Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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A LA BUSQUEDA DE LA INFANCIA Carlos GARDEL SERES, PAISAJES Y COSAS HAN SIDO HURGADOS AL MARGEN DE LO SIEMPRE DICHO, BUSCANDO ACLARAR LA INCOGNITA QUE OSCURECE ESE PERIODO DE SU VIDA. Por ANIBAL PASTOR AQUELLA mañana la orden había sido precisa, clara: “Ir al pueblo de Mármol y encontrar al padre de Carlos Gardel”. En mi poder —aparte de la orden— tenía el nombre del mismo y el de la persona que debía ver para que me llevara hasta la presencia de ese hombre de increíble existencia. Me encontré con el fotógrafo —el hábil Roberto Pellizzeri— en la estación Constitución. Cambiamos unos dormidos "buenos días" de 8 de la mañana y subimos al tren que iba a Mármol. —El padre de Carlos Gardel... —dije, y después lo pensé. Pellizzeri me miró. —Sí. El padre. . . —comentó. Pero lo hizo secamente. Los dos coincidimos. “¡No, no puede ser! El padre de Carlos Gardel no existe. No puede existir. ¡Qué va! (Hicimos cálculos. Salieron a relucir fechas. Nacimientos, muertes. Pero...) ¡Sí! ¿Por qué no? Gardel ahora tendría 73 años. Un hombre puede vivir hasta los noventa años o más y haber tenido un hijo a los 16 ó 17...”. ¿Existía este hombre? ¿O sería un embaucador de esos que permanentemente se relacionan con la figura del cantor? “Mi madre le hacía empanadas a Gardel...”. “Pobre morocho. . Siempre íbamos a las carreras juntos”. “Una vez me dijo que...” Y a mi memoria vuelve un reportaje que le hice a Adolfo Stray, cuando al preguntarle sorpresivamente: —¿Usted conoció a Gardel?— respondió; —Discúlpeme, pero creo que en Buenos Aires soy el único que no fue su amigo. Bien. Los hombres opinan y conjeturan, cada uno a su manera, pero los trenes llegan. Y éste precisamente, nos deja en una estación de un pueblo de la provincia de Buenos Aires donde no conocemos a nadie y donde debemos encontrar a una señora que por ahora se llama “la señora Mazzei”. En definitiva: Desorientados en Mármol. Cruzamos hacia donde mejor nos parece. Una tienda en una esquina. No hay dudas. Entramos Una mujer pone frente a nosotros una mirada grande y oscura que inquiere. Nosotros respondemos preguntando por "la señora Mazzei”. Un hombre —aspecto de turco—, seguramente el padre, surge repentinamente por atrás del mostrador y nos mira con desconfianza y celos. Ella lo ignora y señala hacia la puerta: —Sigan por ésta —dice. No sabemos qué calle señala porque convergen muchas sobre la puerta del comercio—. En la primera doblen. Y cuando vean una casa así, así y así...—. En fin, lo de siempre. Doblamos por ésta. Seguimos por aquélla. Nos enredamos en un laberinto y de pronto —ante un cartel confeccionado con relucientes lentejuelas— le digo a Pellizzeri: —Esperá. Ahí hay una carnicería. Seguro que el carnicero sabe—. Entramos. El dueño del comercio despacha. Cuando la cliente, guardando el paquete en la bolsa, recita el consabido “¿Cuánto es?”. el carnicero toma un lápiz y clavando la vista en un punto lejano y cercano, con una de esas miradas ton que los comerciantes suelen ayudarse en el cálculo, choca con nosotros, entrecierra los párpados y nos recorre desde los zapatos a los sombreros. Se pone nervioso. Calcula rápidamente. Cobra. La señora se va. Disparamos nuestras preguntas de rigor. El carnicero titubea, y luego nos Indica que debemos caminar dos cuadras a la derecha, siguiendo por la parte asfaltada. Y cuando salimos lo oímos suspirar. Nos había confundido con inspectores. Esto lo supimos después, en nuestro camino de regreso, por una cordial vecina que, al vemos, nos suministró la información. ¡Ah...! ¡Esas vecinas más periodistas que los periodistas! La primera de todas las señoras Mazzei que visitamos, al principio un poco reticente (creyó —propia confesión— que éramos policías), nos mandó a otra señora Mazzei, que, a su vez, nos remitió a otra que nos consideró con más indulgencia que la primera, porque creyó que éramos un par de sinvergüenzas. Pero, no obstante eso, nos remitió a otra que. . . Sí. Luego de señoras Mazzei, es decir, de haber recorrido el pueblo de Mármol —no olvidemos que los Mazzei son los fundadores de este bello conjunto de calles y casas—, llegamos a la más simpática de todas las señoras de idéntico apellido. La única que no dudó de nosotros. La única que rió abiertamente ante nuestra presencia. La única que salió a recibimos rellenando unos fabulosos alcauciles. P.: — ¿Cuánto hace que conoce a Esteban Capot? R.: — Hace 32 años que lo conozco. Soy algo así como una hija para él. Cuando yo tenía 3 años alquiló una habitación en mi casa con su mujer, doña Hermelinda. Ya son 23 años que han pasado desde que volvimos a Mármol. P.: — ¿Don Esteban vino con ustedes? R.: — Un poquito después. Aunque ellos compraron acá antes que mis padres. De todos los vecinos de aquella casa de Humberto I 730 ya son cuatro los que vinieron con nosotros. La señora Emma Mazzei va y viene, preparando su almuerzo; nos explica que ya mismo nos llevará ante la presencia del legendario don Esteban. P.: — Es el padre de Gardel, ¿verdad? R.: — Eso lo he oído decir muchas veces, pero... Y la diestra cocinera termina de acomodar en una "pirex” los rebosantes alcauciles. Se enjuaga las manos, las seca con el delantal, que inmediatamente se quita y deja sobre el respaldo de una silla, y salimos —como si fuéramos una escuadra aérea en pleno ejercicio de formación—: ella adelante, segura, haciendo punta, y nosotros dos un poco más atrás, como escoltándola. Llegamos a la casa de don Esteban Capot. El sonido del timbre viene desde adentro de la casa, atravesando un florido jardín (¡casa de antes!), hasta nosotros. Detrás del timbrazo aparece una señora de mirada buena, secundada por una simpática muchacha. La señora —doña Hermelinda— abre la puerta y cubre la entrada con su cuerpo. Emma Mazzei dice: —Son periodistas. Vienen a verlo a don Esteban por. . . —¿Periodistas? —La señora Capot nos mira algo molesta—. Los periodistas son todos un montón de ladrones. Yo lo miro a Pellizzeri. Pellizzeri, a mí. —Cada vez que han venido a esta casa fue para robarme alguna carta o alguna fotografía de Carlitos. Mucha charla. Mucho esto. Mucho lo otro. Pero al final se llevan algún documento que nunca devuelven o se lo escamotean en un descuido del dueño. Pellizzeri me mira. Miro a Pellizzeri. Los dos pensamos lo mismo: “La señora tiene razón”. Ante nuestras caras heladas y la violencia de doña Hermelinda. Emma Mazzei cruza una mirada con la niña que está atrás de madame Capot e intercede: —¿Está don Esteban? —No. —La respuesta es seca y concreta. Don Esteban ha salido a caminar como todas las mañanas. Don Esteban volverá. Y entonces, con gran afecto, lo merece porque tiene razón, le decimos a doña Hermelinda que esperaremos a su marido, pero en casa de la señora Mazzei. Volvemos a los alcauciles. Se nos convida con una copa de caña Esperamos. La señora Mazzei tiene un comercio de venta de comestibles en la calle Thome 797. Aparte de eso hizo todo lo posible para que tuviéramos una grata espera. Nos habló de sus padres, inmigrantes; de sus anhelos de juventud y de sus antiguas aptitudes y vocación colindantes con el arte. Hasta cerró el comercio la señora Mazzei. Su hija Norma jugaba con otros niños en el patio. Golpes en la puerta de la simpática despensa. Es Esteban Capot. Una mirada clara, azul, buena. Gorra. Cutis blanco —“a la francesa”—. Breve pañuelo al cuello. Un saquito tejido. Andar seguro. ¡Y su sonrisa...! Antes de volver a su casa, de su paseo mañanero, siempre pasa por lo de doña Emma. —Soy algo así como el padre —nos dice. Yo me estremezco: —¿El padre de quién? —preguntó. Don Esteban responde sorprendido: —De Emma... —dice. Y me observa con extrañeza. Pellizzeri me mira. Yo escucho cómo juegan los niños en el patio. -continuará en el próximo número- Platea 3/6/1960 |