Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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CONSAGRACIÓN DE LA MINIFALDA
Aunque sigue derramando una ola de estremecimientos en la grey masculina, la moda de la minifalda pasó su prueba de fuego ya casi no escandaliza a nadie; en vez de insultos hace brotar cálidos piropos. Sin embargo, la mujer argentina recién aceptó en 1968 el minifaldismo inventado en 1966 por Mary Quan

“Vistas las exhibiciones de desnudez en que incurren públicamente algunas mujeres con el pretexto de la conocida moda de la minifalda —y que constituyen infracciones al artículo 65 del Código de Faltas—, las mismas serán reprimidas con toda severidad.” El dictamen del juez Mauricio Petrosino, de la ciudad de San Javier, en Santa Fe, prologó en mayo de 1968 un ucase judicial destinado a reprimir lo que se denominó "inmoralidad minifaldera". Fue un índice, tal vez el más insólito, del eco suscitado por el acortamiento de las polleras.
Nacida en 1966, gracias a la picardía de una inglesita llamada Mary Quant, la desprejuiciada moda provocó en poco tiempo una ola de resfríos femeninos y sofocones masculinos; sobre todo, desde que la propia reina Isabel II de Inglaterra se adhirió a la manía y exhibió sus reales extremidades durante una recepción ofrecida en el palacio de Buckingham, en julio de 1967.
La mujer argentina —celosa de su autonomía de criterio— tardó bastante en claudicar ante la novedad; por fin, luego de ásperas polémicas familiares, de la consulta al novio y al confesor o de una decisión adoptada contra viento y marea, hacia el verano de 1968 empezó a lucir su propia versión de la minifalda: en algunos casos se mantuvo en los márgenes de una prudente falda corta, que no trasponía demasiado la frontera de las rodillas; en otros, en cambio, se atrevió hasta regiones reñidas con la tradicional idea del pudor. No sólo en Buenos Aires, sino también en Rosario, Córdoba o Mendoza, las minis derrotaron gradualmente a detractores y mojigatos. Las colecciones para el otoño e invierno de 1968 marcaron el apogeo de esa invasión: de la censura agria, escandalizada, se pasó al aplauso casi indiscriminado. También los hombres modificaron sus pautas de conducta: el insulto soez —a veces, en los límites de la agresión— dejó su lugar al cálido piropo, a la aceptación cotidiana de un hecho irrevocable.

LOS AÑOS HEROICOS
Como siempre ocurre, la corriente necesitó líderes, teóricos, guerrilleros que la llevaran al poder. Entre estos últimos, las estudiantes —de modo especial las de Filosofía y Letras, o de Derecho, en Buenos Aires— cumplieron un rol de vanguardia. “Jamás olvidaré lo que era la calle Independencia al 3000, cuando comenzamos a llegar en bandadas hasta el remozado edificio donde cursábamos la carrera de Sociología —evoca hoy Adriana Beatriz H., de 22 años—; al entrar en los cafés, los parroquianos nos miraban como a marcianas, o algo peor; finalmente, los fuimos desalojando e instauramos nuestros reductos, donde la minifalda se convirtió en ley”.
Mary Tapia (33, copropietaria de la boutique Nosferatu) enarbola también la bandera de triunfo: “En lo que de mí dependa, combatiré para que la mini no muera nunca; es muy práctica y traduce el adelanto histórico en que se halla empeñada la mujer. Además, con ella todas parecen más lindas, son más codiciadas". La Tapia —una de las primeras creadoras que lanzó una colección completa de estos atuendos en el país, ya en diciembre de 1966— ironiza: “Las mismas tradicionalistas que se detenían entonces para insultarme, son las que en 1968 se vistieron con minifaldas hasta para ir a la feria”. Es que, para esta pionera, “más que de una moda se trata de un signo de liberación frente a una montaña de prejuicios; supone vencer la clásica timidez. La mujer, aquí, no usa esta ropa: se atreve a usarla, lo que es muy diferente”.
No todas las implicadas coinciden, claro, con tales entusiasmos. Angela Barrios de Berón (52, ama de casa), reclama que se estampe su nombre junto al juicio que sepulta a las atrevidas: “Yo tenía más fe en nuestras mujeres —se indigna—. Recién se darán cuenta del error que cometen cuando los hombres no se fijen más en ellas." Otra opinión entre laudatoria y sobradora es la del colectivero Héctor E. Videla (45): "Las minifaldas me gustan, me divierten: los hombres que van a bordo, sin distinción de edades, hacen las muecas más graciosas cuando alguna trata de trepar al vehículo o se desliza por el pasillo. ¡Y se ve cada cosa por el espejo! ... ”.
También de tono chispeante es el comentario de Ramón Gómez (55), lustrabotas en Santa Fe y Montevideo: “Desde mi punto de vista, esto es interesante”, reflexiona. “Pese a estar habituado a verlas, cada vez que una pierna lustrosa pasa frente a mi puesto, me emociono. Un día, casi me vuelvo loco: una impresionante morocha, con mini roja, me pidió que le diera brillo a sus botas. ¡Fue la vez que más tardé en una lustrada!”, recuerda todavía eufórico.
No obstante la bonanza que hoy envuelve a las adeptas, el camino dé las precursoras estuvo erizado de anécdotas fuertes, que muchas prefieren olvidar. La misma Mary Tapia recuerda la ocasión en que un grupo de muchachos, en la calle Florida, tras bombardearla con injurias de todo calibre, la acorraló y amenazó con agraviarla físicamente. Varias señoras que observaban el operativo se pusieron a aplaudir con frenesí: “Muy bien, muy bien —aprobaban—; ésas se merecen mucho más." Sin embargo, se trataba de una prenda moderada: “Ni punto de comparación, por ejemplo, con las que usa la detonante Marta Minujin, que no alcanzan a cubrir la ropa interior".
Pero posiblemente una de las más difíciles batallas se libró en otro terreno: las oficinas. “En un principio, llegué a preocuparme porque en mi empresa se había creado un clima muy tenso: las chicas con minifalda
eran molestadas o radiografiadas en forma permanente por sus compañeros. Las miradas eran tantas que en una sección tuve que cambiar la ubicación de varios escritorios y erigir oportunas mamparas de plástico. Por suerte, luego de las vacaciones del 68 todos aceptaron la chifladura, y se pudo trabajar en paz.” Oscar Anderlo (41), jefe de personal de una importante firma de plaza ligada al ramo de la alimentación, relata con fidelidad el epopéyico incidente que apunta a un hecho singular: el alza y la baja del escándalo y estupor porteños, ante la grácil minifalda.

CIFRAS PARA UNA MINI
La encuesta realizada por SIETE DIAS llegó a una conclusión previsible: Florida, Santa Fe y la esquina de Cabildo y Juramento —todas en Buenos Aires— fueron en 1968 los centros de mayor densidad minifaldera. El 56 por ciento de las mujeres consultadas en las cercanías de ese radio atesora por lo menos una en su guardarropa; son en su mayor parte jóvenes: no pasan de los 27 años. Veintitrés damitas sobre ciento se mantienen refractarias al indumento, pero aceptan que las demás “hagan lo que quieran"; otro 15 por ciento, más rígido, piensa que “es una moda para las chiquilinas"; se trata de hombres y mujeres de alrededor de los 30 años, pertenecientes a distintos sectores sociales.
Entre las ciento ochenta y tres personas sometidas a la compulsa, apenas un seis por ciento creyó necesario reforzar su opinión con consideraciones éticas: “Estamos ante una decadencia moral, una total subversión de los valores que forjaron nuestra esencia como nación”, exageró un nervioso funcionario de la administración pública, en una confitería de Cabildo al 2000.
Los más serenos parecen tener mayores argumentos en su favor: las argentinas supieron adaptar la moda a su personalidad, no se entregaron con armas y bagajes al tic impuesto por los diseñadores. Sólo condescienden a mostrar 15 centímetros de muslo, contra 20 ó 25 de las minis europeas. Por eso, quizás, los entendidos admiten una novísima clasificación: mini-mini, mini propiamente dicha, y falda corta. Ejemplo de la primera categoría fue, en su momento, el vestido ultracorto que lució Evangelina Pichimahuida Salazar a su regreso de España, que comunicó nuevos bríos a las fanáticas. Hoy, aquellos impulsos se moderaron, las aguas volvieron a un cauce más reposado.
Es que, como bromea el humorista Oscar E. Vázquez Lucio (36 años, más conocido por su seudónimo, Siulnas): “Las faldas son como los políticos; cuando están abajo, todos esperamos que suban; pero, una vez que están arriba, no nos convencen, y no paramos hasta derribarlas.”
Revista Siete Días Ilustrados
30.12.1968

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