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MINGUITO TINGUITELLA: ALGO MAS QUE POPULISMO
CON la televisión argentina pasa algo parecido a lo que ocurre con esos muchachones que, de repente, “pegan el estirón”, su cuerpo crece desmesuradamente y parecen ser mayores. En forma abrupta se les acaba la niñez, la gente que está a su alrededor los mira con otros ojos y les exige cosas. Los pobres chicos mantienen una lucha casi traumática por parecer “gente grande” y sienten que están perpetuamente bajo el ojo critico del prójimo, dispuesto a exigirle a cada momento que “haga honor a su adultez”. Un buen día estos muchachos producen un hecho maduro, pleno, consciente, y no por eso logran la ansiada sonrisa de recompensa. A lo sumo un nuevo regaño les echa en cara que todavía “son muy chicos” para esas cosas. No en vano se le ha llamado a esta difícil edad, con pocas ceremonias, “la del pavo”.
Nuestra televisión está transitando también la dolorosa “edad del pavo”. Se le piden cosas que a menudo no puede lograr pero, al mismo tiempo, se silencian hechos que demuestran que “está madurando”.
Para ser un critico “intelectual” es ingrediente imprescindible la dureza; entonces el trabajo es fácil, basta con llevar un concienzudo inventario de la mediocridad, la tontería a raudales y la superficialidad que cotidianamente se derraman desde la pantalla de vidrio. Nuestra televisión, como todo adolescente que se precie, es pródiga en esas cosas.
Pero cuando ocurre algo que rompe la rutina monótona y chata, el silencio es absoluto. ¿Que no hay elogios? Sí, pero están dedicados a demostrar que el video sólo es bueno cuando muestra algo de sus hermanas, las otras artes: una película, un concierto, una obra teatral. Pero desgraciadamente, los fenómenos totalmente televisivos (recordar que un medio tiene sus propias características y lenguaje) están condenados al incógnito.
De esto puede hablar mucho Juan Carlos Altavista, un actor que hace algunos años ganara notoriedad componiendo personajes de “muchachos buenos” para el cine nacional del teléfono blanco y los argumentos ingenuos. Después, durante años, estuvo condenado a los papeles de reparto, al encasillamiento rutinario. Decía Pirandello que lo mejor que puede pasarle a un actor es encontrarse un día, a la vuelta de cualquier esquina, con “su personaje”. Claro que esto no sucede por obra y gracia de la magia del arte, es más bien una tarea penosa, de elaboración, casi de alquimia, en la que el hombre va amasando con su sangre, con grandes dotes de talento y cantidades industriales de sociología intuitiva un nuevo ser ficticio. Pero no por eso. valga la paradoja, menos real. Un buen día ese hombre enfrenta al personaje con su público, y si logra cosechar risas, lágrimas o aplausos el muñeco ha nacido. Es que el hombre de la platea, o (como en este caso) del sillón del living, tiene una angustiosa necesidad de verse reflejado en el espectáculo. Es su definitiva y sublime manera de participar.
Por eso se explican algunas de las cosas que han pasado, silencio de la
critica mediante, con el muñeco de Altavista, llamado Minguito Tinguitella.
No se puede pedir nada más grotesco: un muchacho muy mal vestido (ropa viejísima y mal usada), con vacíos culturales totales y expresión oral más que pobre. En sus labios ni siquiera el lunfardo ortodoxo brilla, sino que aparece como una necesidad, un acto de desesperación por no tener acceso al resto de las palabras “cultas”. La envoltura no puede ser más exageradamente pobre; por eso no es cómica y llega a ser dramática. Las tintas están exageradas, es cierto, pero hasta el punto justo donde comienza la exageración, porque un paso más y se perdería lo tremendamente humano de la creación.
En la medida que se va conociendo al personaje se descubre, no sin alguna sorpresa inicial, que debajo de la careta hay un alma demasiado capaz de sentir cosas importantes. Un esquema de pensamiento simple y desaforado sintetiza adhesiones y odios, todo muy primario pero a la vez con la firmeza de lo profundo y meditado. Porque Minguito, aquí está una de las claves, no ha tenido (ni tendrá) acceso a la cultura convencional, pero sintetiza en su razonamiento las pautas más importantes de la cultura popular. Esto es, para rebatir el casi inevitable cargo de “populismo barato”, establecer (entre otras cosas) una escala de amores y odios totales, excluyentes, basados en la experiencia colectiva. Pero ¡ojo!, sólo la intuición es capaz de tan tremendo poder de síntesis.
Vamos a un ejemplo: cuando Minguito manifiesta su adhesión a Perón, aunque ello le cueste tomarse a golpes o ser tratado de “animal”, es relegando en su actitud —si se quiere un poco rudimentaria y totalmente sentimental— los pensamientos del señor que toma sol en camiseta en la puerta de su casa, de la señora que va a hacer las compras y se enoja por los precios, de los muchachos de la “barra” y del compañero de tablón en la tribuna dominguera de la cancha.
En ese sentido, y en muchos otros, se lo puede calificar, sin rubores, de verdadero prototipo.
Que el personaje de Altavista a veces cargue las tintas y exagere no significa que sus conceptos político-sociales sean menos auténticos. No es por casualidad que adhiera sin reservas a los mitos más arraigados en los porteños (la madre, Perón, Boca Juniors, Gardel, etc., etc.). Que en todas sus charlas aflore una especie de nacionalismo casi tribal que tiene una especie de slogan único: “Lo nuestro es lo mejor. .. y, aunque no lo fuera, debemos defenderlo como tal.”
Pero hay otra arista del problema que no conviene perder de vista. Se acusa a la TV de apelar al erotismo sin escrúpulos para captar audiencia, tanto artística como publicitariamente. Y es, desgraciadamente, cierto. Precisamente por eso habría que recibir con alguna alegría la aparición de un personaje “blanco”. Porque Minguito no apela a ningún recurso de esos para particularizarse ante la audiencia; antes, por lo contrario, abusa del candor y la ingenuidad.
Es casi un puritano, dotado de esa moral tan especial que anima al porteño y lo obliga a vivir el sexo como una cosa privada, de dormitorios para adentro. En suma, ya es casi un milagro mantener, aunque más no sea en la ficción, la capacidad de ruborizarse.
Hace poco tiempo Juan Carlos Altavista llevó su personaje al teatro de revistas; allí, como es lógico, realizó un cuadro algo subido de tono y plagado de palabras de un verde muy acentuado. El desencanto del público fue casi inocultable, todos los interrogados en una especie de encuesta relámpago pusieron el acento en señalar que el Minguito del escenario no tenía nada que ver con el de la televisión. Una señora de edad hizo una especie de síntesis de la opinión colectiva: “Este que vemos aquí es un patán de barrio; el verdadero, es un muchacho bueno y sensible.”
Queda otro detalle importante por consignar. Minguito es creación casi pura. Altavista es casi un intelectual, aficionado a la lectura, con una cultura general apreciable. Esto tiene valor porque cuando compone su personaje no se interpreta a sí mismo — lo que sería mucho más fácil— sino que realiza un trabajo más importante: anima a su muñeco de vida independiente.
Hace unas semanas Altavista fue enfrentado ante las cámaras a un panel que le realizó toda clase de preguntas. Prefirió contestarlas a través de su muñeco imaginario; entonces se pudo comprobar la tremenda coherencia vital de Minguito Tinguitella, no hubo una contradicción y se puso en evidencia casi totalmente el esquema pensante del muchacho de barrio. Inclusive llegó a reírse, con bastante sabiduría, de algunos de los mitos de nuestra clase media más o menos “snob”. For ejemplo, se abroqueló detrás de su ignorancia suficiente para despreciar el psicoanálisis, repudiar a la censura y enfrentar a algunos “intelectuales” interlocutores que intentaron enseñarle a pronunciar bien determinadas palabras.
Arturo Jauretche, en un libro suyo que fue “best seller” hace algunos años. “El medio pelo en la sociedad argentina”, hace una distinción precisamente entre el “medio pelo” (un personaje venido a más que intenta aparecer como lo que no es y toma palabras, pautas culturales y costumbres de la clase más alta, defectuosa y casi ridículamente) y el “guarango”. Este último se identifica con su “status” y lo reivindica como válido, enorgulleciéndose de él como auténtica forma de vida. No toma nada prestado de nadie, precisamente porque con lo que tiene le alcanza para ser feliz.
Minguito es un auténtico “guarango”, en toda la acepción de la palabra. Dicen que los buenos caricaturistas nunca se ganan el odio de los personajes que llevan al papel; la técnica es fácil: respetan todos los rasgos de carácter y físicos, limitándose a exagerar los defectos en una forma casi amable. La clave está en respetar lo importante del individuo y usar para la broma lo superficial. El que dude de esta afirmación, que recuerde la serie de dibujos de Ramón Columba.
Con Minguito Tinguitella ocurre algo parecido. Posiblemente ello se deba a que es una afortunada caricatura del hombre de la calle en la Argentina. Cuando nos vemos dibujados con talento, y nuestros defectos no suenan a reproche o burla, no podemos más que sonreír... o conmovemos. Algunos críticos señalan ciertos elementos radioteatrales en el personaje (recordar que el primer libretista de Altavista fue, precisamente, Juan Carlos Chiappe, un verdadero Jorge Luis Borges de los novelones escritos en el aire). A esta altura de la digresión cabe una pregunta que puede parecer demasiado osada: ¿los porteños hemos abandonado totalmente los elementos culturales y estéticos que nos dio la radiotelefonía en las décadas ’40 y ’50? Es realmente para pensarlo.
Revista Extra
11.1972


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