Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


Merellano


ANGEL EDGARDO MERELLANO
VIVA LA ESPONTANEIDAD
Sus más preciados trofeos son la visita que, durante su gestión en emisoras uruguayas, le hiciera un maestro inglés que había pasado tres años en las islas Malvinas y una carta, recibida hace pocos días, garabateada por una niña salteña de siete años. Premios de magra apariencia para veintidós años de actuación radiofónica ininterrumpida y que, sin embargo, constituyen para Miguel Angel Edgardo Merellano (39, tres hijas) suficientes motivos de orgullo. Al menos, ésa es la conclusión a que pudo arribar SIETE DIAS la semana pasada, cuando participó —junto a este porteño que se iniciara en 1948 como locutor en Radio Splendid de Tucumán, para transitar más tarde emisoras y canales capitalinos, marplatenses, uruguayos y brasileños— de las tres horas y media de vertiginosa y noctámbula actividad que insume cada emisión de Generación espontánea, uno de los tres programas (los otros son Música nueva y Buenas noches, buena música) que protagoniza y conduce en Radio Belgrano. Pero no terminan ahí los desvelos de quien sentara en 1966, con Tiempo de verano, el primer antecedente en la utilización integral de la tarde, para algo que no fueran los más o menos lacrimógenos radioteatros. El lunes 20 de julio inició en una boíte de la avenida Córdoba, en Buenos Aires, una nueva forma de espectáculo que, bajo el nombre Libre expresión, contará con la presencia de Astor Piazzolla, Amelita Baltar, Oscar López Ruiz y su trío, el grupo Gente de Teatro y Jaujarana, entre otros. “Es un ensayo de acercamiento entre el artista y su público —se entusiasma Merellano—. Ellos dialogarán con la gente, explicarán el sentido de lo que hacen y definirán su arte de una manera comprensible.” Intento nada fácil de concretar y que A.E.M- parece enfrentar con el mismo, empeño que lo decidió una vez a mantenerse “lo más alejado posible de todos los negocios fáciles que hay en la radio”. La entrevista que SIETE DIAS mantuvo con Merellano fructífero en estas confesiones:
—Usted se inició como locutor comercial y después produjo programas musicales. ¿Cómo derivó hacia intentos más complejos, como Generación Espontánea?
—Un día me dijeron que mi forma de hablar en los programas era coloquial —un término que ahora se utiliza bastante— y que eso facilitaba mi comunicación con el oyente, haciendo posible un diálogo, una discusión por teléfono o por carta respecto a lo que yo decía en los programas. Y así empezó todo.
—¿Cuál es el objetivo de sus programas?
—Entre otras cosas, vincular artistas y público, romper esa estereotipia del artista arriba del escenario y la gente abajo, aplaudiendo.
—¿Cómo se logra eso?
—Tratando de conocerlo, de buscar el ser humano que hay en él y mostrarlo a los demás. Creo que cuando se conoce al hombre se valora más su obra artística.
—¿Cómo se definiría, profesionalmente?
—Yo soy un hombre de radio. Un hombre que entiende la función social de la radio y sabe que su responsabilidad es apartarse de todo lo comercial que hay en este ambiente. No decir: “Donde va Vicente va la gente” y poner la música que pone todo el mundo con la excusa de que la canta el pueblo y hay que estar con él.
—¿A qué se refiere cuando habla de "comercial”?
—A que quiero mantenerme lo más alejado posible de todos los negocios fáciles que hay en la radio.
—¿Significa eso que gran cantidad de gente está en ese "negocio fácil”?
—No digo que haya una gran cantidad de gente en eso, sino que a mí no me gusta estar entre esa gente. Yo soy un tipo preocupado por la responsabilidad de disponer de un micrófono y por eso trato de dar, lo más honestamente posible, mi punto de vista sobre lo que pasa.
—¿Qué se siente cuando se habla para una audiencia multitudinaria, sabiendo que cada palabra dicha es definitiva, que no hay posibilidad de rectificarse?
—Miedo. No un miedo que inhibe sino que preocupa, responsabiliza. Uno nunca sabe para cuánta gente está trabajando, pero está seguro de que alguien lo escucha en Río Gallegos y en La Quiaca y siente, entonces, que su responsabilidad es muy grande.
—Esa responsabilidad, ¿es un atributo habitual de la radiofonía argentina?
—Creo que sí. En este momento, las emisoras argentinas han tomado conciencia de su papel. Durante mucho tiempo, los directivos y la gente que hacía radio nos sentimos acosados por el fantasma de la televisión. La veíamos como el cuco que nos iba a comer y no sabíamos qué hacer. Se trató de pelear con las mismas armas, lo que era absurdo. No podíamos llevar el espectáculo a los hogares, como la televisión, y se tardó bastante tiempo en comprender que lo ideal era aprovechar las características especiales de la radio.
—¿Cuáles son esas características?
—La posibilidad que ofrece de imaginar un escenario y una situación para lo que se escucha y, sobre todo, el hecho de que proporciona una compañía casi subliminal que, a la inversa de lo que sucede con la televisión, no impide hacer otra cosa para prestarle atención.
—Pero usted ha hecho televisión.
—Sí. En Buenos Aires, Mar del Plata y Montevideo, pero prefiero la radio.
—Si tuviera que enjuiciar a la televisión argentina, ¿qué diría?
—Qué está pasando por la crisis más grave que soportó en sus casi veinte años de vida. Para darse cuenta de eso basta considerar que la estadística demuestra que en los primeros meses de 1970 se registró un aumento del 27 por ciento de aparatos apagados con respecto al mismo período del año anterior.
—¿Qué indicaría esa deserción?
—Que la programación no responde a las necesidades del televidente. La gran enfermedad de la televisión argentina es el rating. No se piensa más que en los informes sobre audiencia y la gente condiciona su esfuerzo y su posible talento a unos numeritos fríos que, en mi opinión, dicen parcialmente la verdad porque indican sólo la tendencia en el mercado consumidor de programas y no la realidad absoluta.
—¿Cuál es el aspecto más criticable de la programación televisiva?
—Todo. Que nos encontramos con un medio que se preocupa por hacer shows cada vez más espectaculares por fuera, y cada vez más vacíos por dentro; que se empeña en sensibilizar a la audiencia con programas lacrimógenos que prometen una ayuda que de ninguna manera promueve al ser humano: que se asusta porque el Estado lo obliga a difundir programas para niños y planea acuerdos entre canales para no quitarse audiencia. Los emiten a la misma hora, prometiendo darles a los niños lo que la TV les debería dar, y acaban, ofreciendo películas del coyote y el correcaminos. Muy originales, por cierto. . .
—¿No puede hablarse de originalidad en la televisión argentina?
—Para nada. Y para muestra basta un botón: si un canal lanza un programa en el que un tipo hace morisquetas, y tiene éxito, el otro día el resto de los canales ponen también a otro señor haciendo morisquetas. Van a lo que ellos consideran seguro y lo único seguro que veo yo es que la gente cada vez está más cansada de la televisión.
—¿La radio no se maneja con el mismo criterio?
—¿Tan descaradamente comercial? No. Generación espontánea, por ejemplo, dura tres horas y media y no inserta publicidad. Podría no emitirse porque cuesta plata; sin embargo se hace y nos sentimos muy cómodos sin la angustia de meter la tanda.
—¿Qué fue lo más hermoso que le pasó durante sus veinte años de radio?
—Una cosa que sucedió la semana pasada; después le cuento. Pero una vez, en Montevideo, donde hacía un programa ómnibus nocturno, apareció un inglés en la emisora. Era un maestro de escuela de las islas Malvinas, que se había pasado tres años allí y regresaba a Inglaterra; como escuchaba el programa no se quería ir sin saludarme. Durante años estuvimos escribiéndonos, intercambiando discos.
—¿Qué pasó la semana pasada?
—Hace unos meses recibimos una carta de una maestra salteña; nos pedía ayuda para su escuela que se estaba viniendo abajo. Nosotros difundimos su solicitud y empezaron a recibir cosas. Entre ellas, había una máquina de escribir; la maestra no tuvo mejor idea que hacer una revista y llamarla Generación espontánea, como nuestro programa. Los chicos la completaron a mano y nos hicieron llegar el primer ejemplar, acompañado por la carta de una alumna de segundo grado. En un párrafo dice: "... mi letra es fea pero yo lo mismo les escribo porque la señorita me dijo que no importa, lo único que importa es que uno escriba lo que siente en el alma”. Es el mejor pago que todos los que hacemos este programa hemos recibido en toda nuestra vida.
—¿Cuál es su opinión sobre Hugo Guerrero Marthineitz?
—Creo que es un gran profesional. Inventor de su propio estilo. Él es el show. No sé si quiere serlo, pero lo es.
—¿Y Edgardo Suárez?
—El negro Suárez es un hombre preocupado por las relaciones humanas. Un tipo con muchos valores, me parece, aunque a veces, en su afán de querer comunicarse, se complique un poco.
—¿A qué alude, precisamente?
—A cierto intelectualismo. Creo que todo aquel que quiera intelectualizarse demasiado se aparta del gran público, siempre deja algunos oyentes a mitad de camino. Pero puede ser beneficioso si los empuja a buscar en el diccionario la palabra que no entendió.
—¿Se ha psicoanalizado alguna vez?
—No, aunque creo que para la gente que lo necesita es muy importante. Yo no lo he necesitado todavía. No quiero decir con esto que no tenga mis conflictos, pero los consulto con la almohada todas las noches y con el espejo todas las mañanas y hasta ahora me va bastante bien. Además, no tengo nada contra quienes, lo practican. A mi programa han venido psicoanalistas y explicaron su razón de ser, explicaron que la sociedad de consumo ha producido un aumento de las enfermedades mentales. . .
—¿Qué es la sociedad de consumo?
—Es una de las expresiones que está de moda; el otro día escuché una definición bastante interesante. Decía que esa fórmula es una gran mentira y que todas las sociedades son de consumo porque todas producen. El único problema, entonces, reside en cómo se reparte el producto. Y eso es lo que debe preocuparnos: no todos los que producen en el país se llevan la parte que, por derecho, les corresponde.
—¿Eso es política?
—Todo lo que sea patrimonio del hombre es política.
—¿La política no es tabú en sus programas?
—No. Una de las formas de tocar el problema político es preguntarnos, como lo hacemos todos los días, quiénes son los responsables de los derrumbes. O por qué muchas escuelas del interior del país no disponen de elementos para cumplir con su función y queda todo librado a la abnegación y al espíritu de sacrificio de los maestros. O por qué estamos tan alienados por el status en la Argentina . . .
—¿Entrevistaría en sus programas a dirigentes políticos?
—No soy partidario de los partidos políticos tal como los he visto funcionar durante mis treinta y nueve años de vida. No me disgustaría hacerlo si la política llegara a ser algo más importante que un “doctor" y un comité.
—¿Cuál sería entonces la solución política del país?
—Creo que uno de nuestros grandes defectos y el principal culpable de esta situación de crisis de confianza, de fe en el país, es nuestro individualismo. Poco a poco nos hemos ido convirtiendo en 24 millones de islas no integradas. La única solución sería que todos pensáramos en nuestra responsabilidad frente a la sociedad. El día que los argentinos entendamos que no debe preocupamos sólo nuestro status —por usar una palabra tan manoseada—, sino el del país, vamos a ir para adelante.
—¿No cree que es muy fácil pedir ese desinterés desde su situación?
—Entiendo que la mía puede parecer una posición cómoda porque yo he alcanzado cierto nivel económico y profesional. Pero tengo 39
años y recién desde hace tres años estoy haciendo lo que quiero. Me costó 17 años de sacrificio llegar a esto en la radio. Yo soy un hombre que no tiene estudios universitarios. Fui hasta tercer año industrial y me echaron porque era inaguantable. Mi padre, entonces, me mandó a trabajar de cadete en una sastrería; después fui vendedor de tiendas y, de ahí, a la radio. Pero como no me alcanzaba lo que ganaba, los domingos vendía sandwiches de chorizo a la salida de una cancha de fútbol.
—¿Diría que goza de absoluta libertad, en esta emisora?
—Sí. A mí nadie me pauta y lo que hago está de acuerdo con mis íntimos sentimientos y convicciones. Aunque a veces pienso que, de todas maneras, no va a servir para mucho mientras haya tanta gente que no entienda su responsabilidad con el país.
—¿A qué gente se refiere?
—A esa que se llena la boca diciendo que vivimos en el mejor país del mundo. ¿Alguna vez habrán pensado en el absurdo que encierra esa declaración? Sí, vivimos en el mejor país del mundo: acá comemos siempre, acá no come el que no quiere, el que no trabaja. Pero siempre nos quedamos en la anécdota de nuestra frustración como país. Mala suerte, dicen. Pero alguna vez se tiene que acabar la mala suerte.
—¿El terrorismo político es una consecuencia de esa frustración?
—El terrorismo político es violencia y la violencia sólo engendra violencia.
—¿A qué violencia se refiere?
—A la violencia de todos los sistemas que imperan en el mundo. Ni la derecha, ni la izquierda, ni el centro están satisfaciendo las necesidades mínimas del ser humano y ésa es una forma de violencia. Violencia no significa que el de arriba esté todo el día apuntando con un fusil al de abajo. Se ejerce también en la medida en que se quita posibilidades al ser humano y se lo obliga a vivir en un medio hostil.
—¿Es una solución la violencia?
—No. Ni la de arriba ni la de abajo. No conduce a nada positivo. Creo que la solución está en otro lado: así como la violencia engendra violencia, el amor engendra amor y a eso debe llegarse. Claro que es un lindo enunciado y todos nos llenamos la boca pidiendo que haya amor, pero muy pocos lo practicamos.
—Pero, ¿qué es el amor?
—El otro día, una de mis hijas —Andrea, quien va a cumplir cuatro años—, fue a ver Bambi y se puso a llorar en la mitad de la película. La calmaron y, al salir del cine, la madre le preguntó por qué había llorado. "Porque no quiero que te maten los cazadores, mamita”, le dijo. La sádica agresión que encierran muchas de esas películas que nos venden como para niños la había hecho fijar en la figura de la madre de Bambi, a su propia madre. Por eso lloró. Es la mejor definición del amor que puedo ofrecer.
—Los hippies también hablan del amor.. .
—No estoy de acuerdo con su proposición de no hacer nada. Creo que en lugar de llevar una flor y el amor como enunciado, hay que practicarlo y no estoy seguro de que ellos lo hagan.
—¿No piensa que la actitud de ellos puede desencadenar cambios importantes en la sociedad?
—No lo creo. Todos los festivales hippies acaban en un absurdo desnudo —y yo no estoy contra el desnudo—. El hombre nació desnudo y la ropa no es más que convencionalismo, una forma de disfrazarnos. Pero si toda paz termina en sandwiches de jalea de LSD, en fumar marihuana y en hacerse el amor delante de dos mil personas, creo que no hay cambio de valores morales sino destrucción de la moral.
—¿Cuál debería ser entonces la actitud de esos jóvenes?
—Trabajar para cambiar ese estado social que no los conforma. Los jóvenes son mayoría en todo el mundo. Deben tener el poder de decidir.
—¿Por qué le molesta que una pareja haga el amor delante de dos mil personas?
—No me molesta. Sólo que yo no podría hacerlo. Es una cuestión de pudor.
—¿Qué significa el sexo para usted?
—En un principio era —lo fue para todos— algo lleno de tabúes. La gente le decía a uno: "esto no; esto tampoco" y se creaba una gran confusión. Pero después se comprende que no tiene nada de malo mientras lo rodee el amor.
—¿El sexo es sinónimo de amor? —Yo lo canalizo a través del amor. —¿Es un hombre religioso?
—Sí, porque necesito creer en alguien. Creer en los demás seres humanos a los que quiero integrarme. Y eso me lo enseñó un señor en cuya doctrina me bautizaron. Un señor que tomó el látigo para echar a los mercaderes del templo. Que me propone y me da fe y amor.
—¿Qué es lo más importante que le ha pasado?
—Nacer.

Revista Siete Días Ilustrados
3/8/1970
 

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