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Teatro: Entre pelos y señales

Aquel 25 de Mayo, la cooperadora del colegio programó una velada con números folklóricos, recitados y un cuadro alegórico sobre las Niñas de Ayohuma. Sin embargo, cuando los más entusiastas advirtieron que la confección del vestuario podía agotar los fondos de la institución, la fiesta estuvo a punto de reducirse al discurso de la directora y a un reparto final de caramelos. Una de las maestras, animadora infatigable de un grupo filodramático, suministró la idea salvadora: alquilar los trajes en una sastrería teatral.
"Lo que ocurre es que cada vez trabajamos menos con el teatro y la televisión y reclutamos más clientes entre los aficionados, las escuelas y los clubes”, comenta Ana Vaicate de Arduino, propietaria de una de las más antiguas peluquerías y sastrerías teatrales. Fundada por su marido, don Esteban, en 1924, la firma comenzó a fabricar pelucas, bigotes, postizos, apliques y otros elementos pilosos.
“Como a mí siempre me gustó la costura, cuando me casé, en 1938, incorporamos la sastrería”, evoca la matrona, mientras circula por su negocio laberíntico en Montevideo y Bartolomé Mitre. Los pasillos están sembrados de máquinas de coser, tablas de planchar, volados, flecos, trajes de gaucho, uniformes de la Independencia, airosos plumajes de vedettes y lánguidas cabelleras con los colores del arco iris.
Los paramentos y bordaduras tienen a veces destinos estrafalarios: algunos fueron enviados a Ushuaia por la aviación militar; otros, transportados por compañías folklóricas en gira, atravesaron toda Europa; un buen lote llegó hasta Oslo para un festival organizado por Aerolíneas Argentinas. Los trajes tardan hasta seis meses en volver a sus estantes. Pero siempre regresan: antes de encajonarlos, el representante del elenco, club o colegio firma las boletas y una garantía ante escribano público.
La señora de Arduino ubica la edad de oro de las sastrerías y las peluquerías teatrales en las décadas del 30 y del 40. “A Narciso Ibáñez Menta le fabricamos 70 trajes para El fantasma de la Opera, con los que sembró el terror en el teatro Ateneo —se solaza—. Y todo por sólo 20 pesos diarios, figúrese.”
El último gran pedido que recibieron los Arduino data de 1968, cuando el director germano Reinhold K. Olszewski tuvo que encasquetar veinte pelucas tipo Luis XV y pegar sus correspondientes bigotes a los actores de Los soldados, el melodrama que desenterró en el San Martín. También los ponchos, sombreros, chiripaes y vestidos de paisanas con que se enfundaron los actores de Martín Fierro (versión del Canal 13) salieron de sus archivos, “pero ningún traje tenía más de diez años ni había sido usado por un actor famoso —sentencia la eficaz patrona—. Apenas un vestido se gasta, lo liquidamos, y jamás compramos ropas de compañías disueltas porque están imposibles”.

El secreto de la botica
Al declinar la edad de oro del teatro, y cuando los escenarios de revistas y algunos del Estado decidieron montar sus propios talleres, disminuyeron las demandas de vestuario, pero no las de peluquería. Ahora, el alquiler de una peluca corta cuesta mil pesos y otra de pelo largo, entre mil quinientos y dos mil por día. Por seiscientos, en cambio, un actor puede convertirse en un tremebundo mazorquero o en un contemporáneo de Abraham Lincoln.
Las claves para elaborar una cabellera artificial son suministradas por Juan José Jellussich, un ex marino mercante que, a la muerte de su suegro, se hizo cargo de la Casa Fernández. “Nosotros (su mujer, su suegra y un empleado) utilizamos sólo cabello natural”, pontifica, y abomina de las fibras vegetales o sintéticas. Da sus razones: rendimiento, brillo, duración y posibilidad de soportar las fuertes temperaturas de un enrulado o de un alisado.
Para conseguir la materia prima recurre a una serie de proveedores que atraviesan el interior del país, “donde las mujeres todavía dejan crecer sus trenzas negras hasta más allá de la cintura”. En algunos santuarios, las ofrendas de guedejas a la Virgen terminan en manos de los peluqueros profesionales. Como en Buenos Aires son raros esos fervores religiosos, el comercio de pelo natural es casi nulo.
La técnica del “implantado” (el tejido de cada pelo en una redecilla de material sintético que reemplaza al cuero cabelludo) es difícil y requiere habilidades y paciencia. Se consuma con finísimas agujas de ganchillos, una labor sólo comparable a la que demandan los encajes de Brujas, el ñanduty o la randa tucumana.
“En cuanto a los bigotes y las barbas de escena que deben pegarse con mastic, prefiero venderlos —aclara Jellussich— y no alquilarlos, por una simple cuestión de higiene.” Una barba de las llamadas de “elástico” —que se ajustan a la cara con una banda de goma casi invisible— ya es otra cosa: por su alquiler, la Casa Fernández reclama hasta 600 pesos diarios.
Más de cinco mil rulos, postizos y otras gamas pilíferas se acumulan en los estantes de la calle San José. Algunos de ellos coronaron las cabezas venerables de José Gómez, Enrique Muiño y Luis Arata: la colección fue iniciada por el fundador, José Fernández, en 1934.
Pero es en los tres pisos que rige Juan Gidres donde culmina la imaginería de Buenos Aires. Secundado por su hijo y un batallón de artesanos, Gidres sigue trabajando como a los 20 años, cuando emigró de Italia y entró como oficial en la Sastrería Muso. Al casarse con la hija del patrón heredó el negocio. Todavía conserva el aire de lo que ya era entonces: un personaje de Balzac.
“A partir de 1952, la televisión —supone— salvó una artesanía tan vieja como el teatro, porque ahora una comedia con trajes de época sólo se ve de tanto en tanto.” Los últimos vestuarios con antiguallas que recuerda haber confeccionado son los de Amalia y El mercader de Venecia, ofrecidos en el Cervantes en sus primeros años como sede de la Comedia Nacional. Los atuendos más baratos se alquilan entre 200 y 300 pesos por día, y los más caros pasan la rampa de los tres mil.
En la época mejor, una compañía de zarzuelas le oblaba 20 pesos diarios por los disfraces completos de sus primeras figuras, coros y comparsas: todo un punto de referencia para detectar la historia de la inflación argentina, “si se tiene en cuenta que entonces costaba 10 lo que hoy cuesta 500”.
Por razones sentimentales, Gidres conserva en sus archivos ropajes de Parravicini, Podestá, Alippi, Casaux y sospecha que entre los usados por la compañía de Pierina Dealesi, en el Liceo, hacia 1940, sobreviven algunos que vistió Eva Duarte. El hijo de Gidres, delfín de la firma, no consigue identificarlos. “Si hubiéramos sabido el destino histórico que aguardaba a Evita —declama—, con seguridad serían las máximas reliquias de la casa.
No son sólo motivos sentimentales los que impiden a Gidres desprenderse de sus viejos trajes o comprar los de los elencos que se disuelven. “De pronto, una pieza estrenada hace 50 años se pone de moda otra vez —profetiza—; allí estarán los originales
que pueden servir de modelo porque nuestro negocio también roza los límites del museo.”
Entre museo y depósito de ropa vieja, toda sastrería teatral exige no sólo cortadores, costureras, archivistas, sino también una buena dosis de erudición. La artesanía, por eso, acabó siendo familiar y transmitiéndose de padres a hijos o de suegros a yernos. “Si no se conocen los secretos necesarios —proclama Gidres—, una sastrería teatral no vale nada.”

Sólo en los escenarios
Raúl Lastoria, gerente de la sastrería teatral Machado, en Viamonte al 1600, también forma parte de una tradición totémica. Desde que se casó con Arminda Juana Machado, hija del fundador de la firma, aprendió esas trampas de un oficio “que siempre varían con el tiempo”. Su suegro, don José, vino del Brasil —casi adolescente— para trabajar en la sastrería del Colón. Dos años después pasó a ser jefe de los talleres del Porteño.
Machado tuvo su primera oportunidad a la llegada de Madame Rasimi, quien revolucionó los espectáculos revisteriles. Desde entonces, todos los teatros frívolos se tiñeron con el estilo del Folies Bergére o de las salas ubicadas en Pigalle. La segunda Presidencia de Yrigoyen puede ser tomada como un hito referencial en la historia del teatro de variedades porteño. "Como no había entonces bocetistas, el realizador del vestuario unía ambos títulos —recuerda Lastoria— y mi suegro satisfizo todos los caprichos de la Rasimi.” Después de independizarse, Machado se especializó en ornamentos revisteriles hasta que los teatros fraguaron sus propios talleres.
A partir de ese avatar, se volcó hacia el cine argentino: la casa vistió a todas las criaturas de 'La muchachada de a bordo', 'La guerra gaucha', 'Pampa bárbara', 'La vida de Albéniz', 'Y mañana serán hombres'. Muchos de esos trajes, con una fuerte dosis de naftalina e insecticida, desafían el paso de los años y la voracidad de las polillas.
PRIMERA PLANA
11 de febrero de 1969

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