Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


revista musical porteña

PARA QUE TANTAS REVISTAS MUSICALES
Por KIVE STAIF
El comprobado negocio de la revista porteña ha estimulado el apetito comercial de los empresarios. Varias salas céntricas han sido ganadas para el género. Pero poco o nada queda del modelo tradicional, derivado de la tradición francesa y el sainete criollo. Ahora rigen, en la competencia, lo espectacular y lo procaz mezclados en dosis excesiva.


NO son demasiado precisos los orígenes de la llamada “revista porteña”, una especie de espectáculo de larga tradición, discutible desarrollo estético y excelentes resultados económicos. Podría llegar a suponerse que tiene un atendible grado de representatividad, porque en su estructura íntima están insertados dos aspectos culturales que en la Argentina se han movido siempre como dos líneas paralelas que sólo en la “revista” han llegado a tocarse.
Por una parte, la revista porteña contiene los elementos espectaculares, aproximadamente suntuosos, que hicieron la tradición de empresas similares de París virtualmente legendarias. El Follies Bergére o el Lido, fenómenos ante los cuales se abrieron desorbitados los ojos de muchos argentinos que entre fines del siglo pasado y principios del actual llegaron hasta la capital de Francia con mucha ansiedad en la mente y pesos fuertes en los bolsillos, esos centros de la diversión parisina inmigraron también a Buenos Aires. El proceso formó parte de otro más amplio, que algunos podrían llamar penetración cultural: la revista eligió al Lido y al Follies Bergére como modelos trasplantables, del mismo modo que una parte de la sociedad argentina (la burguesía en ascenso, la aristocracia vacuna) eligió a Europa como un paradigma cultural.

Lo que fue la revista
Sin embargo, Buenos Aires atravesaba por ese entonces —finales del siglo XIX, comienzos del siglo XX— otra circunstancia histórica menos notoria, menos brillante también, patética a veces, divertida otras, tragicómica siempre: la adaptación al país de una inmigración real y no intelectual, de seres humanos y no de imágenes; del paupérrimo campesinado italiano y español que en la ciudad pampeana debió inventarse oficios inverosímiles, aprender una lengua, recluirse en una miseria diferente pero igual a la que traían de Europa. Si en sus países de origen no podían tener acceso a los equivalentes del Follies Bergére o el Lido, en Buenos Aires tuvieron el privilegio de llegar al escenario. El “sainete” los tomó como protagonistas, junto a los turcos y los judíos que también vinieron a
de lo bueno y lo malo, de lo verdadero y lo imaginado, de lo real y lo ficticio de una sociedad.
Hacia la década del 30, de fundamentales significados políticos para el país, la “revista porteña” incorporó todavía otro elemento singular: se convirtió en tribuna desde la cual se comentaban aquellos significados políticos, se ironizaba sobre la actualidad más inmediata, se castigaba a los personajes grandes y pequeños de la politiquería en tiempos donde el fraude y la coima se habían transformado en lugar común.
De esta fragua del espectáculo que fue la revista porteña emergieron intérpretes inolvidables, esencializados en lo popular: desde Gloria Guzmán y Sofía Bozán, hasta Pepe Arias y Florencio Parravicini, casi no hubo actor o actriz medianamente importante que, hasta pocos años atrás, no hubiese surgido de ese ámbito discretamente pecaminoso o que no hubiera intentado —proviniendo de otros medios del espectáculo— la travesía por la “revista porteña”. Tita Merello, Iris Marga, Dringue Farías, Adolfo Stray, Severo Fernández, Marcos Caplán, Nélida Roca y Alberto Anchart figuran también en una lista que podría tornarse interminable.
La revista porteña erigió asimismo sus templos propiciatorios: el Maipo y El Nacional fueron menos teatros que lugares donde se desarrollaban, noche a noche, ceremonias casi míticas, levemente paganas, estructuradas sobre una complicidad que envolvía indiscriminadamente a quienes estaban sobre el escenario y a quienes llenaban las plateas.

Regresiones y opresiones
Pero los tiempos han cambiado. El negocio de la revista porteña —lo ha sido siempre y el teatro de prosa nunca pudo acercarse a
sus millonarias recaudaciones— se ha extendido. Otras salas, grandes y pequeñas (Astros, Cómico, Sans Souci, próximamente el cine-teatro Opera) han sido ganadas para el género y la competencia, como suele ocurrir, fuerza a recursos que terminan por borrar o hacer equívoca aquella esencialidad del original.
Ahora hay una tendencia cada vez mayor por las formas espectaculares —decorados, vestuario, cantidad de personas sobre el escenario— que son como derivados de la televisión. Y no sólo eso, de la televisión también se extraen las figuras que se quiere imponer en la “revista”, es decir, teniendo en cuenta más la popularidad que la TV —también la publicidad— le ha prodigado que sus verdaderas aptitudes para el género. El ejemplo más reciente es el de Susana Giménez, modelo publicitaria, discreta actriz y bailarina, famosa por la propaganda de un jabón de tocador y por sus relaciones con el boxeador Carlos Monzón. La revista porteña es cada vez más un show y cada vez menos un espectáculo con leyes propias.
Hay aún otro elemento que quiere indicar su deterioro. La procacidad, la grosería de los cómicos, que ha llegado a niveles tan intolerables como que Viva la Libertad!, recientemente estrenada en El Nacional, mereció la pública repulsa de los espectadores desde su primera función. Esto también podría tener una explicación. A medida que en los escenarios de la “revista porteña” se fue perdiendo libertad para el comentario sobre la realidad argentina (la política, sobre todo), esa libertad se fue convirtiendo en libertinaje para la expresión escatológica y la chabacanería. La culpa, si es que la hay, no es sólo de los cómicos como José Marrone, especialista en la materia. Está también en la dura competencia comercial que suele derivar hacia los niveles más bajos en la presunción, no del todo desatinada, de que el público encuentra en ellos una válvula de escape para sus represiones individuales y sus opresiones colectivas. ♦
REDACCION
06/1975
 

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