Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
Peronismo Sindical Una estrategia para marzo El personaje rubio empapó el pañuelo en el sudor que perlaba su cuello y adhería al torso la sutil guayabera, definiendo bajo ella los contornos de la camiseta sintética; en la penumbra del salón, los otros rodeaban la mesa interminable, charlando y fumando, mientras se agotaban los lamparazos del flash, hacia la medianoche del caliginoso 7 de enero. “¡Caracho!”, dijo el rubio hablando como para sí. “Che, Andrés —la voz saltó ahora sobre la mesa—, ¿conocés el del loro en la heladera?” “No”, admitió Andrés Framini, semioculto tras sus gafas oscuras. Una carcajada general acogió, jubilosa, el prolegómeno del nuevo chiste. El narrador era Augusto Vandor, emir de los obreros argentinos; ellos se llamaban Andrés Framini, Amado Olmos, Néstor Carrasco, Julio Guillan, Demetrio Lorenzo, Ramón Elorza, Miguel Gazzera, Adolfo Cavalli, Anteo Poccione, Gerónimo Izeta, Rogelio Coria, Orfilio Andrade, Elpidio Torres, Américo Cambón, David Diskin, Demetrio Ramírez, Alfredo Allende, Pablo Garriguez, Gustavo Soruco, Segundo Pasayo, Maximiliano Castillo, Marcelino Mansilla: los representantes visibles de Juan D. Perón ante los trabajadores, los miembros de la Mesa Coordinadora de las 62 Organizaciones Sindicales Mayoritarias. Las chanzas sólo matizaban el clima de angustiosa expectativa; Vandor y los suyos debían resolver, simultáneamente, un sistema de tres ecuaciones políticas: 1) Poner en práctica las últimas instrucciones de Perón, que declaran la guerra total al sistema vigente en la Argentina; 2) Conciliar aquellas con la avidez de los cuadros medios justicialistas por asomarse a los comicios del 14 de marzo; 3) Resolver el problema interno de la CGT, donde el insurgente José Alonso desafiaba la voluntad de Vandor y exigía su reelección en el puesto de secretario general, en la reunión nacional del 18 de enero. Cuando el fotógrafo de PRIMERA PLANA salió, las puertas se cerraron en el hermético salón del segundo piso, en el Sindicato de la Sanidad, Saavedra al 100, Buenos Aires. Los trabajadores peronistas vinculados con el sector ortodoxo del movimiento debían sortear una difícil encrucijada. El fracaso reciente del retorno había mellado su influencia ante la masa; a la vez, fortalecía la existencia cada vez más concreta de un neoperonismo integrado en el régimen, cuyos ofrecimientos de candidaturas lo hacen altamente seductor ante los ojos de los gremialistas desperdigados en todas las provincias. Por el flanco izquierdo, tras la estela de Vandor, los grandes peces marxistas van absorbiendo uno a uno a los desilusionados: estos se incorporan al ya ponderable peronismo insurreccional que hostigó a la conducción —acusándola de frágil y negociadora— durante el proceso previo al fallido retorno. Por otra parte, la ausencia de una constante supervisión del ex presidente —incomunicado en Madrid—, con sólo la presencia económica y los contactos internacionales de Jorge Antonio, adelantado en Asunción del Paraguay, complicaban objetivamente el proceso. Sin embargo, la codicia electoral de los cuadros medios y políticos los hacen aptos para la batalla de marzo; al margen de ellos, en las entrañas de la masa, se oye rugir un descontento que parece fácilmente capitalizable. En la reunión del 7, todos los amigos de Vandor se pronunciaron por la concurrencia; Néstor Carrasco, en cambio, azotó al régimen y a sus comicios. Curiosamente, Vandor lo acompañó y se declaró abstencionista, “aunque apoyaré lo que ustedes decidan”, dijo. “Lo que pasa es que Vandor quiere tener juego en sus manos, en marzo, por si el gobierno nos hostiga demasiado y debemos decretar la ausencia de las urnas”, explicó un delegado. “Yo no sé por qué le llaman Lobo —acotó José Alonso a uno de sus íntimos—, si en realidad es un zorro, ¡y qué zorro!” Con todos aquellos elementos Vandor armó una sola táctica y resumió la situación; se comenzará “la guerra integral, por todos los medios, en todo lugar y en todo momento”, como lo ha exigido Juan Perón. No obstante, esa guerra llevará engarzada, como una batalla más, la concurrencia a las elecciones en marzo. Así Vandor conseguirá neutralizar la ofensiva insurreccional y hasta intentará comandarla: los atentados individuales continuarán; en todos los sectores laborales se reavivarán, intencionadamente, los dormidos problemas. También se conseguirá satisfacer, en marzo, a los concurrencistas. Nadie discute en el mundo gremial que José Alonso llegó al comando de la CGT gracias al apoyo de Vandor, quien lo controló hasta que Alonso comenzó a vivir ambiciones propias. Recientemente amenazó con predicar la concurrencia a través del partido neo-peronista de la Justicia Social y con apoyarse en los sindicatos independientes (antiperonistas) para reelegirse titular de la CGT nuevamente. Vandor hubiese preferido colocar allí a una figura más aguerrida para esta etapa de lucha: quizás al portuario Eustaquio Tolosa. Pero la división de la CGT no le conviene, obviamente; entonces negoció con Alonso. El plenario de la Mesa Coordinadora apoyó la concurrencia y se declaró satisfecho “con la actuación del compañero José Alonso al frente de la CGT, en el último período”. Para los postrados en la lucha gremial, Vandor tendrá ahora candidaturas que distribuir; para los desilusionados de la puja política habrá cargos en el aparato sindical. Entre todos, dificultosamente irán reconstruyendo el descalabrado y monstruoso ariete peronista: una vez más éste será dirigido al plexo solar del régimen liberal el 14 de marzo y cada uno de los días anteriores a él. En busca de un knock-out El 19 de setiembre de 1955 los sindicatos fueron asaltados por comandos civiles; los cuadros, los muebles, los “libros para ciegos” fueron quemados en las calles y luego aventadas sus cenizas. Seis mil gremialistas entraron en las cárceles y quedaron inhabilitados para la conducción. Hasta el 13 de noviembre la CGT siguió autónoma, en manos de Framini y Natalini: el veedor revolucionario, teniente coronel Manuel Reimúndez, trataba de suplantar los claros de las filas sindicales con hombres de la primera hora peronista: Juan Gay, Cipriano Reyes. “Es un peroncito”, opinaron los sucesores de Eduardo Lonardi, y lo exiliaron, discretamente, en la embajada argentina en Londres. Cuando asumió Aramburu, los sindicatos quedaron formalmente intervenidos por oficiales de las Fuerzas Armadas, predominantemente con marinos asesorados por gremialistas libres. “Pero la organización no se perdió”, aseguran hoy los peronistas: hombres como David Diskin y Salvador Zuccotti armaron la CGT Negra primero, y más tarde la CGT Auténtica. En las fábricas, algunos gremialistas con ascendiente continuaban logrando oficiosos arreglos con el sector patronal, pero cualquier gestión debía homologarse ante el interventor para ser legal. “No dar salida a la usurpación”, escribió Perón a los dirigentes de la CGT Auténtica: así se hurtaron éstos a las elecciones sindicales qua ofrecía la Revolución. “La Revolución quería aprovechar nuestras inhabilitaciones”, revelan ahora Espejo, Santín y Soto. En realidad, de ellas se aprovecharon, en cambio, Vandor y sus amigos: en 1955 y 1956 Vandor se distinguió por su resistencia activa al gobierno revolucionario; en esos años estuvo detenido por un total de seis meses: al salir de la cárcel atizó la concurrencia a elecciones sindicales. Enfrentando las instrucciones de Perón y el encono de la CGT Auténtica surgió el nombre de Vandor en la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), el de Amado Olmos en Sanidad, Eleuterio Cardozo en el gremio de la Carne, Manuel Carullas (Transportes), Andrés Framini (Textiles). Pronto formaron la Intersindical con el sector comunista (por la abstención del peronismo, en el gremio de la Construcción, con 23 mil inscriptos, se había impuesto con sólo cuatrocientos votos el comunista Rubens Iscaro Luque). Juntos, ambos núcleos torpedearon, a fines de 1957, el Congreso General de la CGT. En la votación previa para definir la comisión de poderes, el peronismo obtuvo mayoría; en seguida consiguió demostrar que los sindicatos independientes (oficialistas) habían abultado sus padrones y vertían al Congreso más delegados que lo reglamentario. Los peronistas se retiraron. Entonces cundieron los rumores sobre negociaciones entre el gobierno y los comunistas: ellos deberían permanecer en el Congreso si querían obtener la personería para el PC. Rubens Iscaro desmintió, airado, pero la unidad comunista-peronista se rompió. Del Congreso se habían retirado 62 Organizaciones peronistas y 19 comunistas. Quienes quedaron en él formaron las denominadas 32 Organizaciones Democráticas. Las 62 Organizaciones —ahora son 49— constituyeron un bloque estable de gremios dominados por el peronismo. Las agrupaciones minoritarias de otros sindicatos quedaron integradas por Vandor, en 1964, dentro de la CGT Auténtica, que ahora se llama UNTAP (Unión Nacional de Trabajadores Auténticos Peronistas) y que regentea su amigo Avelino Fernández. “En 1957 no hubo CGT libertadora", esgrimen triunfalmente los jefes laborales de hoy. Perón había indicado la abstención en las elecciones sindicales; el fracaso del Congreso demostraba, sin embargo, que desde su independencia los nuevos dirigentes servían mejor a los impactantes objetivos del desterrado. Esto lo probaron en las elecciones de convencionales Constituyentes (1957), cuando la orden de voto en blanco fue disciplinadamente distribuida por la difusa red de las 62; quizá por ello Perón designó a Vandor, Cardozo, Olmos, Framini y Cavalli en el Comando Táctico, un nuevo organismo de conducción política local. Precisamente, fue Adolfo Cavalli quien poco después trajo de Ciudad Trujillo (hoy Santo Domingo) un ejemplar autenticado del pacto que en Caracas habían suscripto Perón, Arturo Frondizi, Rogelio Frigerio y John W. Cooke. La orden dio el triunfo a Frondizi, lo llevó a la Casa Rosada en 1958. El 27 de mayo de 1958 Frondizi levantaba las intervenciones a los sindicatos; el 15 de junio la Unión Tranviarios Automotor expulsaba al doctor Carlos A. de Dios —nombrado por la Revolución— de su elenco médico. “Fue una provocación peronista”, concluyen ahora los frondicistas: todo el gremialismo médico, antiperonista, protagonizó un enfervorizado enfrentamiento huelguístico con el ministro Héctor Noblía. No obstante, cumpliendo con el pacto de Caracas, el 25 de julio el Congreso Nacional aprobaba la Ley de Asociaciones Profesionales, que deposita la conducción sindical en manos de las mayorías obreras; obviamente, en manos del peronismo. “A pesar de que el pacto establecía lo contrario, el peronismo quería gobernar junto a nosotros”, sostienen documentados asesores de Frondizi. “Para eso presionaban —estiman— sin darse cuenta que las condiciones objetivas (Fuerzas Armadas antiperonistas, etc) no lo permitían.” El democristiano Horacio Sueldo, amante de la legalidad, denunció el 8 de agosto la preparación de un golpe de estado en los gabinetes gorilas. El 6 de agosto, como Frondizi mandó al Congreso un mensaje propiciando la privatización del Frigorífico Municipal, el mismo 8 de agosto las 62 se ubicaron frente al gobierno de Frondizi. “Claramente sirvieron así al esquema gorila —conjeturan los frondicistas, y añaden—. Esto se debe a la inorganicidad en los planes del peronismo gremial, que sólo responde a la estrategia de Perón.” “Para conducir a la clase obrera el peronismo no puede ser excluyente de otros sectores, es cierto —admitió un sesudo dirigente el miércoles pasado—. Pero tampoco puede excluirse de la vanguardia. O transforma al régimen —explicó— o queda atrapado en él.” Entre 1958 y 1962 Vandor movió sus hilos, públicamente, en la oposición a Frondizi; ocultamente mantuvo contactos con el Ministro del Interior, Alfredo Vítolo, hasta quien le llevó un amigo común, Raúl Salinas: La conducción de las 62 navegó en un océano de contradicciones. Mientras los gremios grandes, acaudillados por Eleuterio Cardozo, Manuel Carullas y Vandor, se resistían a atacar al gobierno, los sindicatos chicos capitaneados por Amado Olmos tomaron el camino de la insurrección. Los peronistas reconocen ahora que John William Cooke tenía indicios de que estallaría un golpe de estado contra Frondizi en el comienzo de 1959: entonces Sebastián Borro, del Frigorífico Nacional, precipitó el problema generado por la privatización y las 62 lo siguieron en una huelga general revolucionaria. “Si aguantan cuarenta y ocho horas, Perón vuelve al país”, prometió Cooke. No ocurrió, pero la policía invadió los principales sindicatos. Al llegar a la Unión Obrera Metalúrgica treparon por el ascensor; Vandor deliberaba en los altos y bajó, armado, por la escalera. Al llegar a la salida la vio taponada por detectives: volvió sobre sí y remontó la escalera a grandes zancadas, para escapar por los techos. Sin que lo advirtiese, el revólver se le escurrió y cayó al suelo. El arma se disparó y Vandor, pensando en que era atacado, mientras daba más largas a sus piernas comenzó a gritar: “¡Traidores. .. traidores; no tiren por la espalda!”... Al día siguiente de la huelga la nutrida línea dura desplazó a Vandor y expulsó a Carullas, comprometido con Frigerio, y a Eleuterio Cardozo; Perón lo confirmó. Así, los pequeños sindicatos se encaramaron a la cima de las 62 Organizaciones. Vandor inició en ese momento un doble trabajo: atraerse a Amado Olmos, el teórico de esa línea —su amigo de hoy— y apartar a Andrés Framini, positivo agitador y figura relevante entre los chicos a quienes aportaba la Asociación Obrera Textil, un sindicato grande. La ocasión elegida se presentó en 1962. Perón quería postergar la concurrencia electoral hasta 1964, para producir un hecho desgarrante en la renovación presidencial. Olmos y Vandor le arrancaron el permiso para presentarse en marzo de 1962. “Contrariamente, nos presentaremos igual con el nombre de Partido Obrero” le habría espetado a Perón el díscolo Olmos, de antecedentes marxistas. “Ahora Framini se convertirá en político y dejará el sindicalismo”, musitaban, complacidos, los amigos de Vandor. Exteriormente, las 62 Organizaciones golpearon otra vez —como en 1957, 1958, 1959— sin el resultado previsto: después de anular los comicios que convirtieron a Framini en gobernador de Buenos Aires, el gobierno de Frondizi fue derrocado, pero el frente antiperonista se cohesionó, en vez de dividirse. El peronismo salió agotado. Para reacondicionarlo Vandor promovió la agitación, algunos de cuyos ramalazos hasta mellaron a un peronista ligado a Jorge Antonio: Vicente Saadi. Públicamente, Vandor elevó a Matera, esto es, la conciliación y la tregua con el sistema. “Sabíamos que nos iban a proscribir”, aducen ciertos dirigentes gremiales para explicar su poco entusiasmo por el Frente Nacional y Popular que negoció el político Alberto Iturbe. “Lo hicimos, finalmente, porque al caer deseábamos que también otros quedaran colgados de las púas del alambre”. Los colgados: Arturo Frondizi, Basilio Serrano y Vicente Solano Lima. Pero la indicación de votar en blanco fracasó el 7 de julio de 1963, incluso en el ambiente gremial; Perón había admitido las tácticas de Vandor a condición de que el peronismo siguiera golpeando al régimen. Ante la dispersión, el ex presidente se vio obligado a reorganizar el movimiento, pero temeroso de aquella vieja amenaza, el partido obrero, cedió la conducción al cuadrunvirato de orientación marxista como la de Rubén Sosa, amigo de Héctor Villalón, y Julio Antón e Hilda Pineda. El cuarto era Framini, que no había desaparecido. Con renovada fuerza, Vandor atropelló a Sosa desde las 62 Organizaciones. “Quería entregarlas a Fidel Castro”, acusan a Sosa, furibundos, los amigos de Vandor. Ante el Lobo, Perón debió ceder nuevamente y recompuso la comisión reorganizadora fundando el heptunvirato, claramente vandorista (Juana Matti, Framini, Carlos Gallo, Antún, Jorge Alvarez, Miguel Gazzera y Delia Parodi). El partido, el movimiento en suma, volvió así a la férula del tajante metalúrgico; sin embargo Perón retuvo siempre la iniciativa estratégica y su fantasía concibió la Operación Retorno. El ariete formidable subordinó a ella el Plan de Lucha y los golpes se sucedieron, otra vez, en los flancos del régimen. Cuando hacia la mitad de 1964 algunos militares se interesaron por la táctica gremial, sus contactos buscaron a Vandor; una circunstancia fortuita —su mujer había perdido, en el octavo mes, un hijo en gestación— recluyó en su casa al emotivo Holandés (así lo llaman, también, por el origen de su padre). Fue Alonso el encargado de cultivar esos lazos que luego cimentaron un sólido prestigio en su favor. Fincados en el característico juego peronista: violencia + incertidumbre, los impactos de la Operación Retorno, sucesivos y continuados, no consiguieron, al cabo de 1964, derribar al gobierno de Arturo Illia ni deteriorar la unidad del sistema liberal. Otra vez, alzar la guardia Para intentar una explicación del fracaso y, al mismo tiempo, reorientar la acción, cuatro integrantes de la Comisión del Retorno (Iturbe, Vandor, Framini y Lascano; Delia Parodi, anémica, convalece de una gripe) concentraron a sus efectivos en el Hotel Castelar el pasado martes 5, por la mañana. Los principales dirigentes acudieron a la cita. La indiferencia o el cansancio de muchos militantes se compensó con la aparición de los francotiradores que antes actuaron contra la jefatura desde la sombra. Guillermo Patricio Kelly se paseó, impunemente, entre los líderes ortodoxos. Para enfrentarlo, quizá, estaba allí un mocetón correntino a quien apodan Yamandú; el tireur d’élite que actúa siempre como cosido a la espalda de Vandor, y también El Gallego Julián, de su escolta, al que se le asignan siempre “faenas pesadas”. En el hall y en el bar del hotel se derramó la agresión contenida: hubieron escenas de pugilato y los administradores del hotel admitieron entonces la intervención policial. “Esto ya no era una conferencia de prensa sino una merienda de monos”, acotó, nervioso, el españolísimo Enrique Barone, uno de los patrones. ‘‘Responsabilizamos al gobierno por esta intervención”, fulminó, silbante, el ingeniero Alberto Iturbe, para explicar al periodismo que la conferencia de prensa se había suspendido. Finalmente, los dirigentes se reencontraron con la prensa en la oficina de la agrupación sindical justicialista de Luz y Fuerza, en Pichincha 665, a las 9 de la mañana del viernes 8. Los Sindicalistas, soñolientos por la prolongada deliberación de la noche anterior en las 62 Organizaciones, se agolparon para escuchar otra vez el texto de la última carta de Perón. “La respuesta de nuestros enemigos a nuestro ofrecimiento de paz ha sido la guerra —subrayaba Juan Perón—. La responsabilidad de lo que ha de ocurrir en el futuro recaerá sobre ellos, como las consecuencias.” Perón hace saber, en la carta, que su ausencia del país es sólo provisoria. Cuando la conferencia terminó, en la acera, los grupos adversos a la línea ortodoxa renovaron sus agresiones. “Fue un entierro de lujo”, comentó el marxista Alberto Cairo, uno de los colaboradores del legendario Kelly. Hacia la noche, en un local sindical, el secretariado del Partido Justicialista se acogía con placer a la decisión de las 62 Organizaciones: concurrir a los comicios, previo un período de acción violenta. El punch de marzo En el justicialismo sólo quedan dudas sobre la sigla que se empleará para acceder a los comicios. La del Partido Justicialista, aceptada el 8 de enero por el juez electoral Leopoldo Isaurralde, fue puesta nuevamente en cuestión el mismo viernes por el fiscal del Estado. Probablemente se utilice el lote político de Unión Popular, aunque no se descarta que varias siglas sean instrumentadas para favorecer a una sola, horas antes de las urnas. “Así evitaríamos que el gobierno juegue a la proscripción”, se indica. Más allá de marzo, el futuro del peronismo ortodoxo —donde se inserta Vandor y el peronismo gremial— parece incierto: su estrategia, concebida por Perón con el simple fin de liquidar al sistema, no está dando respuestas a los intereses permanentes de la clase obrera; en cambio, pretenden darle esas respuestas, la concepción neoperonista, que sitúa al movimiento en el nivel de posibilidades de cualquier otra fuerza política, y los postulados frentistas, que le proponen una alianza para llegar al gobierno por escalones sucesivos. “La vuelta de Perón, como simple planteo, es ya en sí un hecho revolucionario —anota un comentario nacionalista de izquierda—. Agudiza la lucha de clases, consolida la conciencia histórico-política, haciendo acelerar el proceso revolucionario; su regreso concreto cuestiona de por sí el poder de las clases usurpadoras y le plantea al sistema una contradicción insalvable”. Cierto, pero sólo en parte: la estrategia de Juan D. Perón no plantea objetivos revolucionarios, más bien se reduce en los medios a una activa gimnasia revolucionaria. A diez años del comienzo de la lucha se admite, generalmente, en las esferas peronistas, que sólo “se ha conseguido probar métodos y fuerzas”. La necesaria finitud de la vida de Perón hace pensar, obligatoriamente, en cuáles han de ser las corrientes ideológicas que asaltarán al peronismo cuando lo inevitable ocurra. ♦ PRIMERA PLANA 12 de enero de 1965 |