Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

años 40
Los ingenuos años 40
LA CENICIENTA DE LA NOSTALGIA
Por JORGE KOREMBLIT
Aquellos años, próximos y lejanos, surcados por el tango cantado y bailado, fueron los últimos de una ciudad accesible, preconsumista. Toda su nostalgia y su mitología, desde la "máquina" de River hasta los boliches del bajo, afloran a través de unas memorias signadas por la añoranza prudente.

SI, Hay que decirlo. Aunque duela. Los años 40 son, hoy por hoy, la Cenicienta de la nostalgia. Casi todos los fabuladores del recuerdo prefieren, al parecer, los años 20. Son más prestigiosos y están lejos. Se benefician con una gran literatura (la generación perdida de París), la música del charleston, la ropa de Gatsby, el bucolismo de la presidencia de Alvear y la ausencia de fragotes militares. También hay tributarios sentimentales de los años 30. Pero una sospecha me corroe, desde hace mucho: temo que esos años sólo sean un invento de Jorge Abelardo Ramos o de Arturo Jauretche, alentados por editores populistas.
A mí me interesan los años 40. Son los de juventud. Al margen de los grandes sucesos de la década, que cualquier colección de diarios pone al alcance de todos, corre una historia chica, intimista casi, vinculada a una vieja ciudad, hoy abolida, que en aquellos tiempos fue el marco final de un estilo de vida en el que, difícilmente, alguien pueda hoy reconocerse. Un estilo entre Victoriano y canchero, al mismo tiempo, hecho de ternura, ingenuidad y viveza criolla.
Antes que al habitual —y correcto— rebusque de los archivos me encomiendo a los azares de la memoria, sin provocar el copo de zurda, pero también eludiéndolo como si fuera deshonesto o neurótico.

Ante todo, el centro.
Aquel centro era chico, en rigor. Se agotaba en pocas calles válidas. Cinco o seis cuadras de Corrientes, sus laterales y Lavalle con los cines, por supuesto. El resto, como diría Borges, eran embelecos fraguados en la Boca: calles de mueblerías, sastrerías, pura feria. Después de Callao estaban los barrios: un destierro. La Avenida de Mayo era ajena; coto hispánico que se encendía a la altura de Salta por las disputas, vereda a vereda, de los republicanos de Iberia y los franquistas de El Español. De un lado Mariano Perla, Clemente Cimorra, Lorenzo Varela, Enrique Borrás. Del otro, ni los nombro, de bronca. Florida todavía era una calle que se caminaba lentamente, a cualquier hora. Santa Fe, con faroles señoriales (que más tarde el intendente Debenedetti abatiera sin razones admisibles), ostentaba, intacto, su cajetillismo. El Petit Café aún no había sido descubierto por los bacanes berretas; esos llegaron en el 50. Alguien les puso “petiteros” y el vocablo marcó una época. Entre Paraná y Uruguay estaba el Versalles en cuya pantalla trabajaban a destajo, todos los martes, Jean Gabin, Louis Jouvet y Pierre Fresnay.
Pero no nos apartemos: el centro-centro era Corrientes. Con público propio y estable (unas dos mil personas a lo sumo), con sus cafés de recalada, con mesas acreditadas. Ejemplos: la mesa de Juan Sarcione, viejo actor criollo, en el Smart; la de Luis Angel Firpo, en La Real; la de los políticos radicales, en El Politeama; la de Alberto Gerchunoff, en La Helvética; la de Samuel Eichelbaum, en La Paz. Y en las adyacencias: la de Luis Dellepiane (el de Forja), en El Ateneo: la del poeta Alberto Girri, en el Bar Florida (¿te acordás, Pedro Larralde?); la de Julio De Caro, en la Proa; la de los hermanos Peña, en el Electra; la del negro Emir Mercader, en El Tropezón. Ya hablaré, en nota próxima, de cada una.

La borrachera del tango
Los 40 fueron, esencialmente, los años del tango. Un tango para escuchar y bailar. Desde la boite pretenciosa hasta el humilde club de barrio (caballeros, un peso; damas gratis) todo era tango, en especial, sábados y domingos. En general se hablaba y hasta se vivía en tango. El gordo Pichuco era un dandy, engominado y pintón, con Fiorentino pegado a la rejilla del micrófono. El enjuto Angel D’Agostino rompía quince años de anonimato cabaretero con un disco (‘‘Muchacho” y “No Aflojés”) y un cantor de impecable fraseo, Angel Vargas. Los Mendocinos de Sánchez Gorio, con Luis Mendoza (nene Botini) perpetraban la herejía de Gitana Rusa (no la busques por las estepas, ni en las tabernas, ni en las calles del dolor). Carlos Di Sarli obligaba a su cantor Alberto Podestá al pezzo di bravura de Alma de Bohemio, con su espantoso calderón (“Peregrino y soñador, cantaaaaaaaaaaaar quiero mi fantasía”). El siempre estrafalario Juan D’Arienzo imponía su ritmo turismo de carretera con Alberto Echagüe (“Arrímese al fogón, viejita que a mi lado... ”) y Alfredo de Angelis empezaba a hacer andar su calesita con Carlos Dante y Julio Martel (“Viene serpenteando la quebrada, tarararará...”) y Rodolfo Biaggi, con Jorge Ortiz, desgranaban el drama de la Marcha Nupcial (“Te vi salir del templo con tu flamante esposo”).
El tango partía del centro y, sobre los fines de semana, se derramaba en los barrios. Un racimo de clubes se extendía sobre las 20 parroquias. Enumero algunos, al pasar, para volver más adelante sobre sus características: Flores que Surgen, Terremoto de Barracas, Sportivo Buenos Aires, Marathón, Villa Malcolm, San José de Flores, Peñarol Argentino, Atipai, Anba, Alba, Ferrocarril Oeste, Independiente (de Flores), Neptunia, Bristol, Oeste, Huracán, Centro Dependientes de Almacén, Mi Club, Okey, etc. Y estaban, a pleno, los salones del centro: Príncipe George, Augusteo, La Casa Suiza, Unione e Benevolenza. Las semi-boites de 0,80 la copa: Sans Soucci, Nobel, Luba, Lucerna, Elea, Reverie, Imperio. Los cabarets, con chicas adentro, como Marabú, Chantecler, Tibidabo, Tabaris, Casanovas, Moulin Rouge, Charleston. Y —diez pesos aparte— los peringundines del bajo: El Avión, El Cielo de California, Palace, con lúbricas sobrevivencias de queco.

Los comederos
La gente del 40 también comía. Las variantes eran diversas en función de las efectividades conducentes de cada cual. Un rápido planilleo permite desplegarlas con carácter didáctico:
e Con 0,35 se podía tomar un vermouth en el Electra (Callao al 200) acompañado de 40 platitos de ingredientes.
• Con 0,40, en Las Cuartetas o en cualquier sucursal del Tuñín de la Boca, el hombre mandaba a bodega 2 porciones de muzzarella (ahora parece que se escribe Mozarella), 2 de fainá y un florero de tinto con soda.
• Con 0,50 en Bachín o sucedáneos, un plato de vermichelli, vino, queso y dulce (de preferencia, fresco y batata).
• Con un peso, la gloria. A saber: bifes de chorizo, pucheros, arroz con mariscos y, desde luego, además del vino, flan con crema.
• Más de 2 pesos, el bacanismo (El Tropezón, Chiquín, Scafidi. London Grill).
Para mayor abundamiento acababan de aparecer los Copetines al Paso, supliendo esa vieja miseria del mostrador en los despachos de bebidas. Sus campanas de vidrio alojaban empanadas Rey, sandwiches de miga varios (ya había triples) y hasta budín de pan. El naranjín (chinchibirria) de 0,10 empezaba a ser desalojado por las sin alcohol de 0,20: Bidú, Bilz, Pomona. Después llegó la Coca-Cola, inicialmente repudiada por su gusto a remedio.
Y para los tirados quedaba, en última instancia, el pizzero ambulante, con su chato y redondo artefacto sostenido por la cabeza. La porción era de 0,05.
Otro sí digo: en las inmediaciones del diario La Prensa —y sobre la madrugada— se instalaba una precaria y humeante parrilla ambulante que a 0,10 proporcionaba pan y chorizo. Era una deliciosa aventura codearse, a las 2 de la mañana, con diarieros, bohemios y reventados, junto al lueguito y el olor a grasita. Parecían personajes de un cuento de Gorki.

Las últimas sobrevivencias
En los primeros años de la década se extinguieron (obvias razones de orden socioeconómico lo explican) los abastecedores ambulantes. Desde tiempos coloniales venían ofreciendo su mercancía de viva voz o al timbreo. El mimbre-ro, el pescador, el verdulero, el frutero, el turco de las baratijas y los géneros, el “cuenteniek” —que después cobraba por semana—, el presunto reducidor (“Cómpreme estas corbatas mozo; son afanadas; se las doy baratas”)', el del tambito con las vacas, el vendedor de pirulines, el globero, el del gofio y el turrón japonés.
Estaban también los que sólo actuaban comercialmente en los cafés. En grado sobresaliente, por ejemplo, el que nos susurraba al oído, con sonrisa cómplice: “¿Quiere forros?”. O el falso manco que ofertaba cualquier porquería con el consabido verso: “Como he tenido la desgracia de perder un brazo en un accidente de trabajo...”.
Y uno inmortal, ubicuo, increíble: el viejo flaco y taciturno de “Yo la escribo y yo la vendo”, periodista, redactor único y editor de una revistilla con banalidades y máximas morales. El me dijo una tarde, en la puerta del café Tortoni, algo demencial: “El periodismo es un apostolado”. ♦

Redacción
01/1975
 

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