y El conventillo de la Paloma), José González Castillo (Entre bueyes no hay cornadas, Acquaforte o El retrato del pibe) y Juan Francisco Palermo (El amansador, El amuro y La promesa de la paica) brindaron nuevos resplandores al idioma que ya dejaba de ser dialectal para trasformarse en el lenguaje diario. Así en noviembre de 1908, en El retrato del pibe, José González Castillo (que también incursionaría luego en el tango a través de temas como Sobre el pucho y El organito de la tarde) presentaba a los personajes en insólitos versos arrabaleros: “Bulín bastante mistongo / aunque de aspecto sencillo, / de un modesto conventillo / en el barrio del Mondongo. / Una catrera otomana, / una mesa, una culera, / un balde, una escupidera y cualquier otra macana, / que me pongan el salón / sin cara de cambalache / y uno que otro cachivache / en uno que otro rincón”. Simultáneamente el tango le agregaría su peculiar colorido, y al permitir que estuviera en boca de la gente, divulgó aún más los giros, términos y vocabulario del lunfardo. Desde los lejanos y primitivos temas de Angel Villoldo: “Yo tengo una percantina / que se llama Nicanora / y da las doce antes de hora / cuando se pone a bailar.” hasta Mi noche triste, estrenado a regañadientes por Carlos Gardel, temeroso de los desvíos de la letra de Contursi, poco es lo que el tango aporta al lenguaje popular. Pero el timbre del cantor, su particular modalidad y el auge del tango canción inundan Buenos Aires primero y luego toda la Argentina de letras desbordantes de lunfardismos, como aquel espléndido El Ciruja: de Enrique Marino (“Como con bronca y junando / de rabo de ojo a un costado / .. . que incluye aquellos versos impecables: “Campaneando un cacho e’ sol en la vedera”). O los temas más cercanos de Discépolo: “Piantá de aquí / no vuelvas en tu vida / ya me tenés bien requete amurada / No puedo más pasarla sin comida / ni oírte así decir tanta pavada.” (Qué vachaché); “Cachá el bufoso y chau / vamo a dormir” (Tres esperanzas); o "Cuando la suerte que es grela / fayando y fayando te largué parao / cuando estés bien en la vía / sin rumbo y desesperao” (Yira yira) o su insuperable Cambalache: “El que no llora no mama / y el que no afana es un gil... / Si es lo mismo el que labura / noche y día como un buey / que el que vive de los otros / que el que llora que el que afana / o está fuera de la ley”. Celedonio Flores le daría al tango temas como el de aquella Margot (“Desde lejos se te embroca / pelandruna abacanada / que naciste en la miseria de un convento de arrabal. / Hay un algo que te vende yo no sé si es la mirada / la manera de sentarte de charlar de estar parada / o ese cuerpo acostumbrado a las pilchas de percal”. Y otros poetas del tango, en especial Enrique Cadícamo y Cátulo Castillo le agregarían nuevos méritos y vocablos al lenguaje cotidiano y el resto de las palabras serían inventadas por la sabiduría popular, el ingenio que puede escucharse en las canchas, en los piropos floridos, en las trasformaciones lingüísticas de los colegios secundarios. De todos modos, hoy, cuando el lunfardo ya tiene su propia academia, sus eruditos historiadores, minuciosos investigadores y también sus poetastros que aprovechan unas cuantas palabras para edificar poemas rantes de muy baja calidad, es hora de recordar, como acaba de hacerlo Luis Ricardo Furlan en su libro La poesía lunfarda, varios poemas que ya han ingresado en el terreno hasta hace poco tiempo vedado de la literatura sin aditamentos. ♦ DINAMIS • Nº 40 • ENERO DE 1972 |
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