Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

el secuestro de Ayerza
LA ARGENTINA DE LOS AÑOS 30
El secuestro de Ayerza

Los secuestros de Jaime Favelukes en Buenos Aires y de Florencio Anduesa en Venado Tuerto; el simultáneo de Carlos Gironacci y Julio Nannini, dos chicos de Arroyo Seco; de Abel Ayerza, asesinado en el cautiverio; de Marcelo Martin en una calle de Rosario, y el asesinato del redactor de Crítica Julio Alsogaray, en la misma ciudad, tuvieron un común denominador: la mafia organizada y capitaneada por Juan Chicho Grande Galiffi, quien consolidó su dominio en la ciudad de Rosario, a la que arribó a fines de la década del veinte, como un inmigrante más.
Cerca de la ciudad arrendó una chacra en la cual renovó sus ambiciones de labrador y carpintero. Por su amistad con Benito Mussolini, Galiffi acaparó la consideración y el respeto de sus compatriotas, y hasta se ganó la buena voluntad de Hipólito Yrigoyen al regalarle un sillón maravillosamente tallado por él, según las memorias del hampa. De la inmigración ilegal, a la que ayudó con generosidad, Galiffi seleccionó a los hombres y mujeres con los que más tarde formaría la médula de su organización, a imagen y semejanza de las que señoreaban en Sicilia.
Con el correr del tiempo dejó de lado las tareas rurales y se abocó a perfeccionar la trama de la mafia, que no sólo le daría solidez económica sino también indiscutida influencia política, lo que le permitió desenvolverse con total lenidad en sus fechorías. Tuvo una hija, Agata, a la que en un principio evitó mezclar en sus negocios. Los mejores colegios de Rosario la tuvieron como alumna y al finalizar los estudios regresó al lado de su padre, quien ya no pudo ocultarle que era el más poderoso y temido hampón.
La belleza de Agata subyugó a los hombres, y de ella se valió entonces para escalar hasta un nivel social que le estaba vedado: la aristocracia, y a través de ella la penetración en los grupos económicos claves. Cuando la gente de Galiffi secuestró a Favelukes, Agata vivía un romance con un abogado de Rosario, Enrique Amato, a quien pretendió utilizar para zafar a su padre del acoso policial. Amato se negó y el romance quedó trunco. Los lugartenientes del capo recurrieron entonces a Rolando Luchini, otro abogado que logró la libertad de Galiffi y el fallo que lo eximió de toda culpa.
El asesinato de Abel Ayerza complicó la vida de Chicho Grande, quien debió refugiarse en Montevideo dejando un flanco débil en su organización, de la cual brotó un retoño ambicioso llamado Alí Ben Amar Di Sharpe. Este nuevo zar de la mafia reinó con el nombre de Chicho Chico, pero con un mandato breve y de final trágico. Algunas historias aseguran que fue enterrado vivo por orden de Galiffi, otras que fue ejecutado después de un juicio sumario en el más puro estilo de la cosa nostra, acusado de traicionar al jefe. En 1937 toda la influencia y poder de Chicho Grande se derrumbaron al no poder impedir que el gobierno lo deportara a Italia después de aplicarle la ley de residencia. Pero pese a ello la justicia nunca pudo probarle uno solo de sus delitos, ni siquiera la muerte de su émulo y socio Chicho Chico. Galiffi murió en Milán en 1942 a raíz de un ataque cardíaco en el momento en que los aliados bombardeaban la ciudad.

EL CASO FAVELUKES. El 29 de septiembre de 1932 Jaime Favelukes, un médico ruso, naturalizado argentino, miembro de la colectividad judía de Buenos Aires, recibió en su casa de Paso 527 dos docenas de rosas admirables por su tamaño y colorido. "Feliz Año Nuevo. Familia Rodríguez", auguró la tarjeta que conmemoraba la fiesta hebrea. De sus pacientes, uno solo respondía a ese apellido y Favelukes se apresuró para agradecer el obsequio. "Pero doctor, usted debe de estar confundido —le dijo su cliente—; yo no le envié las rosas." Convencido de que se trataba de un error, el médico optó por hacerlas acomodar en un florero. Seis días después, el 4 de octubre, a las cinco y media de la tarde, un llamado telefónico lo sobresaltó. "¡Doctor, por favor, es una urgencia —dijo la voz—; apúrese, se lo ruego!" "¿Quién es, de dónde me habla?", indagó. Un nombre desconocido y la dirección de Loria 1577 fue la respuesta. Quince minutos después franqueó la puerta de su nuevo paciente a la vez que un presentimiento desagradable se apoderó de él. Tres pasos más adelante sintió cómo en su cuello apoyaban el caño de un revólver. "Esto es un secuestro, doctor; pero cálmese. Si hace lo que le decimos nada le pasará. Le pedimos su colaboración", le ordenaron.
Sobre una mesa y a la luz parpadeante de una vela, Favelukes escribió a su esposa las exigencias de sus captores. Tasaron su vida en 100 mil pesos, y quien los entregara debería recorrer la calle Jonte desde avenida San Martín hasta Lope de Vega llevando una rosa en la mano. A las siete y media de la tarde Francisco Arias, portero de la casa del médico, se inclinó para recoger un sobre abandonado sobre el umbral de la puerta dirigido a la señora de Favelukes. "Querida Rosita. Estoy secuestrado —le avisó—. Mándame cien mil pesos; si no, me matarán." La rosa que exhibiría el emisario, le explicó en la carta, debía ser una de las del ramo recibido cinco días antes. Así, de pronto, el misterioso regalo tuvo sentido para la desolada mujer.
Narcotizado, Favelukes fue trasladado a una casa de la calle O’Higgins 340 de Ciudadela, y allí custodiado por hombres con el rostro cubierto y tocados con sombreros de alas anchas.
Miguel A. Viancarlos, comisario inspector y titular de Investigaciones de la Policía, lanzó a su gente tras las pocas huellas dejadas por los raptores y armó un operativo para rastrear las islas del Tigre, donde suponía que estaba cautivo el médico. Afincados en Ciudadela, los delincuentes temieron que la policía diera con ellos y sin recibir el dinero del rescate, el 8 de octubre, resolvieron dejar en libertad a Favelukes. Abandonado en las inmediaciones de Moreno, debió caminar un par de leguas antes de llegar a la comisaría. “Como no conocía la zona —le contó a un cronista de La Nación—, caminé tratando de orientarme hasta alguna población, y después de cruzar numerosos alambrados divisé las primeras casas del pueblo."
Meses más tarde la investigación policial rindió sus frutos y se pudo reconstruir el suceso. Simón Samburgo, que vivió en San Blas 1882, una de las propiedades de Juan Galiffi, interesó a José Canicatti y a Juan Giardina en sus proyectos, quienes a su vez convencieron del negocio a Miguel Amorelli, Nicolás Traiana, Francisco Ferlisi, Felipe Tomaselli y Nathan Golberg, de origen ruso, como Favelukes. Los tres primeros aportaron los fondos para alquilar las casas de Loria y de O’Higgins, a la vez que Golberg actuó como entregador de su connacional. Salvador Chiarenza, detenido posteriormente en Bahía Blanca, y Canicatti despojaron a Julio Gotifredi de su automóvil, cuando los conducía, en un viaje pactado en 14 pesos, hasta la localidad de Olivera. Samburgo y Amorelli alquilaron la casa de la calle Loria y Canicatti, la de O’Higgins a nombre de Pedro Tarallo. El autor del llamado fue Nathan Golberg, sobre quien pesaba un decreto de expulsión de la Argentina, por ser tratante de blancas. José Canicatti, una vez detenido, dio las mejores guías para la pesquisa; era capo de maffia en Italia, buscado por sus depredaciones igual que Giardina, catalogado como homicida.

EL CASO AYERZA. En el partido de Marcos Juárez, provincia de Córdoba, los Ayerza eran propietarios de la estancia Calchaquí, ubicada entre esa ciudad y el pueblo de Leones. Junto con sus amigos Santiago Hueyo, hijo del entonces ministro de Hacienda, y Alberto Malaver, Abel Ayerza en octubre de 1932 pasaba una temporada en su campo. El 23, quebrando la rutina, decidieron ir, acompañados por el mayordomo de la estancia, Juan Boneto, hasta el pequeño cinematógrafo de Marcos Juárez, donde proyectaban El genio loco. De regreso, muy cerca del establecimiento, un automóvil cruzado en el camino y con las luces encendidas los hizo detener. Boneto descendió a la vez que desde la sombra le preguntaron: “¿Este es el camino que lleva a Marcos Juárez?”. De inmediato el mayordomo se vio rodeado por cinco hombres que emergieron de los maizales ordenando a los demás que descendieran, apuntándolos con sus winchesters. “¿Quién es usted?”, le preguntó uno de ellos primero a Malaver y después a Hueyo. Salteando a Boneto, se encaró con Ayerza. "Entonces —dijo triunfante—, ¿usted es Abel Ayerza?” “Sí, así es, ése soy yo”, respondió. El y Hueyo fueron separados para vendarles los ojos.
El jefe ordenó la partida y agrupados en dos automóviles comenzaron a dar vueltas por el campo, con absoluto dominio del terreno, hasta que se detuvieron para abandonar, maniatados, a los otros dos. “No intenten zafarse de las ligaduras por lo menos en tres horas. ¡Si lo hacen, los matamos a éstos!” Después de hacerles esa advertencia destrozaron los neumáticos del automóvil y lo abandonaron. En menos de media hora Hueyo y Boneto lograron deshacerse de las cuerdas y caminaron hasta la chacra de Domingo Aice, quien les facilitó su Ford para llegar a Marcos Juárez y hacer la denuncia.
El trabajo de los desconocidos, integrados en un comando compuesto por Santos Gerardi, Juan José Frenna, Romeo Capuani, Juan Vinti y Salvador Rinaldi, fue impecable. Desde casi la entrada de la estancia, Ayerza y Hueyo fueron llevados hasta la quinta de Pablo Di Grado, en Corral de Bustos, y alojados allí, aunque posteriormente Hueyo fue dejado en libertad en las afueras de Funes, sin exigir recompensa por ello, pero con instrucciones precisas para la familia Ayerza para que abonara 120 mil pesos en papeles de 1.000, a cambio de la vida de Abel.

EL RESCATE. Adela Arning de Ayerza, madre del secuestrado, no dudó en cumplir las indicaciones trasmitidas por el amigo de su hijo. Varios familiares y amigos contribuyeron para conseguir los 120 papeles de mil pesos y remitirlos de inmediato a Rosario. “Realizado el secuestro el domingo 23 de octubre del año pasado —contaría la señora a La Nación en febrero de 1933—, tuvimos las primeras noticias del hecho por intermedio del señor Santiago Hueyo. Inmediatamente procuramos hacer llegar el dinero al lugar que aquellos indicaron, pero la actividad desplegada por la policía nos obligó a desistir de nuestro propósito."
Mientras tanto el prisionero padecía en un sótano de la casa al cuidado de Juan Vinti y Pablo Di Grado. A las dos de la madrugada, durante siete días, Ayerza era subido del pozo para que respirara un poco de oxígeno, encañonado por los rifles de sus cancerberos.
Como en el secuestro de Favelukes, Viancarlos tomó a su cargo la investigación, pero pese al despliegue policial en Córdoba y Santa Fe, nada se logró para arrojar luz sobre el suceso. Adela Arning, alarmada, intentó nuevamente y esta vez consiguió hacerlo. “Esperamos que nos trasmitieran nuevas indicaciones —relató—, y el sábado 29 de octubre recibimos una carta escrita por mi hijo y fechada dos días antes. En ella anunciaba el pago perentorio de los 120 mil pesos bajo pena de muerte, y nos suplicaba que nos apresurásemos, por nuestra parte, a satisfacer esa exigencia a la mayor brevedad.”
“Al día siguiente, domingo 30 —contó—, se hizo en la ciudad de Rosario el recorrido de la calle San Martín que indicaba el itinerario, encontrando a dos personas que dieron el santo y seña convenido y ajustaron en un todo su actitud a lo que en aquella carta se expresaba. Esas dos personas recibieron, pues, el precio del rescate y manifestaron que nuestra familia podía estar tranquila, porque dentro de uno o dos días, a más tardar, Abel estaría en casa.”
En efecto: ese día, a la una de la tarde, en el lugar donde dos familiares de Ayerza estacionaron su automóvil, otro se apareó mientras uno de sus ocupantes, extendiendo un billete de 10 pesos, interrogó: "¿Hay algo para nosotros?”, que era la señal convenida. El dinero pasó a manos de Salvador Rinaldi y con él desaparecieron a toda velocidad por la calle San Martín. Cuando los 120 mil pesos fueron repartidos, dos días más tarde, los captores ordenaron a la gente de Corral de Bustos que llevaran al prisionero a Rosario. Además, la policía azuzada por Viancarlos había dado comienzo a un operativo a fondo y Víctor Fernández Bazán, otro comisario de Investigaciones, había detenido a Anselmo D’Allera, propietario de la quinta y una de las claves en la trama del secuestro.

EL TELEGRAMA. Juan Vinti, guardián de Ayerza, sospechando que su compadre D’Allera había caído preso, decidió desaparecer de la quinta llevándose al rehén en su custodia hasta el trigal no muy lejano de Campo Carlitos. En Corral de Bustos quedó Alcira D’Allera, la mujer de Anselmo, quien a principios de noviembre recibió un telegrama ordenando: "Envía el cerdo, urgente”. La mujer no comprendió el sentido de la orden y viajó hasta Rosario. Allí se enteró de que el rescate había sido abonado y que "enviar el cerdo” significaba llevar al secuestrado a Rosario para ponerlo en libertad.
De regreso no pudo encontrar a Vinti para informarlo, porque de ello dependía la vida de Ayerza. Asustado, en Campo Carlitos, Vinti dudó de sus compinches al carecer de noticias y el 13 de noviembre, a las once de la noche, asesinó a Ayerza de un escopetazo por la espalda y casi a quemarropa. Temblando, Vinti se inclinó sobre el cuerpo de su víctima por si hubiera sido necesario rematarlo, pero Abel Ayerza estaba muerto, como sus asociados no lo querían. Al regresar a Rosario, Capuani y Gerardi se abalanzaron sobre él pidiéndole explicaciones por la ausencia del secuestrado. "Nos ha ocurrido una desgracia —trató de conformarlos—: lo he pasado al otro mundo.” "¡Estás loco. Han pagado el rescate!”, rugió uno de los mañosos. "No, no estoy loco. Yo no sabía nada de eso porque ustedes no me avisaron”, contestó sin ahondar más su explicación.

LA INVESTIGACION. El esclarecimiento del secuestro significó la tercera victoria de la Policía Federal con respecto de la mafia en ese terreno. La primera fue en el caso Gironacci y Mannini, y la segunda en el de Anduesa, gestado en Rosario por la gente de Galiffi o por maleantes subsidiarios del capo.
Mientras que Viancarlos estructuró los planes de investigación en Buenos Aires, Fernández Bazán se trasladó a la delegación de Marcos Juárez. Sin embargo, a los jefes los invadió el desaliento cuando se enteraron del pago del rescate porque, pese a ello, Ayerza no daba señales de vida. Se plantearon algunas dudas sobre si la mafia había quebrado su tradicional sentido de cumplir con la palabra empeñada, o si tal vez los que recibieron el dinero decidieron traicionar a sus amigos. Ambas cosas eran posibles, pero difícil de saber. Se pensó también que entre los captores se hubiera producido una estafa y Ayerza pagara las consecuencias. Lo más sensato, concluyeron casi todos los que seguían atentos la marcha de la pesquisa, era pensar que los desconocidos trataban de ganar tiempo para su seguridad.
La investigación recaló en el bajo mundo de Rosario y algunos recibieron generosa recompensa por sus noticias. Así fue como se logró llevar a la cárcel a Carmelo Vinti, hermano de Juan, el asesino. Carmelo fue conducido a Buenos Aires y los interrogatorios terminaron por minar su negativa de contar lo mucho que sabía. Por fin confesó: "Ayerza ya no existe. De él sólo encontrarán su cadáver. Ha sido muy desgraciado todo esto, pero lamentablemente no sé dónde está enterrado”. Después se excusó: "Jefe yo nada tengo que ver con la mafia”, pero enteró a la policía que Abel había sido muerto de un tiro disparado por su hermano Juan y que los responsables más directos eran Carmelo Frenda, Santos Gerardi y Romeo Capuani. "A todos ellos —concluyó— ustedes podrán encontrarlos en Rosario.” Carmelo Vinti murió en su celda después de la confesión, pero dejó el rastro que permitió detener en Berazategui a Salvador Rinaldi y en Rosario al hermano de éste, Cayetano, y a José La Torre, quienes ampliaron el panorama.
El 22 de febrero de 1933 Fernández Bazán cablegrafió a su jefe Viancarlos desde Rosario para enterarlo de que todos los antecedentes los había puesto en manos del juez de Instrucción y además le anunció la captura de dos mujeres: Concepción Marino de Rinaldi y María Salvella de Marino, encargada esta última de llevar las cartas que Ayerza escribió a su familia, tarea por la cual percibieron 4 y 5 mil pesos cada una. Pero la perla que la policía pretendía era Chicho Chico Di Sharpe, también conocido como Francisco Morrone, un giovani d’onori de la mafia, sobre quien caían todas las sospechas, pero ninguna prueba. La otra perla, Juan Galiffi, era casi inaccesible para cualquier investigación que se pretendiera llevar. Tras ellos se ampararon José Frenna, Santos Gerardi, Romeo Capuani y Juan Vinti, simples malandrini, la casta plebeya de la organización.
Cuando la policía detuvo a Frenda, meses después de consumado el asesinato de Ayerza, se comportó tan dócil como Carmelo Vinti. "Es un canario que canta muy bien. Una maravilla de canario”, lo definió la prensa. Tras sus palabras, cayeron Capuani, Vinti, Gianni, quienes, acollarados con Latorre y Girardi, formaron la plana mayor que realizó el secuestro.

LOS RESTOS. Después que Vinti consumara el asesinato, el cadáver de Abel Ayerza quedó esa noche a la intemperie y luego permaneció 8 días sepultado en medio del trigal de Campo Carlitos hasta que puesto en libertad Salvador D’Allera, por falta de pruebas, lo exhumó para trasladarlo a Chañar Ladeado, a unas cinco leguas de Corral de Bustos.
El sitio fue detectado por Fernández Bazán tras la captura de Pedro Gianni, quien vivió a una legua de la estancia Calchaquí. El 22 de febrero la familia Ayerza partió hacia Corral de Bustos para traer a Buenos Aires los despojos de Abel. Cuando llegaron, la capilla ardiente rebosaba de gente del pueblo y amigos de la familia, que hicieron guardia de honor junto al féretro. Al mediodía del 23, cuatro meses después del secuestro, los restos fueron trasladados hasta Venado Tuerto para desde allí embarcarlos hacia la Capital, en compañía de Horacio, Eduardo y Hernán, hermanos de la víctima; Santiago Hueyo, Miguel Gambini, Horacio Zorraquín y Juan Boneto. A las ocho de la noche el andén número 1 de Retiro fue copado por una multitud que esperó la llegada del tren. Representantes oficiales, gente del gran mundo porteño, delegados universitarios (Ayerza era estudiante ¡de medicina) y deportivos, jefes del Ejército y amigos se apretujaron entre los empleados que regresaban a sus casas y curiosos que anhelaron ver la culminación del drama cuando bajara el ataúd. "¡Justicia! ¡Justicia!", se escuchó clamar por algunos rincones, acallados al final por el resoplido de la locomotora.
Alfredo Villegas Oromí, en nombre de la Legión de Mayo, un grupo nacionalista que apoyó a Uriburu, condenó el crimen trepado sobre el estribo del automóvil fúnebre.
El velatorio se realizó en Ayacucho y Posadas, en la casa de los Ayerza, y el 24 a las 11 de la mañana sepultados en la Recoleta. Los patrulleros de la policía abrieron el camino para el cortejo, cerrado en su marcha por un pelotón de legionarios. A la entrada del cementerio los ministros de Hacienda y Justicia, el jefe de la Policía y otros funcionarios, llevaron la representación
oficial. Después de la misa rezada por el padre Muns habló en nombre de la familia del extinto Juan Antonio Bourdieu. "Apenas me atrevo a turbar este gran silencio. Sólo la voz del sacerdote parece que debiera sonar aquí para ofrecer a Dios, como martirio propiciatorio el sacrificio de este nuevo Abel.” Enrique Loncán, por su parte, y en nombre de los amigos, desbordó su vena poética: "Todo se perdió una noche de primavera en la inmensidad del campo florido, ante el estupor impotente y solitario de las estrellas”. Por incitación de Villegas Oromí, se improvisó una columna que llegó a la Casa de Gobierno para reclamar al presidente Justo una selección de la inmigración, en el preciso momento en que el mandatario se retiraba hacia su casa. La Acción Nacionalista Argentina fue más drástica en su protesta, denunciando que "el crecimiento de la criminalidad es uno de los índices que señalan el comienzo de la crisis del liberalismo”. También la Bolsa de Cereales detuvo por dos minutos sus transacciones para rendir homenaje al difunto.
Finalmente, el 4 de julio de 1939, después de siete años de cometido el crimen, se produjo el fallo por el asesinato de Abel Ayerza. Esa tarde la Cámara de Apelaciones en lo Criminal de Córdoba dictó sentencia en segunda instancia en el proceso instruido contra los autores del secuestro y asesinato. Fue el final de un abrumador y accidentado proceso en el que la justicia permitió el juego chicanero para dilatar el fallo.
Por motivos de jurisdicción actuó, en primer término, el juez de crimen de Villa María, recusado de inmediato, por lo que los autos debieron pasar al juez en lo Civil y Comercial y luego al de Paz, para que finalmente tomara intervención el asesor letrado, todos de Villa María. Pasados los antecedentes a la ciudad, el proceso no varió y seis jueces de crimen pasaron el expediente a otros tantos magistrados en lo Civil, llegando a conformarse un mamotreto de casi 2 mil páginas.
Cuando el juicio había tomado celeridad por la acción de Agüero Piñero, uno de los jueces que intervinieron en el proceso, Juan Vinti en 1936 asesinó en la cárcel a José Frenda, uno de los acusados, y Alcira D’Allera, testigo invalorable, murió en su celda de la cárcel del Buen Pastor. Vinto y Frenda estaban enemistados por las declaraciones que ambos hicieron durante el proceso, acusándose mutualmente. Alojados en el pabellón número 7, el primero quiso vengar la deslealtad de su amigo, y lo esperó a que pasara por su celda para aplicarle un puazo que se metió 10 centímetros en el pecho de Frenda.
La sentencia final condenó a prisión perpetua a Romeo Capuani, José La Torre, Vicente Di Grado y a su hermano Pablo. A Juan Vinti le correspondió la misma pena, aunque negó haber sido el autor de la muerte de Ayerza, pese a las pruebas en su contra. Pedro Gianni, quien informó sobre el lugar donde se hallaba la fosa en la cual fue sepultado Ayerza, recibió 10 años de prisión, y Salvador Rinaldi fue absuelto junto con María de Marino y Graciela Marino. Pero el corolario llenó de estupor a los Ayerza. Adela Arning, madre del muerto, debió pagar 4 mil pesos de honorarios a los abogados defensores de Paula Dazzo de Di Grado, esposa de uno de los asesinos de su hijo, a pesar de que la indemnización regulada por el juez, era favorable a los demandantes en 300 mil pesos.
El secuestro y la muerte de Abel Ayerza fueron, junto con el atentado que le costó la vida al senador demócrata progresista Enzo Bordabehere y el martirio de Marta Sturtz, los crímenes de la década. "Delito extraño a la delincuencia criminal —pontificó el juez—. Por sus modalidades exterioriza los procedimientos de las organizaciones criminales italianas, que se pretenden instalar en nuestro país, encubiertas por la inmigración.” Para esa afirmación el magistrado señaló el origen de todos los participantes y la vinculación que enraizaba en los jefes de la delincuencia.
En julio de 1941 La Fronda, el diario fiel al ideario del 6 de septiembre de 1930, tronó contra el sistema judicial argentino. "En la época del gobierno provisional se logró contener una ola de crímenes por medios rigurosos y severos que terminaron con la lenidad del yrigoyenismo. La derogación de la pena de muerte es incomprensible." Cuando en 1937 Agüero Piñero falló en primera instancia, alertó sobre la lentitud del proceso y llamó la atención de esta manera: “Bien, pues, debe reconocerse que todo ha conspirado para la morosidad de esta causa; y, seguramente, más de una vez podrán presentarse casos como el presente, si no es reformada nuestra legislación procesal, evitándose en lo posible que duerman los expedientes o se zarandeen en vericuetos procesales, mientras la sociedad clama por justicia".
La Fronda con su petición de reimplantar la pena de muerte y el juez con su recomendación de depurar el sistema judicial, reavivaron en años distintos el recuerdo de Abel Ayerza. Pero por sobre los dos métodos, la justicia fue el reflejo de una década que reveló la quiebra de todo un sistema. ♦
Juan Carlos Insiarte
PANORAMA, NOVIEMBRE 10, 1970

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