Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


mario bravo


En un GESTO EJEMPLAR, el Dr. MARIO BRAVO DONA su biblioteca a la universidad de TUCUMÁN
POR JAIME J. VIEYRA
ME han presentado al doctor Bravo en uno de los largos corredores del Congreso. Al enterarse que voy enviado por MUNDO ARGENTINO, hace un ademán como si le sorprendiera el que yo fuese a entrevistarlo. Indudablemente no están los momentos para reportajes. El debate de la Cámara ha sido apasionado, y en los ojos de Bravo hay un brillo y un afán de justicia que deben haber prevalecido siempre en su brillante carrera política. La sesión no ha terminado todavía, y noto la impaciencia del doctor Bravo en volver al recinto.
Pocos días después, Mario Bravo me recibe en su residencia. Me hacen pasar a una salita. Todo es allí sobrio, severo, sencillo; todo denota beatitud, meditación, estudio y hasta cierto ascetismo.
Por fin se abre la puerta y aparece el doctor Bravo. Me tiende la mano. Con un ademán cordial me indica que me siente. Por un instante no puedo preguntarle nada; estoy desconcertado. Me he hecho una pregunta que me ha confundido: “¿Estoy frente a un poeta o frente a un político?”. No puedo comprender cómo pueden coordinar esas dos cosas que, al parecer, están totalmente reñidas. Pero no es así en Mario Bravo; su política tiene mucho de poesía, también busca a la belleza; es impulsada por un anhelo de bien, de justicia social, de equilibrio, de paz. Y es bajo ese ideal hermoso que el doctor Bravo se lanzó de lleno a la política a principios de siglo, siendo ya en 1913 diputado nacional.
— Quisiera saber, doctor, cuál es el motivo de su magnífica donación a la Universidad de Tucumán.
Bravo esboza una sonrisa en la que hay algo de reconvención.
— Esto no tiene mayor valor material — me dice. — He pensado en cuanta gente hay en este país que podría hacer donaciones que contribuyeran al progreso cultural de nuestro pueblo. Es increíble — prosigue el doctor Bravo — que tantos hombres poseedores de verdaderos tesoros artísticos no piensen ni por un instante en donarlos a algún establecimiento público, y ponerlos así a disposición de tanta gente joven y ansiosa por saber que quizá jamás, dada su condición económica, podría llegar a tenerlos a su alcance.
— ¿Tiene usted algún motivo particular que lo haya inducido a hacer esa donación?
— Ya lo he dicho — prosigue después de una breve pausa en la que me interroga con la mirada. — Lo hago simplemente porque creo que allá serán útiles para el progreso y para la cultura de mi pueblo natal.
— ¿De cuántos libros consta su biblioteca?
— Más o menos unos 4.000 volúmenes, que ya son de la Universidad de Tucumán.
— ¿Predominarán los libros de derecho legislativo, verdad?
El doctor Bravo vuelve a hacer una pausa, y luego, en un tono un poco más bajo, más íntimo, me dice:
— También hay libros de poesía...
Yo recuerdo cuando, aún no hace tres años, el doctor Bravo dijo en su inesperada renuncia a la precandidatura a senador: “Quiero vivir en la aurora de la belleza y el arte. ¡Soy inquebrantablemente un poeta! ¡Soy un poeta, quiero serlo, aspiro a serlo!”
Y eso es indiscutible después de haber leído “Poemas del campo y la montaña”, que fué su primer libro, publicado en el año 1909, o “Canciones y poemas”, o “Cuentos para los pobres”, o su novela “En el surco”. Una rara mezcla de Virgilio y Máximo Gorki se trasluce en toda su obra literaria. Nos llena de frescura pastoril, nos inunda de luz matinal; desfilan por las páginas de sus libros las dulces brisas que vienen de la montaña, y esas escuelitas blancas de provincia que adquieren un valor estético insospechado. La tierra es la verdadera y única protagonista de toda la obra literaria de Bravo.
La tierra fecunda, la tierra noble, la tierra sedienta, la tierra árida. Y pasan los arados, las siembras, las cosechas y también las comarcas arrasadas por la injusticia social de unos labradores a veces vencidos; pero siempre se antepone a todo el delicioso frescor de las viñas tucumanas, las parras rebosantes de racimos ó el candor de las labores sencillas del campo. Toda la verdad y dulzura de la tierra, toda la pureza de una “Ronda del primer día de escuela” vibra en los libros de poesía del político doctor Bravo, que también sabe llegar al drama rudo y bravío como nos ha demostrado en su vigorosa novela “En el surco”. Su literatura sana, arraigada tenazmente a la tierra, nos inunda de nobleza. Hemos leído uno de sus poemas:
“Yo, con mis propios brazos, cavé
[el pozo;
yo, con mis propias manos, planté
[el cedro.”
¡Qué inusitada alegría! ¡Qué más ideal! ¡Qué más justificación del vivir y de tener un alma! Es allí donde la poesía nos lleva y nos acerca a la belleza y significado espiritual de la tierra; es allí donde podemos levantar la cabeza con orgullo de ser hombres; hasta sentir, hasta decir con Mario Bravo su poema, que adquiere un hermoso sentido bíblico:
“Yo, con mis propios brazos, cavé
[el pozo;
yo, con mis propias manos, planté
[el cedro.”

— Pero puede usted imaginarse — me dice el doctor Mario Bravo, sacándome de mi meditación — que aunque no soy un bibliófilo, hay en esta biblioteca, además de libros de derecho privado, economía política, historia, etc., algunos ejemplares de los cuales estoy orgulloso, entre ellos unos tomos de obras de Shakespeare editados en el siglo XVIII, una interesante “Historia de la literatura italiana”, una edición de “Azul”, de Rubén Darío, dedicada a Guido Spano, en fin, y muchas otras cosas más... — Vuelve a esbozar una sonrisa y a quedar en silencio, pero parece que al doctor Bravo no le molesta el silencio. Me hace pensar que sólo los hombres que pueden entrar tan serenamente al silencio son los capaces de decir las cosas inolvidables.
— ¿Alguna anécdota, doctor, algún recuerdo de infancia?
Mario Bravo levanta un poco su cabeza y entorna algo los ojos.
— Recuerdos de infancia... Recuerdos de infancia — repite. Y de súbito, con una alegría casi de niño, exclama: — ¡Ah, sí! Aquí tiene usted uno. Cuando yo estaba en cuarto grado en la Escuela Normal
de Tucumán se publicaba allí, bajo el patrocinio del señor Fierro (que aún vive, creo que debe contar ya sus 83 años) el periódico “Escolar Tucumano”. Se hablaba mucho en esos momentos sobre la independencia de Cuba. Sentí, pues, un verdadero fervor de justicia, y escribí con todo el entusiasmo de que eran capaces mis diez años de edad un artículo a favor de la independencia de Cuba.
— ¿ Así que su primer artículo político data de esa época?
— Así es, así es — ríe Mario Bravo. — Y creo, pues, firmemente que ése era un artículo político.
Por quinta vez entra su secretario. Interrumpe diciéndole que lo llaman por teléfono; hay, además, varias personas esperándolo, y comprendo que no puedo prolongar mucho más mi entrevista.
— Doctor Bravo; ¿cuándo escribió usted su primer verso?
— Realmente no recuerdo fecha ni edad exactas, ni tampoco dicho verso. Escribí algo en prosa, una composición. Se llamaba “El tigre”. Luego varios versos henchidos de romántico lirismo. Pero ya con seriedad comencé a escribir en el año 1899. Ernesto Mario Barreda y Julio Sánchez Gardel dirigían en ese entonces “Argentina Literaria”, y allí se publicaron mis primeros intentos poéticos. Después colaboré en “Diario Nuevo”, que dirigía el doctor David Peña. Escribían allí también Gerchunoff, López Prieto, Afilio Chiappori y otros. Epocas lejanas de bohemia. A veces es hermoso recordar...
— Creo que usted ha dicho, doctor, en determinada ocasión, que “son de preferencia los tiempos -el pasado — tratándose de mi, — porque el presente es triste y el porvenir está lleno de tinieblas.”
— Hay que sobreponerse al derrumbamiento actual — contesta Mario Bravo gravemente. — Nada hacemos con lamentarnos.
— Y el arte; ¿cuál cree usted que es la misión del arte en estos momentos?
— Creo que el arte descriptivo de una época, de un momento, tiene sólo valor como documento histórico. Sobre todo si se hace con el propósito de mostrar un asunto de actualidad. El arte debe ir más allá. El artista no debe detenerse en los campos de batalla, ni en los cadáveres, aunque tenga que pasar por sobre ellos. Ni tampoco el político debe detenerse hoy en descripciones, ni en escepticismos; debe continuar adelante, sobreponerse al derrumbamiento por el que estamos pasando y tener una visión optimista de un próximo futuro enaltecedor para la humanidad. La paz es una empresa difícil — prosigue el doctor Bravo después de una pausa; — tenemos que prepararnos nosotros también para entrar en la monumental reorganización que comenzará cuando se firme la paz.
El secretario entra de nuevo. Esta vez yo me levanto. El doctor Bravo me extiende la mano y con una sonrisa ampliamente franca, me dice al despedirme:
— Argentina tiene que prepararse debidamente para entrar en ese futuro pian de reorganización. ¿Sabe usted? Es mucho más difícil entrar en la paz que entrar en la guerra.
Mi entrevista ha terminado. Y mientras camino por las calles de este Buenos Aires de 1942, traspasado por un frío polar, no dejo de repetirme el pensamiento del doctor Bravo:
“Es más difícil entrar en la paz que entrar en la guerra.”
Y por más que quiero, no puedo tener una visión optimista de un futuro cercano. Veo a esa paz lejana y después de mucha miseria. Pero eso sí: sé que habrá hombres como Mario Bravo con un claro sentido de organización social y un ideal poético de la vida que nos ayudarán a salir del paso y a que las duras faenas que traerá la paz sean llevaderas.

Revista Mundo Argentino
15/7/1942
mario bravo

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