PERSONAJES:
La vida
perdurable de los Beatles |
La semana pasada, durante la gran
concentración hippie realizada en el Albert Hall de Londres,
el
espectáculo
descendió del escenario a la sala: allí estaban los Beatles.
De pronto, Elizabeth, una texana de 24 años que andaba de
vacaciones, empezó a desvestirse en su butaca: el
strip-tease —completo— la transformó en la vedette
indiscutida de la noche, pero sólo durante el tiempo que
tardó en exhibirse. Luego, las miradas volvieron a Paul Mc
Cartney, Ringo Starr, George Harrison y John Lennon: una
prueba más de que su ascensión hacia la gloria es
irresistible.
La supremacía del cuarteto nunca
fue tan absoluta: la originalidad de sus aportes y su
constante inconformismo prueban que, más allá de sus éxitos,
los juglares son un radar de talento; ningún otro músico de
esta década supo advertir como ellos cuáles eran los gustos
de su generación, para detectarlos primero y luego
sublimarlos, hasta tocar algunas veces los bordes de la
genialidad.
En Francia, por ejemplo, 60 mil
ejemplares de su último álbum (precio: 10 dólares) se
vendieron en tres semanas. Dieciséis de las treinta
canciones llevan la firma Lennon-Mc Cartney, el tándem que
en tres años ha compuesto 146. Tonificante, paródico,
nostálgico, el álbum pasa como por un molinillo de café a
los Beach Boys, Bob Dylan, Donovan, los Rolling Stones y
también a los propios Beatles. Porque los juglares todo lo
devoran, todo lo digieren y nada ahorran, ni el rock and
roll, ni la balada tradicional, ni los himnos sagrados. Su
insolencia es exasperante, su ternura reprimida; su talento
sigue intacto.
Alrededor de estos trovadores
gira un vals de cifras vertiginosas: desde 1963 hasta
octubre del 68 vendieron 220 millones de discos con un
beneficio neto de 70 millones de libras (unos 58 mil
millones de pesos, con los cuales podrían haber enjugado el
déficit confesado del presupuesto argentino). En 1967, el
balance de la Northern Songs, su empresa editora, arrojó un
saldo positivo de 800 mil libras (672 millones de pesos).
Paul controla un 94 por ciento, lo que representa un capital
aproximado de 560 millones de pesos. En 1965, la Northern
lanzaba al mercado 75 millones de pesos en nuevas acciones a
dos chelines cada una (84 pesos). En 1967, se cotizaban en
la Bolsa a 17 chelines y 9 peniques (750 pesos,
aproximadamente).
La actividad de los cuatro es
prodigiosa: la Sociedad Apple (Manzana), creada en 1967 y
cuya administración encomendaron a algunos amigos de la
infancia es ya un árbol sólido con sus ramas hinchadas de
savia. Las ramas se llaman Apple Films Ltd, The Apple
Publishing, Apple Electronics y Apple Records.
Todo lo que tocan se transforma
en éxito, es decir, en libras esterlinas. Hace unos meses,
los nuevos Midas tomaron en sus manos a una insípida
cantante galesa de 18 años, la bautizaron como Mary Hopkin y
la hicieron memorizar una canción, El tiempo de las flores.
En un mes, con su estribillo grabado en inglés, francés,
italiano y alemán, la Hopkin pasó a revistar como la número
uno en la hit parade internacional desalojando a Hey Jude,
de los propios Beatles. En Navidad, la vocecita de la
esmirriada galesa aturdía a 17 países con una venta de más
de tres millones de discos.
Cara
y ceca
Hace unas cuatro semanas comenzó
a circular por toda Europa, inclusive en los países
socialistas, el último disco de la Apple. Se vende en forma
clandestina —salvo en Carnaby Street— y su cubierta exhibe a
John Lennon y a Yoko Ono —la compañera japonesa de John—
completamente desnudos tanto del anverso como del reverso.
La grabación revela chirridos, risas, suspiros, gritos y
jadeos: una guía turística para recorrer todas las
experiencias eróticas de la pareja. Como acápite, el sobre
lleva una cita de Paul Mc Cartney: “Cuando dos grandes
santos se encuentran, la humildad se pone de manifiesto”.
El cuarteto también se ha
expandido en el cine. Su dibujo animado El submarino
amarillo prolonga la mejor tradición del nonsense, con un
estilo digno de Lewis Carroll. Su programa de televisión
Magical Mystery Tour desconcertó a los espectadores y
críticos cuando fue emitido por la BBC. Las cadenas de usa
que se habían negado a comprarlo verifican con sorpresa que
la proyección del film en los círculos pop y en los campus
universitarios reúne a enormes y delirantes multitudes;
advirtieron además que Magical es la condensación de todas
las formas modernas de expresión audiovisual: el valor
comercial de los Beatles les permitió una vez
más cumplir una obra de pioneros.
La filosofía beatle, erigida al
comienzo sobre la irrespetuosidad y la extravagancia, se
hace más precisa y aguda. En 1964, en la reunión que siguió
al estreno de Yeah, Yeah, Yeah!, su primer film, dirigido
por Richard Lester, John Lennon cantaba God Save the Cream
(Dios salve a la crema) en lugar de God Save the Queen (Dios
salve a la Reina).
En 1966, Lennon declaró en una
entrevista famosa: “Somos más populares que Cristo”, y
desencadenó un escándalo ecuménico. El Vaticano se
encolerizó, las radios de usa —sobre todo al sur del país y
en las áreas puritanas del nordeste— prohibieron sus antenas
a los sacrílegos. Por toda América se levantaron autos de
fe.
Ahora, no más escándalos;
disfrazados, demacrados, hippiezados, los Beatles pueden
permitírselo todo: en julio de 1967, en compañía de David
Bailey, Graham Greene, Peter Brook y otros ciudadanos
británicos de menor importancia, se dieron el lujo de pagar
una página íntegra de publicidad en The Times (su costo: un
millón y medio de pesos) para alabar los méritos de la
marihuana. Pueden drogarse cuando los Rolling Stones, por
idénticos motivos, son encarcelados: ellos se contentan con
pasar frente al juez y saludarlo sonrientes.
Si John Lennon se exhibió en la
cubierta de un disco junto a Yoko Ono vestido con sólo un
par de anteojos es quizá para demostrar que él y sus amigos
juglares pueden escapar a la gravitación de la sociedad. Han
pasado al otro lado del espejo porque su apoteosis es a la
vez un mea culpa y un aleluya de la sociedad de consumo.
La lluvia de oro con que se bañan
lo ahogó todo: su humilde nacimiento en Liverpool, una
ciudad gris donde abundan los desocupados; sus familias
meritorias pero al borde de la quiebra; la fatalidad que de
tiempo en tiempo sacude su aureola. Dos rayos de esa
fatalidad fueron la muerte de su empresario, Brian Epstein,
en 1967, encontrado entre un gran desorden de píldoras
mientras ellos se entregaban a la meditación trascendental a
la sombra del Maharashi Maheesh Yogi, y hace un mes y medio,
el suicidio de David Jacobs, uno de sus abogados, que no
pagaba los impuestos.
Hoy, los Beatles se han
desprendido de todo, hasta de la política. Un mes atrás
soñaban con exhibirse en una islita griega, y John declaraba
a su biógrafo oficial, Hunter Davis: “La situación no me
inquieta salvo si nos concierne. No nos importa saber si el
gobierno es fascista del todo o totalmente comunista”.
También han abjurado de la caridad: “¿Dar dinero para obras
piadosas? —declaraba Ringo Starr—. No, decididamente no,
porque no me dice nada”. Y de su talento: “Todo el mundo
puede tener talento. No somos mejores que otros. Somos tan
buenos como Beethoven, pero no mejores”.
Sin embargo, John Lennon enfatizó
un día: “No nos burlamos ni de la música, ni de la vida, ni
de la muerte”. Y los Beatles, sean lo que fueren, se
encuentran una vez por semana para hablar, comunicarse y
descubrir algo que se parezca a la felicidad. Se puede
prever el día en que la Reina de Inglaterra imponga
solemnemente la Orden de la Jarretera a los cuatro juglares
totalmente desnudos. Entonces, quizás, este planeta estalle
en una risa nuclear y los arcángeles Paul, John, George y
Ringo suban a los cielos devastados cantando su último
éxito: Revolución, revolución.
PRIMERA PLANA
4 de febrero de 1969
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