Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
LA PALABRA Y LA POLÍTICA Por JORGE L. GARCÍA VENTURINI Existe una malversación del lenguaje: Decimos "pueblo" y pensamos en los sectores "más humildes" o en la "mayoría”. ¿Los demás no son pueblo? Decimos “trabajadores” y pensamos sólo en los ‘'obreros”. ¿Los demás no trabajan? NUESTRA época, como todas las épocas (esto no debe dejar de advertirse para no caer en el frecuente equívoco de pensar que en el pasado todo fue mejor), padece una serie de perversiones. Pero hay una que parece tipificar los años que vivimos. Se trata de una perversión insólita, generalmente inadvertida, pero grave como la que más. Es la perversión de la palabra. Asistimos, sin duda, a una verdadera malversación del lenguaje, a una quiebra del valor de los vocablos, a un manejo de sonoridades carentes de significados o cargadas de falsos contenidos. Tal contingencia provoca, lógicamente, la cada día más notoria imposibilidad de entendernos, aunque más no sea que para discrepar (que es, de alguna manera, una forma de entenderse), porque la palabra es, por lo menos, el vehículo natural de comunicación entre los hombres. Pero la cosa es aún más delicada, porque la palabra no es solamente el medio de transferir el pensamiento ya hecho —lo cual ya sería bastante— sino ingrediente esencial en la génesis de aquél, detalle que perturba la función tipificadora de la personalidad, la mismísima diferencia específica del Homo Sapiens. Los hombres, cada vez más, padecemos un dramático extrañamiento por acción, o defección, de la palabra. No se trata sólo de que no hablamos bien porque no pensamos bien, sino de algo más radical: no pensamos bien porque no hablamos bien. De tal modo, la esencia de los conceptos y las cosas —accesible y convocable en virtud del lenguaje articulado— escapa y se oculta a la generalidad de los hombres, pobres usuarios de vocablos desmonetizados, inflacionarios, carentes de elocuencia, desnudos de ser. Ante tal emergencia sólo nos quedaría, como a Hamlet, el tan infrecuente ejercicio del silencio. El vocabulario político Si “en el principio fue la palabra” —según el enunciado evangélico— es porque la palabra y el ser conforman una indisoluble unidad, y es tan cierto que el ser da contenido a la palabra como que esta es el insustituible instrumento para la develación del ser. El ser es develado por acción de la palabra, iluminado por dentro tornándose visible y accesible a la inteligencia de los hombres: la esencia del lenguaje sólo puede ser pensada en correspondencia con el ser y viceversa, es decir, en una ineludible dimensión ontológica. De ahí la elevada condición de la palabra, y de ahí también que su malversación pública constituya un grave delito, una suerte de crimen social y metafísico. Indeclinable desafío para la responsabilidad de todos, especialmente a los que se hallan instalados en puestos de comando. Dar nombre a las cosas —como ya aparece en el Génesis y en las antiguas cosmogonías— es convocarlas a la existencia, poblar la nada. Así es que los genios, como decía Nietzsche, son antes que nada hacedores de palabras, creadores de nombres. Nombrar es, de algún modo, apoderarse de la cosa. Por eso cuando Moisés requirió el nombre de Dios sólo tuvo por respuesta Yahvé, que no es un nombre, sino una sutil evasiva: soy el que soy. Pero todo lo dicho se hace particularmente grave cuando se trata del vocabulario político manoseado y desvirtuado como pocos, lo cual se explica perfectamente. Su ámbito natural no son los gabinetes y laboratorios, sino que circula por los medios masivos de comunicación y por las anchas calles del mundo. Lo administran especialmente el político y el periodista. Si decimos “neurona”, “electrón” o “raíz cuadrada” nos entendemos con bastante claridad, y si ignoráramos sus significados bastaría recurrir a un buen diccionario para tener la respuesta suficiente. Pero si decimos “democracia”, “pueblo”, “libertad”, “izquierda” o “derecha”, y aun “nación”, “estado”, “gobierno” o “institucionalización” (supuestamente más precisos) la cosa se complica muy seriamente y el problema no se soluciona ya recurriendo al diccionario ni, muchas veces, a respetables tratadistas. De esta difícil situación sólo resultan beneficiarios directos los demagogos de siempre, aquí y en otras partes, los viejos y los nuevos, porque los demagogos no son los creadores de la palabra sino sus corruptores; son esos ubicuos hombrecillos permanentemente dispuestos a “usar de la palabra”, a usarla y abusarla, fabricantes de cataratas de vocablos, estafadores de la conciencia colectiva. Clarificación o definitiva incomunicación Sin embargo, si bien son los demagogos causa y usufructuarios de esta situación, la perversión semántica alcanza y afecta a los sectores más responsables de la sociedad, aun a las voces más altas de la ciudad adormilada. Para el caso tiene validez la vieja sentencia latina: corruptio optimi pessima est (la corrupción de los mejores es la peor de las corrupciones). Por todo ello, no estamos ante un problema trivial o prescindible sino ante una verdadera encrucijada, especialmente en el recinto de la política. ![]() Vivimos, pues, bajo la amenaza de una total y definitiva incomunicación. Desprovisto de su fecundidad, el lenguaje va dejando de ser el instrumento creador del universo del discurso para constituirse, paradójicamente, en un verdadero obstáculo entre los hombres y la realidad y entre los hombres mismos. Se hace necesario, pues, trabajar en el rescate de la palabra, pues sin una previa restauración de los significados no se podrá entrar, siquiera, en vías de solución de los tantos problemas que nos afligen. Padecemos, entre otras, la crisis de la palabra, el vaciamiento de los términos. Restaurarlos es tarea prioritaria. Porque si en el principio fue, nuevamente ha de volver a ser, la Palabra, indefectiblemente, pues por alguna razón imponderable ella es —como dijera Heiddeger— la morada del ser. ♦ Revista Redacción 01/1975 ________ acerca de Jorge L. García Venturini: https://www.magicasruinas.com.ar/revistero/argentina/filosofia-garcia-venturini.htm |